Mis mosqueteros de sábado
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El editor Huberto Batis recuerda a varios de sus ayudantes en la redacción de este suplemento, todos con un probado talento periodístico, y algunos más con otras habilidades recreativas
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POR HUBERTO BATIS
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Conservo un agradecimiento inmenso por muchos de mis colaboradores. Algunos fueron mis ayudantes en la redacción de sábado o en la Sección de Cultura.
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Uno de ellos fue Víctor Villela, quien me acompañó a lo largo de varias publicaciones. Empezó ayudándome en la corrección de pruebas. Luego fue mi secretario de redacción. También era un poeta al que le publiqué sus primeros textos. Otra de mis ayudantes fue Pura López Colomé, una gran poeta y traductora, quien aprendió mucho en la redacción de sábado. Por esas fechas, no sé si ahora, ella vivía en Cuernavaca, casada con Alberto Darszon, un químico muy inteligente y conocedor de las artes, respetuoso de la vocación literaria de su esposa. Rocío Barrionuevo fue otra de mis asistentes de gran capacidad. Tenía de novio al escritor Enrique Serna, con quien luego se casó. Tuvieron una hija preciosa. Ahora ambos viven en Cuernavaca, separados pero en domicilios contiguos, unidos por una puerta para que su hija pueda ir y venir entre ambas casas con total libertad.
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Otro de mis asistentes fue Miguel Rico Diener. Recuerdo que él llegó sin algún antecedente en el periodismo, pero recomendado por su padre, el periodista Víctor Rico Galán. Rico Diener tenía grandes dotes intelectuales. Lo sentaron frente a mi escritorio. Yo pedí que pusieran uno adicional. Luego, le dije que antes de meter mano en los textos, viera lo que yo hacía. Se convirtió en un auxiliar muy valioso, tanto que cuando me dijo que se iba a Alemania, me quedé helado porque perdía a un ayudante de primer orden. Otro fue Eduardo García Aguilar, un novelista colombiano. Estuvo un tiempo y se ganó tanto mi confianza que, en mis ausencias, me iba sin preocupaciones porque se podía hacer cargo del suplemento.
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Para mí, todos ellos fueron muy valiosos porque sucesivamente me ayudaron a levantar desde cero el suplemento a la salida de Benítez, que cerró una época de oro en el unomásuno y que dejó a Becerra sólo con la infantería y gente incondicional a él, como Víctor Manuel Juárez y Gonzalo Álvarez del Villar, quienes acompañaron a Becerra hasta en las situaciones más difíciles. Ellos dirigían parte de un grupo numeroso que había salido de Excélsior. Les aprendí mucho de la disciplina y el amor “a la camiseta”, el amor al cabezal, que es lo único que no se perdió del unomásuno cuando lo vendió Manuel Alonso.
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Pues así como Becerra tuvo a su equipo, yo tuve a mis mosqueteros. Cuando Benítez se fue a La Jornada, como es costumbre en el periodismo, se llevó a sus colaboradores. Me quedé al frente del suplemento y tuve que sustituir a todos los profesionales con jóvenes estudiantes que nunca habían estado en un periódico. Ahí descubrí que, hasta entonces, hacer una revista literaria para mí ya era “pan comido”, pero que el suplemento de periódico no es una revista literaria porque tiene que dar cuenta de la vida cultural completa, noticiosa y crítica, de lo que está ocurriendo en el país. Tuvimos que empezar desde cero. Por eso para mí fueron muy importantes Víctor Villela, Pura López Colomé, Rocío Barrionuevo, Miguel Rico Diener y Eduardo García Aguilar.
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Sin embargo, en algunos momentos hubo choques entre mi equipo y el de Becerra. Lo peor sucedió cuando Gonzalo Martínez Maestre, subdirector del periódico, en una ausencia mía, corrió injustamente a Eduardo García Aguilar, que también era de “pocas pulgas”. Todo fue a partir de la discusión por un texto. Eduardo se fue muy indignado, con toda la razón del mundo.
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Recordando a Vallarino y Ontiveros
Ya que estoy mencionando a gente de “pocas pulgas”, me viene a la memoria Roberto Vallarino, quien el 12 de noviembre cumplió 15 años de muerto. Era un excelente periodista. Un día vio sobre mi escritorio una invitación que me habían hecho para ir a Estados Unidos. Yo nunca hacía caso de esas invitaciones. Me dijo: “Si tú no vas, déjame a mí”. Organizó los viáticos y los trámites necesarios y se fue a Salt Lake City. No recuerdo de qué fue su cobertura. De ahí se siguió hasta Nueva York y pasó por la embajada de México, de la que sacó provecho para colarse a todas partes. Al principio el personal de la embajada dudó de él, porque llamaron al periódico para preguntar si tenía la representación oficial de nuestra parte, porque no llevaba ningún documento.
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Después logró irse en un viaje a España. De ahí, se fue a Francia y varios países. Regresó con una chaqueta de soldado alemán, que no sé dónde habrá conseguido. Era muy astuto, pero siempre hizo todo eso en buen plan. Nunca abusó. Su capacidad como reportero le permitió reportear la guerra intestina de Yugoslavia como enviado del unomásuno. En algún momento le pedí a Becerra Acosta que nombrara a Roberto Vallarino director de la Sección de Cultura cuando se quedó acéfala. Becerra no quería a pesar de que era un hombre de toda su confianza.
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Era muy amigo de José Luis Ontiveros, quien murió hace un par de años; éste era protegido de Fernando Gutiérrez Barrios, personaje de armas tomar. Adriana, su esposa, se separó de él, así como su hija, del mismo nombre que su madre, e hizo una carrera brillante en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. La viuda de Vallarino también se llama Adriana, de apellido Moncada, también periodista. Hoy trabaja en la Secretaría de Cultura.
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Vallarino y Ontiveros se la pasaban fumando mota todo el tiempo. Lo hacían delante de todo mundo. Forjaban sus churros con gran habilidad. Su estado mental no cambiaba, sino que permanecía sin ser alterado. Eran escritores de talento. Ambos han muerto.
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FOTO: A la par de su trabajo periodístico en el periódico unomásuno, Roberto Vallarino también hizo carrera como poeta, ensayista y narrador. / Coordinación Nacional de Literatura / INBA