Mizumura: el inglés y el japonés

Dic 2 • destacamos, principales, Reflexiones • 3578 Views • No hay comentarios en Mizumura: el inglés y el japonés

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Clásicos y comerciales

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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL

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A diferencia del resto de las grandes literaturas modernas, asegura la novelista Minae Mizumura, la japonesa tiene una fecha exacta de nacimiento: cuando en 1868 la Restauración Meiji abrió el archipiélago a Occidente. Tan cerradas estaban las islas que Yukichi Fukuzawa (1835–1901), una especie de Henry Adams, se dio a la tarea de aprender holandés, pues dado su uso entre los pocos comerciantes que transitaban por el Japón, lo creía lengua hegemónica en Europa.

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Los letrados nipones, en la universidad y en el Estado, comienzan entonces una larga discusión sobre qué hacer con su lengua y escritura, cuyos caracteres venían de China, vía Corea. Al emanciparse de la sinoesfera, leemos en The Fall of Language in the Age of English (2008), un libro polémico apenas traducido al inglés en 2015, la tentación mayor fue la anglización, herramienta concebida como formidable para llevar hasta sus últimas consecuencias la anhelada modernización. Con las islas bajo el control de los Estados Unidos, tras Hiroshima y Nagasaki, se formó una santa alianza entre los ocupantes, los funcionarios de la nueva monarquía constitucional y la izquierda japonesa (cuyo enorme poder es desconocido en Occidente, según Mizumura) para condenar todo aquello, incluido el japonés, que oliese al Antiguo Régimen.

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Sólo hasta el boom económico de los años sesenta, se abandonaron los intentos de imitar a las Islas Filipinas y adoptar el inglés en vez de la lengua propia o hacer oficialmente bilingüe al país. Pero la fonetización del japonés, simplificándolo, no se detuvo del todo, para desgracia, según Mizumura, de la literatura japonesa, pobremente estudiada en los colegios y sólo defendida, en su complejidad y pureza por una élite “reaccionaria” (las comillas son de la autora) entre la cual ella parece contarse, a tenor del escándalo provocado por The Fall of Language in the Age of English.

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Mizumura, ella misma novelista de obra muy apreciada (La herencia de la madre y Una novela real han sido publicadas en español por Adriana Hidalgo), es una devota de Natsume Sôseki (1867–1916) y su Japón finisecular decimonónico donde empatizaron la ansiedad por traducir literatura en lenguas extranjeras y leerla en la versión original. La síntesis biográfica que ella presume, además, no la muestra como una nacionalista endogámica, antes al contrario. A los doce años viajó con su familia a Long Island, donde se educó y se tituló en la Universidad de Yale como especialista en literatura francesa, al grado de que suele equiparar el declive del francés como lengua franca de las humanidades y de las artes, con el sombrío destino que le pronostica al japonés. Por ello, su libro es algo más que una defensa e ilustración de la lengua japonesa; se pretende un ensayo sobre todas las literaturas nacionales, asediadas por el imperio del inglés.

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The Fall of Language in the Age of English comienza con unas escenas que me recordaron a la saga de Hans Ruesch –suizo que no sólo escribía novelas de viaje sino competía también en la Fórmula 1– sobre los antiguamente llamados, despectivamente, esquimales. Un inui o yupik, en El país de las sombras largas o en su secuela (1950 y 1974), viaja a una ciudad occidental y describe maravillado nuestra existencia, que a sus ojos, si no es salvaje, le parece al menos pintoresca. Igualmente, Mizumura necesitó de una invitación al famoso International Writing Program, de Iowa, para apercibirse de que no sólo ella, sino escritores de naciones más pobres que el Japón, como Mongolia, la Argentina o Ucrania, etcétera, escribían en lenguas nacionales, a través de “las literaturas nacidas con la imprenta” de Gutemberg, según la clasificación del resbaladizo Benedict Anderson, en quien la escritora japonesa, no siempre necesitándolo, se apoya.

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El resto del libro es un alegato contra la globalización y sus males extendidos por la Internet, la cual ha ratificado el creciente y arrollador, desde 1945 al menos, predominio del inglés como la lengua franca de la humanidad. Me parece que en este punto Mizumura se confunde pues el predominio técnico, comercial y hasta intelectual de una lengua no ha hecho desmerecer literariamente a las literaturas en otras lenguas: contra el francés ilustrado e imperial se escribió durante siglo y medio la filosofía en alemán. No sé quiénes sean aquellos escritores alemanes, que por ansiedad de lectores se están cambiando al inglés, según Mizumura. Y en cuanto a los asiáticos que por razones políticas o económicas (el Nobel Ishiguro llegó a la Gran Bretaña a los seis años), se mudan a la lengua franca, la ensayista habría de ser algo más compasiva o un tanto escéptica. Pueden ser muchos quienes aspiren al bilingüismo para aprovechar, codiciosos, “la ventana de oportunidad”, pero siempre serán pocos los Beckett o los Nabokov, como lo prueba Kundera, quien perdió mucho como novelista al dejar su checo natal por un francés simplificado.

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A México, Mizumura le dedica un párrafo lamentable porque ignora que mientras se extendía el dominio estadounidense sobre América Latina nuestras letras en español regresaban a ser esa “literatura mayor” (para usar el contrapunto deleuziano de Mizumura) que había sido durante los Siglos de Oro. Y admitiendo el efecto salutífero de los Dickens sobre los escritores de la Restauración Meiji, ella parece ignorar que Faulkner fue aquí un bálsamo y los anglicismos de Borges, una agradable sorpresa anticasticista.

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Y así como a Mizumura no le inspiran piedad los escritores de la anglósfera, quejosos de que su literatura se vulgariza en su condición de lengua franca, a mí me tiene sin cuidado que el tráfico académico internacional sea en inglés, aunque lamento, con ella, la extinción planetaria de los críticos literarios y de los periódicos donde pontificaban. Finalmente, en cuanto a la comparación con el latín, en tanto que el inglés sería su versión “postclerical”, a la vez lengua universal, nacional y local, Mizumura, exponente de admirable claridad, no se interna muy lejos en el paralelo.

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Todo aquello, nacionalista o no, que vindique la complejidad lingüística de una literatura debe ser aplaudido y hace bien Mizumura en regañar a las autoridades japonesas por descuidar el lustre de una lengua cuya literatura ya era grande mucho antes de Gutemberg. Sólo lamento que hable de autores japoneses de ficción que han banalizado su lengua anglizándose sin mencionarlos por su nombre. Según Jay Rubin, reseñista de The Fall of Language in the Age of English, en el Times Literary Supplement (Junio 19, 2015), el suyo es un ataque velado a la fama y fortuna de Haruki Murakami, cuya extensa popularidad no acaba de ser tragada ni por los letrados japoneses ni por los críticos occidentales más exigentes, lo que nos permitirá seguir hablando de Minae Mizumura y su inquietante libro.

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FOTO: Minae Mizumura, novelista y ensayista japonesa, ha sido profesora de literatura japonesa en las universidades de Princeton, Michigan y Stanford. Vive en Tokio.  / Especial

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