El espíritu de las leyes. La separación de poderes
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Con la publicación de este tratado sobre el Estado, los sistemas políticos modernos priorizaron los conceptos de libertad e igualdad
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POR RAÚL ROJAS
Charles Louis de Secondat, señor de la Brède y barón de Montesquieu, es uno de los autores más citados en las ciencias políticas. Su obra El espíritu de las leyes ha sido glosado por siglos. A Montesquieu se le considera, junto con el inglés John Locke, como uno de los pioneros de la moderna doctrina de la separación de poderes políticos (en poder ejecutivo, legislativo y judicial). Cuando apareció el Espíritu, en 1748 en Ginebra, Montesquieu ya había adquirido fama como escritor e historiador, especialmente de la antigüedad clásica. La obra provocó intensas controversias: sólo tres años después de su publicación, la iglesia católica la registró en el Index Librorum Prohibitorium, el inventario de aquellos libros que no deberían ser leídos por buenos católicos.
Pero habría que decir, para comenzar, que, en el caso de la separación de poderes, la realidad ya había sido mucho más rápida que los teóricos de la sociedad. En Inglaterra, después de la guerra civil entre “parlamentaristas” y “monárquicos” (1642-1651), se adoptó durante algunos años una constitución que estipulaba la separación del parlamento, como poder legislativo, del poder ejecutivo, que en esa época consistía en el Lord Protector Oliver Cromwell y un Consejo de Estado. Pocos años después se comenzó a reclamar también la separación de la impartición de justicia del poder ejecutivo y del legislativo. Ya para cuando el filósofo John Locke escribe en 1690 sobre la separación de poderes, ésta era una noción ampliamente aceptada en Inglaterra y que se irá difundiendo por Europa en el siglo siguiente.
En el Espíritu, Montesquieu comienza identificando tres posibles formas de gobierno, de las cuales existen ejemplos históricos, y cuyos principios y leyes el filósofo francés quiere analizar. Se trata: a) de la república, b) del gobierno aristocrático y c) de la monarquía. La república es el gobierno del pueblo sobre sí mismo, la democracia. En gobiernos aristocráticos una minoría gobierna a la mayoría del pueblo y en la monarquía un príncipe asume el poder ejecutivo. En su libro, Montesquieu discute estas formas de gobierno como algo dado. Cada una de ellas posee ciertos principios que las consolidan y también ciertas leyes que son las adecuadas en cada caso. En ese sentido, el filósofo del poder es un relativista: no argumenta a favor de un conjunto único y óptimo de leyes, sino que considera que para cada forma de gobierno hay códigos que varían en su grado de aplicabilidad. Por eso el libro no es prescriptivo, ya que rara vez Montesquieu argumenta cual sería la mejor forma de gobernar. Su aproximación al tema es como la del explorador social que estudia lo que “está ahí” y no lo que quisiéramos tener. Por eso hasta cuando discute el despotismo trata de entender los principios que lo rigen e incluso plantea cuáles leyes se adaptan mejor a ese tipo de régimen. Todo está basado en la concepción que Montesquieu tiene de las leyes como “las relaciones necesarias que se desprenden de la naturaleza de las cosas”. No obstante, es claro de varios pasajes en el Espíritu, que Montesquieu favorecía un gobierno “moderado”, al que identifica con la monarquía constitucional.
Según Montesquieu, cuando la humanidad surge las personas eran débiles y rehuían conflictos. Con la aparición de las sociedades “pierden su sentimiento de debilidad y comienza el estado de guerra”. Eso hace necesario introducir “leyes positivas” (o sea, creadas por magistrados). Pero esas leyes “deben estar adaptadas para la gente que gobernarán”. Además, deben ser formuladas “de acuerdo con la naturaleza y principios de cada forma de gobierno (…) el clima del país, la calidad de su tierra, su extensión y ubicación, (…) el grado de libertad que la constitución les confiere, las ocupaciones de los nativos”, etc. Por eso Montesquieu dice que en realidad no pretende escribir sobre leyes concretas sino sobre su “espíritu”, que consiste en las interrelaciones que esas leyes establecen en la sociedad.
Ahora bien, cada forma de gobierno está basada en un principio que la preserva y hace cumplir su función. En el caso de la república ese principio sería la virtud civil. En el caso de la monarquía y los gobiernos despóticos la virtud no es estrictamente necesaria, pero en un estado del pueblo sí que lo es, porque las leyes deben ser respetadas o la república se “corrompe”. En el caso de los gobiernos aristocráticos se necesita virtud, aunque menos que en la democracia. Un gobierno aristocrático tiene “un vigor inherente que no tiene la democracia”, porque los aristócratas se contrarrestan mutuamente. Por eso el alma de un gobierno así es la “moderación, fundada en la virtud, no aquella que proviene de la indolencia o la cobardía”. Un poco sorprendente es que en la monarquía la virtud no es el primer motor, de hecho “en la monarquía es muy difícil que la gente sea virtuosa”. En la monarquía predominan los ambiciosos en la corte y es raro que la virtud se abra paso. Pero su lugar lo toma el “honor” que puede inspirar “las acciones más gloriosas”. Cada persona, siguiendo sus intereses personales, hace avanzar el interés público si se comporta con honor, aunque se trate de un “honor falso”. No importa, el honor, combinado con las leyes, puede producir un gobierno que funciona, incluso con virtud (como producto indirecto). Respecto a los gobiernos despóticos es muy fácil señalar cuál es el principio en el que se basan: el miedo. El príncipe puede actuar como le place y controla a sus súbditos porque “el temor deprime sus espíritus y extingue la menor ambición”.
Son esos principios inherentes a cada forma de gobierno los que determinan el valor de la educación. Para los gobiernos despóticos la educación es innecesaria porque se necesitan “buenos esclavos”. En el caso de la monarquía la educación debe desarrollar el sentido del honor, y en el caso de la república “se necesita todo el poder de la educación” ya que “la virtud es un acto de renuncia personal, arduo y doloroso”. La virtud civil que la república debe inculcar es el “amor por las leyes y por el país”. Montesquieu ilustra muchas de estas ideas con ejemplos históricos de las ciudades estado griegas.
Y si aquellos son los principios que solidifican cada forma de gobierno, de ahí se desprenden algunas conclusiones para las leyes que requieren. En el caso de la república, la democracia conduce a aspirar a la igualdad. Pero esta no es posible sin la frugalidad de los individuos, para que todos puedan gozar de los mismos placeres. Debe existir un solo deseo, que sería superar a los demás en servir a la comunidad. En las repúblicas las virtudes de frugalidad y de amar la igualdad “deben ser establecidas en las leyes”. En las repúblicas la posibilidad de emitir un voto es esencial para el ciudadano y las leyes que gobiernan las elecciones son “fundamentales”. En el caso de los gobiernos aristocráticos no hay igualdad, pero la desigualdad extrema entre gobernantes y gobernados, así como entre los gobernantes mismos, puede conducir al desorden y debe ser evitada. Por eso es necesario prohibir que la aristocracia se asigne privilegios, como sería no pagar impuestos o que traten de monopolizar el comercio. Además, los votos en órganos de gobierno aristocráticos (como el Senado en Roma) deben ser públicos, para prevenir intrigas. En el caso de la monarquía, que está basada en el honor, las leyes deben apoyar a la nobleza que debe asumir con respecto a sus dominios la misma “dignidad” que el rey. Esos privilegios de la nobleza deben ser protegidos y cuando un noble hereda sus propiedades, éstas deben ir sólo a uno de sus hijos, para que no se diluya la nobleza misma. Y si la gran ventaja de la monarquía es que el príncipe puede actuar de manera expedita, las leyes deben tratar de limitar esa rapidez, haciendo que los magistrados actúen lentamente.
Esa breve reseña del análisis de Montesquieu reafirma lo que comentaba al principio. El libro no propone una utopía o aboga por esta o aquella forma de gobierno. Dado el gobierno de un país, Montesquieu busca explorar cuáles son las leyes más adecuadas. Cada sección repasa, una y otra vez, lo que sucede en repúblicas, aristocracias, monarquías y gobiernos despóticos respecto a la educación, las leyes que regulan la propiedad y las herencias, o la forma en que se accede a los puestos en el gobierno. Montesquieu se pregunta, por ejemplo, en qué forma de gobierno se requiere de la censura. La sorprendente respuesta es que se necesita en las repúblicas. Esto es así porque las “omisiones y negligencia” o los “malos ejemplos” pueden sembrar la “semilla de la corrupción”. A veces no se viola la ley, “pero se le elude”. Los censores tendrían la misión de corregir eso. En la monarquía no se necesita la censura “porque la naturaleza del honor es que todo el mundo es un censor”. Quien falla cosecha reproches.
Montesquieu considera, en libro tras libro (y con sus seis partes la obra reúne 31 libros) los temas que son importantes para diseñar las leyes de un país, por ejemplo, aquellas necesarias para regular el lujo, las fuerzas armadas, la libertad política, el comercio, el dinero, la religión, etc. Y se mantiene consecuente, analizando siempre leyes en relación con la forma de gobierno. Un aspecto que ha sido considerado innovador en Montesquieu, pero que yo diría está más bien basado en los prejuicios de la época, es la relación entre las leyes, las formas de gobierno y las condiciones naturales.
En el caso de la extensión de un país, Montesquieu considera que es natural que las repúblicas tengan poco territorio, “de otra manera no pueden subsistir”, porque una mayor superficie conduce a la desigualdad de las fortunas. Una monarquía, en cambio, debe gobernar sobre un mayor territorio, pero de “extensión moderada”, como en Europa. La aristocracia se puede extender entonces sobre el territorio y no le teme al príncipe, al que respalda. Un ejemplo negativo sería el imperio de Alejandro el Grande, que se disolvió a la muerte del conquistador. La gran distancia entre las provincias y los jefes militares hacía difícil controlarlos. Por eso los grandes imperios, como el chino, presuponen un gobierno despótico. La rapidez del déspota compensa entonces la distancia y los sátrapas locales son controlados por el miedo. La ley cambia y se adapta a las condiciones fluidas del imperio.
Sobre el clima de cada país, Montesquieu opina que “el temperamento y las pasiones son extremadamente distintas en climas diferentes”. Eso tiene razones anatómicas, de manera que la gente en climas fríos es más “vigorosa”, “más audaz”, “más segura”. La gente que vive en climas cálidos es más sensible al dolor y propensa al sexo, que es “la única causa de la felicidad, es la vida misma”. Por eso, yendo hacia el norte se encuentran “menos vicios, muchas virtudes”. Por eso un ejemplo que Montesquieu critica es el de los hindúes que consideran “el reposo y la no-existencia como el fundamento de todas las cosas”. En esos países que tienden a la placidez “hasta al Ser Supremo lo llaman el Inmóvil”. Obviamente Montesquieu no sabía nada de meditación.
Montesquieu se mete en más problemas: en el libro XV declara a la esclavitud “mala por su propia naturaleza” y agrega que en un gobierno monárquico “no debería haber esclavitud”. El “derecho” a poseer esclavos no puede estar fundado en la religión (y aquí Montesquieu critica agriamente a los españoles que podrían haber hecho tanto bien en América y sin embargo hicieron tanto mal), tampoco puede estar fundado en el color de la piel. Y sin embargo, en gobiernos despóticos, podría ser la decisión de una persona ser esclavo de otra, ya que todos son esclavos del déspota. La esclavitud se justifica también en países “donde el exceso de calor enerva al cuerpo (…) de manera que sólo la amenaza de castigos puede obligarlos a trabajar”. Todos los hombres nacen iguales, dice Montesquieu, pero en algunos países la esclavitud “puede estar fundada en la razón”. Y Montesquieu reconoce que no sabe si el “capítulo se lo dicta el corazón o la razón”.
Quizás la sección más celebrada del Espíritu es el libro XV sobre la libertad política y la constitución. La libertad en sociedades regidas por leyes, dice Montesquieu, “es la capacidad de poder hacer lo que deberíamos querer hacer, y no de estar restringidos a hacer lo que no deberíamos querer hacer” (porque debemos querer hacer lo virtuoso). Y de las tres formas de gobierno dice: “Los estados democráticos y aristocráticos no son libres por naturaleza. La libertad política se encuentra sólo en gobiernos moderados, y, a veces, ni en ellos”. Por eso, para prevenir abusos, “el poder debe confrontar al poder” y sólo existe una nación “cuya constitución tiene por fin la libertad política”, es decir, Inglaterra. Lo ejemplar en este país es la forma en que han podido separar el poder ejecutivo, del legislativo y del judicial. En aquellos países europeos donde dos o tres de estos poderes están concentrados en las mismas personas hay menos libertad. Más aún: “el poder legislativo debe residir en todo el cuerpo social”, a través de representantes electos localmente. Estos deben responder directamente a sus representados. En cuanto al poder ejecutivo éste “debe estar en las manos de un monarca, porque esta rama del gobierno (…) es mejor administrada por uno que por muchos”, al contrario de la legislatura, que es mejor que esté en muchas manos y no en una sola. El poder ejecutivo debe regular cuándo y por cuánto tiempo se reúne el poder legislativo, para evitar que se convierta en “despótico”. El poder legislativo le puede pedir cuentas al poder ejecutivo, pero no lo puede deponer. Asimismo, el poder ejecutivo puede rechazar propuestas de ley. De esa manera cada poder “se contrapone al otro”. Un punto muy importante es que sólo el poder legislativo puede proponer recabar dinero del público e incluso el comando de las tropas debe ser un privilegio que el poder legislativo le refrenda anualmente al poder ejecutivo.
Es fundamentalmente por El espíritu de las leyes que a Montesquieu se le ha llamado el “escritor más influyente del siglo XVIII”. Entre esos lectores influidos por Locke y el politólogo francés se encontraban, años después de la publicación del Espíritu, los revolucionarios que decidieron separar a las colonias americanas del Imperio Británico en 1776. La Constitución de los Estados Unidos de América, de 1787, está basada en muchos de los principios discutidos por aquellos filósofos. Thomas Jefferson escribió años después en una carta: “Respecto a la ciencia de gobernar, El espíritu de las leyes de Montesquieu es generalmente recomendado. Contiene, sin duda, un gran número de verdades políticas, pero un número igual de herejías, de manera que el lector no debe nunca bajar la guardia”. Posteriormente lo llamó “un libro de paradojas”, sobre todo por su defensa de la monarquía, la que en la América revolucionaria no tendría cabida, ni en la parte que se liberó del imperio británico, ni en la parte que posteriormente se liberó de España y de Portugal.
FOTO: El filósofo francés Charles Louis de Secondat, señor de la Brède y barón de Montesquieu, uno de los pensadores más influyentes de la Ilustración. / Colección Cháteau de Versailles
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