“Morir matando”: un adelanto de la novela póstuma de F. G. Haghenbeck

May 28 • Ficciones • 943 Views • No hay comentarios en “Morir matando”: un adelanto de la novela póstuma de F. G. Haghenbeck

 

Este es un adelanto de la novela póstuma del escritor F. G. Haghenbeck, fallecido en 2021. Una masacre durante una fiesta infantil será la premisa de la historia

 

POR F.G. HAGHENBECK 

Para Imanol Caneyada, amigo y voz de la razón en tiempos de caos

 

La justicia que he recibido, la devolveré.

Patricia Highsmith

 

El hombre justo no es aquel que no comete ninguna injusticia, sino el que pudiendo ser injusto, no quiere serlo.

Menandro de Atenas

 

Parte I: Convicción

 

1.Después se le conocería como la Masacre de la Piñata. Ésa fue la frase que ocuparon periódicos y comentaristas de televisión para el aterrador crimen en una fiesta infantil. Y aunque sucesos violentos acontecen día a día en México, éste se trató como algo notable. Sí, en este país hay difuntos a cada rato. Ése es el pulso de una batalla silenciosa que se lucha desde sus orígenes. Las personas que fallecen o desaparecen son lo habitual. La muerte convive con tanta naturalidad en los hogares que hasta le ponen plato y cubiertos en la mesa familiar. Al final, nadie le da mucha importancia, tan sólo giran el rostro a un paisaje menos desalentador para poder coexistir con esa locura. Esas desgracias son las notas periodísticas que descubres entre declaraciones de un gobernante ligado con criminales, los fraudes multimillonarios de los bancos o las fotografías en bikini de la estrella de moda. ¿A quién le interesa un par de muertos más en la abultada lista de defunciones que se carga como lastre por décadas? ¿Quién está preocupado por un poco de violencia vespertina? ¿Acaso alguien se acongoja por otros diecinueve muertos? Por ello, estos asesinatos en el convivio infantil de la refinada colonia Vista Verde, en Jalisco, podían ser inusuales, mas no sorprendentes. La Masacre de la Piñata fue tan sólo un capítulo más de esa guerra perdida desde sus comienzos.

 

Quizá llamó la atención por suceder en un sitio pudiente. Es que ese distintivo lugar, el fraccionamiento Vista Verde, se esconde entre los suburbios de Guadalajara. Da la espalda a la sierra de San Juan Cosalá, entre los asentamientos de Cajititlán y las mansiones de Agua Escondida. Primitivamente se trataba de una hacienda ganadera con una edificación porfirista. Sobreviviente de la Revolución, mas no de la gentrificación, fue destruida para convertirse en un caprichoso barrio privado de cercas blancas, pastos recién cortados, calzadas de adoquines carmesí, árboles frondosos de gentil sombra y cámaras de seguridad con ojos ciclópeos. Para llegar a este paradisiaco sitio se debe uno meter a una carretera federal por cuarenta minutos entre anuncios de birria y cerveza, para luego continuar en una vereda sombreada por un desfile de ahuehuetes. Cuando se siente que se está a punto de perderse, se descubren los grandes muros con alambre de púas que rodean la zona de moradas lujosas y un pequeño lago con patos blancos que dormitan con el calor el sol. Entre ellos conviven garzas y grullas oriundas de la zona, quienes encontraron un hogar ideal entre los bien cuidados jardines. Casi se trata de una comunidad sustentable. Tienen un pequeño pero indispensable centro comercial que custodia la entrada con las necesidades básicas de la vida de los suburbios, como abarrotes, gimnasio, papelería y una cafetería orgánica. Los niños de esta localidad asisten a un colegio Montessori que sirve de edificio centinela a un costado de los comercios. Lo hacen hasta los trece años, ya que en búsqueda de una secundaria tendrán que viajar más de treinta minutos al instituto más cercano. La mayoría de los pobladores de Vista Verde habitan con su familia, quienes huyeron del caótico estilo de vida de las ciudades, pero sin perder las amenidades del mundo moderno. “En verdad nos mudamos por la familia, para que los niños crezcan en un lugar sano”, era el comentario general de las madres del lugar cuando se les cuestionaba la fastidiosa rutina de manejar por horas debido a la lejanía. Así lo declaró una de las vecinas en la entrevista que le hicieron para el noticiario. Ella no había asistido a la fiesta pues su hija estaba resfriada, una afortunada coincidencia.

 

El terrible suceso fue durante una apacible tarde, al final de la primavera. Perfecta para concurrir a la festividad con pastel en forma de castillo de princesa, regalos de cintas multicolores y una piñata. Nadie de los asistentes sospecharía que tan inocente acontecimiento terminaría salpicando las primeras planas de los diarios al siguiente día. En verdad era una tarde encantadora, con pocas nubes de algodón sobre el manto azul del cielo. La primera persona en notar que algo andaba mal fue el guardia de la caseta de acceso al fraccionamiento. Se presume que fue a las cuatro y media de la tarde que hizo un llamado a la central sobre el advenimiento de visitantes extraños. Hombre de edad avanzada que había servido como velador en maquiladoras, pero que encontró un trabajo más relajado recibiendo a los habitantes del aventajado lugar. Eran unos vehículos con vidrios polarizados los que llegaron, algo común entre los habitantes del sitio, mas el vigía no reconoció esas tres camionetas que se acercaron en convoy. Placas del estado, no continuas y sin marcas llamativas. Tal vez si hubiera atendido su primer presentimiento para dar aviso de una posible incursión de sospechosos, no lo habrían matado a quemarropa. Para las cinco del mismo día, al recibir la primera llamada de auxilio de un celular anónimo, la policía local conocía que algo aterrador había sucedido en Vista Verde. Fue hasta las ocho de la noche que las dramáticas noticias llegaron a los oídos del gobernador y la policía federal. Para la medianoche, a través de los noticiarios nacionales, el país supo sobre la Masacre de la Piñata.

 

Varias teorías sobre el sombrío suceso aparecieron entre los editoriales del día siguiente. Lo primero que surgió fue la supuesta culpabilidad de las víctimas. Siempre es el teorema más accesible y cómodo para las autoridades: si los mataron, es por que estaban en algo malo. Cuando realmente se hicieron las indagaciones para hallar los perfiles disímbolos de los asistentes, la duda razonable regresó. Fue entonces que se hizo una reconstrucción fiel a los hechos en búsqueda de respuestas a un sinnúmero de cuestionamientos que empezaban a incomodar al gobierno y la prensa. La descripción de los eventos más difundida fue la que apareció en un periódico digital de amplia circulación. Lo publicó dos días después, al tiempo que informaban sobre el masivo desvío de fondos gubernamentales hacia el partido político en el poder para las próximas elecciones. Esa reseña fue repetida en otros medios como periódicos, noticiarios, programas de radio e incluso dos notas internacionales. Una en el diario El País. Otra, en The New York Times. Todos coincidían en que el vigilante fue el primer muerto. Los tres vehículos entraron sin encontrar resistencia tal como lo mostró una de las cámaras de seguridad. Poco se pudo distinguir de los que conducían las camionetas, sólo que se trataba de hombres encapuchados y con armas de alto calibre. Algunos parroquianos que permanecían en la terraza de la cafetería cercana al acceso no parecieron percatarse de los disparos. “Se escuchó algo, pero creí que eran cohetes. Luego en la parroquia colindante hacen celebraciones”, declararía uno de ellos. A quienes sí llamaron la atención los disparos fue a los elementos de seguridad privada que aguardaban en la calle afuera de la mansión donde se desarrollaba la fiesta. Se trataba de guardaespaldas esperando a sus patrones que habían asistido a la reunión festiva. Ellos decidieron enfrentar el comando homicida resguardándose detrás de sus vehículos. El intercambio de balas hizo que el pánico cundiera entre los asistentes al convivio, impulsándolos a intentar huir de la zona abrazados de sus hijos. El caos que se vivió entre aullidos de terror y las detonaciones de las armas empeoró la situación: tan sólo en la calle quedaron nueve cuerpos. Dos eran menores de edad. Las otras víctimas fueron alcanzadas en el patio de la casa. Ahí habían colocado una carpa para proteger del sol las mesas y sillas del banquete. Los juegos para los niños se dispusieron en un extremo. El cadáver de una pequeña fue descubierto en el interior de un castillo inflable con una bala en el pecho. La autopsia indicó que estaba saltando cuando fue alcanzada. Muerte instantánea.

 

No se fueron los homicidas sin encontrar un contraataque. Los testigos hablaron de un comando de nueve a doce integrantes que asaltaron el sitio. Nunca se precisó con fidelidad el número. Otros tres miembros de una empresa de seguridad privada, al parecer contratados para el resguardo del evento, se atrincheraron en el interior de la casa intentando repeler la agresión. Fue un gesto heroico pero infructuoso, ya que perecieron sin lograr evitar el acceso de los atacantes a la casa habitación. En las otras dos cosas que coinciden todas las investigaciones es que mientras sucedía el tiroteo se escuchaba la canción de la década de los sesenta “Happy Together” del grupo The Turtles. Poco idónea para usarse de fondo mientras las balas mataban niños. Y lo otro, que después de acribillar al dueño de la casa y de herir a su esposa, los salteadores hicieron retirada, como si ésta fuera su misión o se percataran de que éstas no eran las víctimas correctas. La señora de la casa, una elegante mujer de treinta y cinco años, fue descubierta por uno de los policías federales que llegaron casi media hora después de la agresión. Estaba encerrada en un baño, inconsciente y desangrándose con dos heridas. En la mano oprimía un listón para cabello color morado. En un principio se conjeturó que era de ella, mas nunca se pudo corroborar de viva voz, ya que seis horas después fallecería en el quirófano de un hospital de Guadalajara. Al llegar los familiares y conocidos preguntaron por la hija de la pareja. Nadie pudo darles respuesta. No se encontraba entre los cuerpos ni recordaban haberla visto. Una de las sirvientas que asistían a la festividad recordó que la pequeña, quien cumplía su onomástico ese día, estaba intentando romper la piñata cuando los disparos comenzaron a tronar. No hubo ninguna otra declaración que hablara de la pequeña después de eso. Hubo indagaciones, pero ninguna mención a medios sobre esa peculiar ausencia.

 

El número de muertos osciló según cada periódico, en un inicio. Tres días se necesitaron para que las autoridades ofrecieran la cifra exacta de diecinueve fallecidos y siete heridos. Entre los difuntos, los dueños de la casa. Al final, tal como entraron las tres camionetas negras, éstas se fueron dejando un camposanto tras ellas. La hipótesis más popular que circuló, principalmente en redes, fue que había sido un malentendido. Uno más de esos terribles sucesos del azar: estar en el lugar incorrecto, en la hora funesta. En el caso de la Masacre de la Piñata se presume que el comando iba tras un jefe de un cártel de drogas contrincante, pero al que nunca se especificó en realidad. Tal vez leyeron mal el número de la calle o recibieron errónea la información de sus halcones, sin embargo se sospecha que sólo fue un error humano. Eso sirvió para que se resaltara la inseguridad habitual en el estado, así como la incapacidad de las autoridades de poseer un sistema de inteligencia que pudiera evitar sucesos similares. Otra teoría, menos difundida, fue que el verdadero objetivo estaba a varias casas calle abajo, pero que los mismos guardaespaldas del hoy reconocido empresario muerto que resguardaban la fiesta impidieron el paso de los hombres armados y desataron la balacera. Éste, un joven ingeniero dueño de varias compañías locales y respetado miembro de la sociedad de Jalisco, había tenido anteriormente dos intentos de secuestro. Uno de ellos en la Ciudad de México en 1997. Ése fue el motivo de la reacción protectora de su gente, que terminó costándole la vida a él y a su esposa.

 

Las camionetas de los canales de televisión permanecieron estacionadas afuera de la casa mientras las autoridades hacían las indagaciones correspondientes. Persistieron ahí dos días completos, mostrando de fondo el bullicio de los investigadores del gobierno recabando información y sacando los cuerpos en bolsas negras. Ante la decepción de no haber más noticias sobre el asunto, la historia fue muriendo poco a poco. Los informes diarios se trasladaron a un salón de conferencias donde el gobernador otorgó algunas notas de prensa mañaneras, mas nada que pudiera dar lucidez o respuestas a las constantes preguntas. Los gritos que reclamaban justicia también se fueron ahogando entre la cascada de noticias. Mientras que en un principio las noticias relacionadas eran repetidas en publicaciones de Facebook por todo el país, aderezadas por las constantes críticas directas al gobierno, con el tiempo los usuarios dejaron de repetir las notas y comentarlas. Lo que durante una semana levantó ámpulas en la sociedad, que llegó a convocar una importante marcha en las calles por civiles exigiendo justicia, ahora conocida como la Cruzada de los Justos, se fue desinflando con los aires electorales que comenzaban a surcar entre las noticias. Pronto, la Masacre de la Piñata no dejó de ser más que una nota pequeña en páginas interiores hasta desaparecer de los medios. Tan sólo un periodista con columna editorial en un periódico de Jalisco continuó recordando que no se había hecho ningún arresto. Pasaron varias semanas y la opinión popular de que los muertos de la Masacre de la Piñata quedarían en sus tumbas sin encontrar justicia se expandió. Desde luego que hubo en ese tiempo más asesinatos en todo el territorio nacional, pero ninguno tan llamativo y espectacular. Y como parece ser la costumbre, ni la policía, parientes o prensa encontraron una sola pista que vislumbrara una solución para resolver el crimen. Ni una sola.

 

FOTO: Dante de la Vega/ El Universal

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