Cervantino precario
La oferta sonora de este festival, que ha dejado de hacerle mérito a su fama, se salva sólo por el esfuerzo de talentos locales, como sucedió con la Sinfónica de la Universidad de Guanajuato
POR IVÁN MARTÍNEZ
Me lo advirtieron amigos chelistas y no hice caso: “si vas al Cervantino, no pierdas el tiempo y evita los recitales de Natalie Clein”. Pero lo hice y acudí pensando que se trataría de una cuestión de gustos, de afinidades con escuelas de ejecución o de un simple desencuentro estético. Supe tarde que aquello iba más allá: de las cinco entregas que van en el ciclo Beethoven que Jorge Volpi, su anterior director, ideó para presentar todo Beethoven en subsecuentes ediciones del Festival Internacional Cervantino, la de este año dedicada a la obra completa para violonchelo y piano fue la más precaria: en ideas, en técnica y en sonoridad.
La cita se programó en dos sesiones y fue durante el intermedio de la primera que decidí terminar ésa (ya estaba ahí) pero no regresar a la segunda. El sábado 12 de octubre al mediodía, escuché en el Templo de la Valenciana las sonatas números 4, en Do, y 5, en Re, del op. 102, y la no. 1, en Fa, del op. 5, además de las Variaciones sobre “Ein Mädchen oder Weibchen”, uno de los temas de Papageno en La Flauta mágica de Mozart.
Los problemas son muchos y no hay manera de esconderlos en diferencias estéticas: de entrada, con la pianista Marianna Shirinyan tienen un grave desbalance de volumen cuya naturaleza puede ser variada, pero nunca aceptada. El sonido de Clein es demasiado pequeño, sin proyección y opaco, y juntas decidieron mantener el piano con la tapa abierta en su totalidad (en la arquitectura de una iglesia: error de principiante y no de quien ostenta la trayectoria de ambas no ajustarse a cada lugar en que se toca) creando un falso efecto de pedal en el teclado y provocando un manto excesivo de éste sobre el violonchelo.
Musicalmente, los fraseos de la chelista no son consistentes ni dentro de un mismo movimiento, y al lado de los de la pianista ni siquiera siempre iguales. Si tan sólo su mano izquierda fuera clara, me hubiera permitido entrar en la idea nebulosa que mostró de esta música, pero –malamente por falta de solidez en su técnica o por trampa mañosa– había pasajes completos, sobre todo los de “muchas notas”, donde era prácticamente imposible escucharla.
Afortunadamente, el mal sabor de boca violonchelístico cambió esa noche, cuando en el Teatro Juárez la Orquesta Sinfónica de Israel Rishon LeZion acompañó a la joven Danielle Akta el Concierto para violonchelo en mi menor, op. 85, de Edward Elgar.
No se trató de una ejecución magistral ni mucho menos: fue de hecho, una interpretación contraria a lo que se esperaría idealmente de esta obra. Escuchamos una versión ligera, como se espera en la voz del violonchelo de una niña de 16 años, alejada del viaje profundo y desgarrador que estamos acostumbrados a hacer al escuchar interpretaciones referenciales como las legadas en disco por Jackie DuPré al lado de Barbirolli o Alisa Weilerstein con Barenboim.
Fue una interpretación correcta y clara, tocada con una técnica excepcional que brinda un sonido portentoso del que se escuchan todas las notas, aunque quizá su intérprete no haya asimilado aún para qué está cada una de ellas ahí. Pero es una promesa deslumbrante de la que hay que estar atentos.
A esta orquesta la vino dirigiendo Yeruham Scharovsky, quien luego de acompañar el Elgar con el mayor decoro, ofreció una Novena sinfonía de Dvórak suficientemente bien intencionada, de primera en la medida de una orquesta provinciana de posibilidades medianas: es una orquesta afinada y ordenada, que toca con disciplina y que puede ser flexible, que tiene un buen sonido pero que no es éste uno robusto; y que quizá no hubiera funcionado de la misma manera con una solista de mayor madurez emocional, pero que en este contexto no dejó nada a desear.
En el mismo recinto la noche siguiente, tocó el turno a la batuta de Roberto Beltrán Zavala para ofrecer igualmente un concierto de primer orden con un instrumento mediano: de diferentes debilidades, la orquesta de la que es titular, la Sinfónica de la Universidad de Guanajuato (OSUG).
Su programa fue también diseñado con la ambición de una adolescente tocando el Elgar, y por ello un reto imperdible de atestiguar: la suite de El mandarín milagroso, de Bartok, y el Concierto para orquesta de Lutoslawski. La OSUG tiene un sonido más robusto que el de la orquesta israelí, con más personalidad también, pero individualmente y por secciones (violines y trompetas, sobre todo) su ejecución está llena de imprecisiones que ensucian toda ejecución. Beltrán Zavala balancea esas basuritas con interpretación: aunque al final del Concierto me hiciera falta un dejo de autoritarismo en ella, en general sobresalió una lectura concentrada, interesada por el contenido y el discurso.
En un traspié de programación muy parecido al de la violonchelista Natalie Clein, la OSUG hubo de acompañar al centro del programa al flautista Mario Caroli en el estreno mexicano de la pieza “Sull’essere angeli”, de Franceso Filidei. Compositor sin discurso, pieza sin contenido, flautista sin técnica. Nadie tuvo el control de hacia dónde podía caminar la masa sonora que se fue creando primero en papel y luego en el escenario. Quizá hayan sido los quince minutos más anodinos que haya presenciado en diez años de cubrir este festival.
FOTO: La OSUG durante una de sus presentaciones en el Teatro Juárez de la ciudad de Guanajuato./ Claudia Reyes Ruiz.FIC
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