Mutación de las pantallas
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A diferencia de lo ocurrido en 1985, el seguimiento de los efectos de los terremotos que han sacudido al país este mes se ha vivido también, en buena medida, a través de teléfonos inteligentes, redes sociales virtuales y aplicaciones. Junto con este seguimiento viene también el examen y la reflexión: ¿eso que veo fue inevitable?, ¿existen responsables de lo que ahí se muestra?
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POR JEZREEL SALAZAR
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I. Después de varias horas el cuerpo está ya entumecido frente a la computadora, pero el jalón, impertinente e inapelable del sismo, me despabila. Enseguida, mientras ya tomo mi celular y busco la puerta, escucho la alerta sísmica. Bajo con velocidad los dos pisos que me separan de la calle, intentando anclarme a unas escaleras que se balancean como si estuviese sobre una lancha. El bamboleo, por más que lo haya percibido hace 32 años, no deja de sorprenderme: la constatación de que el concreto adquiere tal nivel de maleabilidad resulta irreal. Poco antes de alcanzar la banqueta, un golpe en el hombro contra el marco de la puerta termina de quitarme cualquier vestigio de sopor, pero no de estupefacción. Al letargo lo sustituye el rostro aturdido de los vecinos, el vaivén de los autos estacionados, el polvo que escupen dos altos edificios que chocan entre sí, apenas a quince metros de mí. Tomo el teléfono y mando el mismo mensaje por WhatsApp a mis contactos más cercanos: “Cómo estás. Dime que bien”. Nadie responde en lo inmediato, la red de datos no funciona y tampoco puedo hacer llamadas telefónicas. Son minutos de incertidumbre y temor en donde se magnifica la consciencia sobre el propio cuerpo y adquiere un halo de ilusión todo el rededor.
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Se ha detenido el temblor y no logro acceder a la página del Sismológico Nacional para saber la magnitud del mismo. Mientras consigo obtener alguna señal, camino por las calles aledañas y observo las heridas frescas en la geografía de una ciudad que no sé si ha terminado de retumbar: grupos de personas afuera de sus casas, muchas con teléfonos en las manos, buscando —como yo— signos de vida en una pantalla; edificaciones agrietadas; semáforos sin luz; terror contenido en las respiraciones o volcado en llanto. Hay algo de mosaico en todo esto, como si el fluir de la vida cotidiana sólo pudiera expresarse en cuadros, fragmentos de esa fractura que se ha vuelto el mundo real. Hago lo que otros: acaso por inercia, comienzo a tomar fotografías a los edificios con rajaduras. Recobro un poco de mi existir cuando otro hombre con casco me dice “ese edificio ya fue, mira la forma escalonada de esas grietas”. Es ingeniero de una de las varias construcciones de esta cuadra: “ve cómo escupe agua, la cagan, si estuviera bien hecho, esa filtración no estaría ahí”. A mi costado una señora se encuentra sentada junto a un poste, con la voz entrecortada balbucea algo incomprensible sin dejar de mirar el edificio roto que ya no habitará. Alguien la abraza y por primera vez percibo que me duele el hombro.
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A mi celular comienzan a entrar mensajes que mis ojos aliviados leen en un instante. Afuera del cristal líquido, mis oídos perciben otra realidad: escucho que un edificio se derrumbó a tres cuadras de donde me encuentro. No sin antes titubear, decido ir hacia allá. Escocia esquina Edimburgo, colonia Del Valle. La escena es pavorosa: decenas de personas levantan y arrojan cascajo intentando liberar a los posibles sobrevivientes que se encuentren debajo de la montaña de escombros. En un impulso, comienzo a transmitir a través de Facebook Live, una app que permite emisiones en vivo. Mientras observo cómo rápidamente se suman cada vez más personas, sobre todo jóvenes, a remover las ruinas, en la red social me piden datos de lo que ocurre y del sitio en que me encuentro. A diferencia de 1985 en que la información sobre los efectos del terremoto fue fluyendo a cuentagotas, esta vez es posible comprender la dimensión de la catástrofe de manera más inmediata, lo cual, quiero creer, puede hacer que la reacción generalizada sea aún más veloz. Pienso que otros seguramente están haciendo lo mismo que yo en otras latitudes de la urbe y que las imágenes se multiplicarán rápidamente y sin cesar.
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Llega una patrulla mientras el hambre de solidarizarse con las víctimas ha madurado ya, abandonando la espontaneidad y vislumbrando la organización. Alguien grita que es necesario comprar agua, unos vecinos traen palas y cubetas, llegan otras personas con dos carritos del Soriana que se encuentra a una cuadra, sobre Eugenia. De pronto me asalta una duda y me pregunto qué tan válido es transmitir estas imágenes que implican pérdida, sufrimiento, dolor. De haberse caído mi vivienda, ¿me habría gustado que en apenas minutos se emitiera en línea lo que quedó de ella?, ¿me habría dado esperanzas que tal transmisión convocara ayuda para quienes quedaron atrapados en su interior? Recuerdo algo escrito por Susan Sontag respecto al valor ético de las fotografías: si estamos expuestos a un creciente número de imágenes dolorosas, eso no conlleva necesariamente a una capacidad mayor para reflexionar sobre el sufrimiento de los demás. Una imagen puede del mismo modo invocar lo superfluo que reclamar nuestra atención; lo ideal es que nos lleve al examen del mundo y a ciertos cuestionamientos cruciales: ¿eso que veo fue inevitable?, ¿existen responsables de lo que se muestra ahí?, ¿observarlo me lleva a cuestionar el estado de cosas que acepto como normalidad?
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Los comentarios que emiten quienes observan las imágenes que transmito son de compasión, no de indignación moral. Un grupo se junta alrededor de un automóvil al que le han caído piedras y polvo. Han decidido moverlo para hacer una cadena humana. Escucho que otro edificio está derrumbado media cuadra más allá. Llegan personas de protección civil y ponen cintas amarillas para resguardar el área. Alguien me toca el hombro y reacciono instintivamente al dolor que cargo. “No se puede estar grabando”. Es uno de los policías que llegaron hace minutos. “También es importante documentar”. No está de acuerdo y me saca de ahí.
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II. Estoy de regreso en casa. Comienzo a levantar los vidrios rotos y el par de muebles que, descubro, cayeron a causa de las ondas telúricas. Nada significativo frente a la tragedia de otros. Además, tengo luz e internet. El terremoto inició a la 1:14 pm. Ahora, varias horas después, me entero que fue de 7.1 de magnitud. Busco más información y veo los efectos catárticos, azorados, solidarios… en las redes sociales. “Nunca había sentido en mi vida un temblor así de fuerte, creí que mi casa se caería”, “Tardé mucho tiempo en poder abrazar a mi hija”, “En la Condesa sentí horrible ver a unos viejitos cruzando la calle con dos maletas dirigiéndose no sé a dónde”. La era del testigo de la que habló Annette Wieviorka no sólo implica la explosión testimonial, sino su desvanecimiento instantáneo. Los palabras de múltiples testigos que habitan la red se pierden en la fugitiva velocidad de estados y tweets, con la probabilidad de desaparecer para siempre, a pesar de su capacidad para sintetizar emociones colectivas: “No me pasó nada, pero me duele absolutamente todo”, “Cada que salgo a la calle lloro un poquito pero quiero que esta pesadilla termine pronto para llorar un chingo”, “Qué cabrón: todos estamos haciendo lo que podemos, pero todos nos sentimos inútiles”. Por supuesto, además de una atmósfera afectiva, se transmite información y se lleva a cabo un registro de lo real. En cierto sentido, este periodismo ciudadano se ejerce, sí precariamente, se multiplica, sí inaprensiblemente; pero al final puede vislumbrarse el retrato heterogéneo del acontecimiento, a través de la vivencia súbita de personas comunes y corrientes, afectados por la singular sorpresa de que el asombro todavía los contiene.
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Por supuesto, asoma quien presume su falta de empatía ante el desastre (“Debería darme tristeza el sismo del DF, pero no”, escribe en Twitter un músico norteño). Y también hay quien publica selfies en Instagram entregando víveres, porque eso sí, alimentar la propia imagen, en momentos como éste, es prioridad. En cualquier caso, las fotografías protagónicas son desplazadas rápidamente por otro tipo de contenidos. Acaso se debe a que el carácter funesto y social del evento arranca a muchos de su egocentrismo habitual y, si hubo quien los intenta, no fructifican los memes. Son sustituidos por información, aunque no siempre precisa. “Urge ayuda: faltan manos y víveres en Xochimilco.” Con el paso de las horas, el mensaje se reproduce en el mundo virtual hasta el cansancio. A las nueve de la noche alguien lo mira por vez primera y decide ir a ayudar, cuando desde seis horas antes, el Periférico está atascado por la innumerable movilización de vehículos, víveres y brigadistas dispuestos a llegar a la zona.
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Así como las redes, en un inicio, potencian el desorden, también posibilitan la organización. A los pasos físicos, los acompañan sus reproducciones espectrales en la red: tweets, hashtags, grupos de Facebook, apps destinadas a comunicarse en tiempo real. Pienso en los ingenieros que a través del Hashtag #RevisaMiGrieta hacen valoraciones veloces a partir de fotografías que les envían de los miles de inmuebles que han sido afectados por la marea destructiva del temblor. También aparecen muchas páginas y plataformas construidas colectivamente que concentran y actualizan información sobre centros de acopio, donativos, brigadas urgentes, hospitales, albergues, listas de personas desaparecidas… Y surgen, por otra parte, colectivos como @brigadasculturalesmx o la Brigada feminista, que se forman de manera independiente y veloz, para realizar distintas acciones en solidaridad con las víctimas y mantienen una conexión constante entre lo que observan en las calles y lo que producen las nuevas tecnologías.
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En las horas posteriores al terremoto, es claro que el movimiento sísmico no sólo logra impulsar la recuperación de unas calles que en los últimos años se hallaban secuestradas por la violencia y la impunidad; también resignifica la experiencia y los usos de la interacción digital. Al activismo con cubrebocas, cascos y palas, lo acompaña el activismo con celulares, pantallas y programas. Surgen en cuestión de horas un sinnúmero de espacios y mecanismos a través de los cuales la sociedad comienza a conectarse y a recuperar el poder de decir y hacer. Los grupos de WhatsApp que antes se destinaban a cuestiones laborales o de amistad, pronto se vuelven medios de intercambio de información, solicitudes de ayuda con ímpetu de intervenir y auxiliar.
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Una herramienta destaca entre todas y comienza a ser usada de manera cada vez más amplia. Lo que Facebook, Periscope o Twitter no logran, Zello lo consigue de mejor modo: información veraz y colaboración efectiva. Se trata de un walkie talkie que funciona en línea, sin limitación de distancia y con posibilidad de generar múltiples canales. “Tengo una clínica en Atizapan, contamos con insulina, gasas e inyecciones, pero necesitamos saber dónde se requieren y quién pueda transportarlas”. “Tenemos exceso de comida preparada en el acopio de la Cibeles; necesitamos moverla a otro lugar en donde sí se necesite”. “Estoy cargando una pick-up con polines para reforzar edificios afectados, contáctenme pasa saber a dónde los llevo. Mi celular es…” Poco a poco surgen coordinadores digitales que permiten conectar necesidades y demandas: “Motociclistas que se ofrecieron en Ciudad Satélite: vayan a clínica de Atizapan a recoger insulina y llévenla a Chimalpopoca. Pueden recogerlos con el señor…” La avalancha de intercambios resulta descomunal.
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Los heroísmos del día se producen en muchos casos desde el anonimato. El que forma parte de una valla humana o el que manda mensajes en la red, no tiene claro los nombres o las historias de aquellos con los que convive, pero difícilmente olvidará que participó con otros de estos hechos. La invisibilidad del yo produce, como hace tiempo no lo hacía, acción colectiva. Y constata que la sociedad rebasa por mucho el quehacer lento, atrofiado e insuficiente de las autoridades y sus burocracias. Basta comparar las plataformas oficiales frente a las que surgen por la iniciativa de miles de jóvenes, para vislumbrar cuáles tienen como función permitir que la sociedad se comunique y cuáles sólo buscan legitimar la (in)acción gubernamental.
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III. A partir de un cierto punto, las verdades se hacen añicos y ciertos deseos adquieren realidad. En un rincón de la colonia Roma, debajo de los escombros de un edificio de seis pisos, un joven escribe mensajes de texto a amigos y familiares. “Estoy atrapado cerca de la escalera de emergencia”. Gracias a eso, tras horas de angustia, Óscar logra ser rescatado. En medio de los pequeños triunfos de una sociedad que decide hacer uso creativo de las nuevas tecnologías, se viven momentos de euforia civil, pero también desencantos notables: el número de muertos aumenta y los esfuerzos colectivos son obstaculizados por la lógica institucional de la opacidad y su intento por concluir precipitadamente los trabajos de rescate. Conforme pasan las horas, se refuerza el rumor de que la maquinaria pesada entrará a remover los restos de las edificaciones caídas. El reino de los cuchicheos aparece y opera entonces la lógica del complot: cuando no hay transparencia discursiva, la sociedad tiende a identificar lo no dicho con creencias previas: las instituciones no son confiables, traman algo en contra nuestro. Y a veces, eso es real. ¿No sería factible que se aceleren las decisiones por miedo a que, ya harta de la corrupción y de la ineptitud políticas, una multitud sea capaz de organizarse? En todo caso, se refuerza la sensación de que la autoridad está al margen y que opera con una lógica distinta a la de la sociedad. Quiero creer que un fenómeno es cierto: al final las redes han dejado de ser, al menos por unos días, simulación de una realidad expropiada o espacio para la trivialidad. Se han convertido en otra cosa: el lugar donde la verdad se hace añicos y ciertos deseos adquieren realidad. A partir de un cierto punto: 1:14 pm.
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IV. A esta hora y de otros modos, la ciudad sigue moviéndose.
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FOTO: Jóvenes consternados por el terremoto del pasado 19 de septiembre en la Ciudad de México. /Alejandra Leyva /EL UNIVERSAL
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