“Nadie sobrevive en silencio”

Sep 24 • Conexiones, destacamos, principales • 13044 Views • No hay comentarios en “Nadie sobrevive en silencio”

POR GENEY BELTRÁN FÉLIX

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Necesitamos historias para soportar la realidad. Si nos pasa algo excepcional, lo primero que queremos es contarlo. Si estamos en un cataclismo, tratamos de explicarnos nuestra supervivencia a través de una historia. Nadie sobrevive en silencio. Un cuento surge de este impulso de lo que puede ser dicho en una sentada, en una conversación de cantina en la antesala del médico, en un funeral… Ese desahogo esencial es el sustrato básico del cuento. Eso seguirá existiendo siempre. Es, digamos, la necesidad natural de expresarnos a través de historias”.

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La primera pregunta que le hice a Juan Villoro fue: “¿tiene futuro el cuento?” Nos hallábamos, un miércoles de principios de julio pasado, ante un público de jóvenes lectores en el Centro Cultural Elena Garro, en la calle Fernández Leal de Coyoacán, al sur de la Ciudad de México. La charla formó parte del ciclo “El cuento y sus alrededores”, en que varios de los más notables practicantes mexicanos actuales del difícil género de Boccacio y Chéjov fueron invitados a una conversación sobre sus ideas y experiencia en este campo. Luego de publicar a lo largo de tres décadas y media de existencia literaria cinco recopilaciones de ficción breve: La noche navegable (1980), Albercas (1985), La casa pierde (1999), Los culpables (2007) y El apocalipsis (todo incluido) (2014), Juan Villoro es reconocido como el autor de una obra sólida y aplaudida en el género. Además, es uno de los ensayistas que con mayor consistencia y audacia ha reflexionado en torno a los caminos de la creación y la tradición de las letras. Estos simples datos habían despertado entre los asistentes a las sesiones previas del ciclo un interés y una expectativa que, elocuente y profundo en sus argumentos, Juan Villoro no se permitió decepcionar en ningún momento.

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La pregunta sobre el futuro del cuento tenía como trasfondo la contraria ventura que enfrenta el género ante el desdén de las editoriales y los estreñidos espacios que le confieren los estantes de las librerías. “Efectivamente, hoy en día es complicado publicar cuentos. Me pregunto qué pasaría si un joven escritor llegara a la editorial más exitosa hoy en día con un libro de cuentos sin haber publicado antes otra obra. Difícilmente se lo publicarían”.

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Le piden una novela”, conjeturo.

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Exacto, llegas con un tomos de cuentos y el dictamen es: ‘Trae una novela’. El problema de fondo no es la necesidad humana de contar historias, sino la percepción editorial tan negativa que se tiene del género, lo cual es una lástima porque en México hay muy buenos cuentistas que continuamente nos demuestran que no solamente se trata de un género exigente, sino que además podría tener muy buena circulación entre los lectores”.

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Esto lleva a Villoro a rememorar sus inicios en la esfera literaria que, por supuesto, se dieron en la distancia breve. “Cuando yo empecé a escribir, sólo hacía cuentos. Conocí por ese entonces a Gustavo Sáinz, un autor que se interesaba mucho por los temas de la circulación de la literatura y la publicidad. Él me dijo: ‘Si sólo escribes cuento estás fregado, porque las posibilidades mercadotécnicas de la literatura están en la novela’. Me pareció raro que alguien mencionara ‘las posibilidades mercadotécnicas de la literatura’, pues yo jamás había pensado que la escritura pudiera tener una repercusión económica. Mi única obra era un volumen de cuentos, La noche navegable, que había salido luego de esperar cuatro años; esos eran los tiempos de Joaquín Mortiz. Publicar ahí era como debutar en el Barcelona o en el Real Madrid. De pronto, cuatro años después de que llevé el manuscrito, un día que tembló, el 24 de octubre de 1980, me habló Joaquín Díez-Canedo. Me anunció: ‘A consecuencia del temblor, salió su libro’. Yo estaba feliz. Pero un amigo me preguntó: ‘Oye, ¿no te van a pagar nada? Tienes que ser profesional, pide dinero’. Yo respondí: ‘En ese caso, no me van a publicar ya nunca nada más’. Don Joaquín me invitó a comer. Le gustaba ir a un restaurante español, de esos de cinco platos en el menú. Ya como para el tercer o cuarto plato, yo, verdaderamente sedado por el chorizo y la fabada, me atreví a decirle: ‘Don Joaquín, ¿no habrá un pago por todo esto?’ Y en ese momento, como llamado por el destino, entró un vendedor de lotería al restaurante y don Joaquín le compró un entero. Me dijo: ‘Tome esto; si usted recibe esto tiene muchísimas más posibilidades de ganar dinero que con lo que escribe. Dese por bien pagado’”.

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Juan Villoro ha dedicado líneas muy agradecidas a sus mentores literarios. El primero de ellos fue el escritor ecuatoriano Miguel Donoso Pareja, fallecido en marzo del año anterior. Tenía la inquietud de preguntarle qué tanto, a partir de su experiencia, sería determinante para un joven cuentista participar en la dinámica de los talleres de escritura.

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Miguel Donoso Pareja era un hombre muy carismático. Llegó a México como refugiado político. Había trabajado en barcos mercantes; era un gran aventurero, cosa que para mí fue muy llamativa pues vengo de un mundo más universitario, por mis padres, y la gente que se dedicaba a tareas intelectuales me parecía aburrida y sumamente pedante, muy relacionada con abstracciones que se me volvían incomprensibles. A los quince años la literatura me parecía algo muy vitalista. Me interesaba la escritura cercana a la experiencia directa; estaba cautivado por esa posibilidad. Conocer a Miguel Donoso Pareja fue fascinante, pues era un intelectual sin parecerlo. Tenía una sabiduría extraordinaria para entender a los personajes desde distintas zonas de la vida. Su repertorio vital era muy rico. Llegué a los quince años a su taller y me tomó en serio. Yo había escrito un relato, pero para parecer prolífico dije que dos; es muy ridículo llegar a un taller con un solo cuento, pensé. Él me pidió llevar ambos. Entonces yo escribí a toda carrera en una semana un segundo relato. El primero que había escrito le pareció aceptable; el segundo le dio la impresión de ser muy anterior. Era un texto que yo escribí con la intención de salvar a todos los mineros del mundo de sus sufrimientos. Era un cuento ridículo escrito por un jovencito que lo más próximo que había estado de una mina era haber cruzado un paso a desnivel. Lo que me parece muy significativo de un taller como el de Miguel Donoso Pareja es que él nunca intentó imponer un estilo en particular, si no que a cada uno nos buscaba un registro propio y nos aportaba lecturas en función de ese registro. Eso te ahorraba muchos pasos que ibas haciendo por simple ensayo y error. Por ejemplo, el tema de la política; yo no sabía que se podía ser panfletario. O el trabajo con el lenguaje, los materiales, la estructura, lo que es literariamente poético y lo que es un adorno innecesario; esa sutil diferencia entre el lenguaje pretencioso y el lenguaje creativo. O cómo alcanzar la espontaneidad, que me interesaba mucho porque estaba escribiendo sobre asuntos juveniles, el único mundo que más o menos conocía (después de los mineros)… Me importaba mucho expresar eso con espontaneidad, pero no hay nada más artificial que la espontaneidad literaria, una construcción. Es el gran hallazgo que encontramos en los diálogos de Rulfo. Nunca un campesino mexicano habla como uno de sus personajes. Una cosa es trascribir como se habla en la calle y otra cosa es recrearlo con eficacia literaria. Aunque el taller también crea algunas taras. Te acostumbras a que si no estás muy seguro de lo que estás haciendo empiezas a jugar, por ensayo y error, a ver si funciona. Es como si te lastimas de una pierna y te recetan muletas, y luego sanas pero sigues usando muletas. Así, Donoso notó que eso me estaba pasando y me echó del taller: ‘Si sigues aquí te vas a enviciar’”.

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Prolífico y con una notable curiosidad creativa en su escritura, Juan Villoro también ha practicado con fortuna crítica y de lectores otros géneros. Así, en la novela ha entregado cuatro títulos —más una nouvelle—, desde que dio a las prensas El disparo de argón en 1991. Le pregunto de cómo discierne qué historias y asuntos pueden llevarlo más a escribir un cuento antes que una novela. A pesar de que sus relatos se pueden leer de una sentada, muchos parecerían tener un cierto parentesco con la novela, porque narran los hitos de una vida de una persona a lo largo de muchos años, en un tono menos cercano a Carver y más a John Cheever. Por ejemplo, en El apocalipsis (todo incluido), “La jaula del mundo” recupera varias estancias en el pasado de un dramaturgo que tuvo en su juventud una intensa amistad con un actor que, luego de abandonar el teatro, se dedicó a la política. Se trata de un texto que, con un mayor desarrollo, podría, especulo, haberse convertido en una novela. ¿Cómo se da este fenómeno de discernimiento entre dos géneros tan particularizados en su labor literaria?

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No siempre estás seguro cómo discernir esto, pero el núcleo de un cuento tiene una alta dosis de conversación, como si fuera una fotografía que pide ser interpretada. Me gustan mucho las fotografías que tienen un elemento narrativo. ¿En qué momento la gente entró a la fotografía y qué va a pasar después de la fotografía? En uno de los cuentos de La casa pierde, dos hombres juegan a la baraja, y apuestan fuerte. A un lado hay una mujer durmiendo (parece la mujer de uno de ellos). Yo me pregunté: ¿podrían estar apostando algo que tuviera que ver con lo que está soñando la mujer? Para mí eso se convirtió en un enigma. Un hombre está apostando de tal manera que se atreve a apostar el sueño de su mujer. Una novela no tiene un núcleo único. Tiene muchos flecos posibles, historias paralelas… El tipo de cuentos que yo escribo sí amerita un largo desarrollo del tiempo en el personaje. Va a pasar muchos años para que se llegue a un desenlace. Pienso en ‘El perseguidor’ de Cortázar, que tiene una estructura de novela comprimida. Creo que la diferencia es que en los cuentos todo gira en torno a un asunto central, y en la novela la historia tiende a centrifugarse y repartirse en anécdotas paralelas…”

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En los cuentos de Villoro, hay instantes fundamentales que hacen a los personajes volver al pasado y revisitar las escalas que los han traído a su condición presente, en un ejercicio de compresión narrativa, y de gran elasticidad en el manejo del tiempo. Esto nos lleva a hablar sobre un texto en particular, “Campeón ligero”, de La casa pierde.

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Me ha interesado mucho el mundo del boxeo”, abunda Villoro. “Uno de sus enigmas es por qué alguien quiere que le peguen. Este es el caso del ‘fajador’, un tipo de boxeador que asimila muchos golpes. Yo me pregunté qué hace que una persona acepte ser este tipo de boxeador. Pensé que acepta golpes porque cree que cometió un asesinato y esta culpa es purgada en el cuadrilátero. El cuento consiste en averiguar cuál era ese asesinato, no necesariamente real, y qué pasaría si se enterara de que es inocente. Es una persona que está expiando su dolor bajo las ardientes luces de la arena. Quizá descubrir la verdad destruiría su vida, porque hay vidas que se sostienen, equivocada pero ineficientemente, en la culpa. Para mí eso es un cuento porque es una escena de conversación que tiene que ser resuelta; sin embargo, hay que resolver muchas cosas, volver al pasado y luego el desenlace posible: ¿qué hace un hombre que se descubre inocente cuando todo se lo debe a la culpa? Si un cuento gana, según Cortázar, por nocaut, para mí el nocaut es esa escena de condensación, esa fotografía donde todo está, y ahí es donde se justifica el relato”.

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FOTO: Juan Villoro ingresó a El Colegio Nacional el 25 de febrero de 2014. Su libro de cuentos más reciente es El apocalipsis (todo incluido). / Alejandra Leyva. EL UNIVERSAL

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