Nahui versus Atl

Ene 16 • destacamos, Ficciones, principales • 11848 Views • No hay comentarios en Nahui versus Atl

 

A punto de llegar a las mesas de novedades, la novela Nahui versus Atl, de Alain-Paul Mallard, recrea con carácter literario los amores entre el pintor y la artista, profundizando en los enigmas que envuelven su biografía. Con autorización de la editorial, reproducimos aquí tres capítulos.

 

POR ALAIN-PAUL MALLARD

 

105 Espejito, espejito mágico

Polvos de arroz, colorete, Nahui se maquilla cuidadosamente ante el espejo de tocador.

 

Se examina. Restira hacia atrás, colocándose dos dedos en cada pómulo, la piel de su rostro. Alza levemente el mentón.

 

Prolonga con rímel sus pestañas. Ensaya diversas miradas, sonrisas, ángulos.

 

–¿Quién es, de todas las damas de este pinche rancho, la más hermosa? –le pregunta al espejo. –C’est toi, Nahui. C’est toi la plus belle –responde sin titubear el reflejo.

 

Nahui se levanta. Se viste y acicala. Se prueba un vestido de charmeuse, negro, elegante, atrevidísimo: le deja las espaldas desnudas hasta la curva lumbar.

 

La luna de cuerpo entero le devuelve unos hombros tersos y hermosos, una piel exquisita.

A

M

106 Hasta el húngaro

−Pues sí enseña bastantito, licenciado… –susurra un señor a otro.

 

–¿Que no le dije? ¡Suerte que tiene el gordinflas del Garduño! ¿Ya vio esas de la playa? –indica el segundo, con un gesto de cabeza, la pared opuesta–. ¡Hasta el húngaro enseña!

 

Grises, trajeados señores de distintas trazas y edades atestan el salón del estrecho departamento en los tejados. Por los muros, una veintena de fotografías de Nahui: amanerados desnudos de estética simbolista. En corrillos, los caballeros elogian las osadas imágenes, la singular belleza de la modelo y anfitriona.

 

Un grupo de tres, ante distintas fotos:

 

–Esto sí que es mi tipo de arte. Esto sí que es bello, y no los monotes esos de indios que Rivera y compinches nos atiborran con embudo longanicero.

 

–Mire nomás esos chamorritos, compadre. ¡Y qué tobillos más delicados! Es una vestal.

 

–Una venus, querrás decir.

 

–¡Eso! Una deidad pagana.

 

–… Y casquivana.

 

Ríen. Todos menos uno.

 

–¿Lo dices en serio? –pregunta éste.

 

–Pues si no, no veo cómo… –arguye el otro señalando la atrevida imagen sobre el muro, la modelo de espaldas, desnuda, espiando maliciosa por encima del hombro.

 

–¡Esos hoyuelos en las posaderas! ¡Se me enchina el cuero!

 

–Mientras no se le encuere el chino, compadre…

 

Risotadas.

 

–Pues lo dirás de broma, Lupercio, pero dicen que es de cuidado: una leona.

 

–A ver, a ver, mitotero, cita tus fuentes; dicen, dicen. ¿Quién es tu «dicen»?

 

–Fuente confiabilísima: don Victoriano Salado Álvarez, nada menos. Una vez le tocó asistir a tremenda gritoniza con el timador del Atl. ¡Nadie sabía dónde meterse!

 

Mirando por encima de sus interlocutores uno de ellos llama la atención de sus amigos:

 

–Aún mejor en carne y hueso, caballeros…

 

Ambos se viran.

 

Insinuante, Nahui, lleva la espalda descubierta. Finísimos tirantes negros seccionan la dulce curva de sus hombros.

 

La siguen con la mirada. Es la única mujer presente. Evoluciona con soltura entre varones melifluos que le besan la mano, que la toman pegosteosos del antebrazo y tardan en soltarla, que le rozan las espaldas desnudas o, con lujuria apenas disimulada, buscan en vano en sus inmensos ojos.

 

Un señor se acerca a ella, le pide la mano y la conduce ante un desnudo.

 

–Platíqueme de esta foto… Son audaces. ¿Cómo puede usted permitirse tales osadías? –pregunta obsequioso.

 

Nahui se suelta y habla para que la escuchen.

 

–Mi cuerpo es una obra de arte, caballero. ¿Por qué privar a los hombres del privilegio de admirarlo?

 

Más hombres se acercan.

 

–¿Y sabe cuánto me importa lo que opinen los pazguatos? ¡Cerocerito-cero! –agrega sin darle tiempo a responder–. ¡Nada!

 

Nahui suelta una carcajada. Los licenciados en torno suyo ríen con ella.

 

Algo apartado, un joven copetudo sigue la escena.

 

Nahui señala un par de imágenes:

 

–Aquellas otras dos, en las que juego con las olas, las hicimos a la orilla del mar. En las playas de Nautla. ¡Ninguna sensación se equipara con la de entrar desnuda en el mar! Pronto pienso dar a la prensa el divertido relato de nuestras aventuras.

 

Nahui se da la media vuelta, se zafa del grupo que la rodea y se dirige hacia el fondo de la pieza.

 

El muchacho la intercepta sonriente. Lleva un vistoso copete engominado y el bigotito recortado de un dandy. La toma por la mano y la mira a los ojos, muy de cerca.

 

–Una beldad como usted debería aparecer en las revistas. ¡Irse a Hollywood! ¡Sería una diva de la pantalla!

 

Nahui le sostiene la mirada. Los ojos del joven son negros, muy negros.

 

–¿Así lo cree? –pregunta halagada.

 

–Es su destino natural…

 

–¿Y qué me prueba que es usted sincero?

 

–Nada, es verdad, pero lo leo en sus ojos, en tinta aguamarina.

 

Nahui se suelta y, con la palma de la mano, da al joven un ligero golpe en la frente:

 

–Niñito mentiroso –suelta Nahui.

 

Prosigue su camino. Dos pasos más tarde se vuelve:

 

–¿Y usted es…?

 

–Matías Santoyo, para servirle, para cumplir todos sus deseos. Soy humorista gráfico.

 

–Ajá, humorista…

 

Nahui asiente, regala al joven media sonrisa.

 

–Le voy a decir lo que es usted: usted no es más que un mozalbete que presume de lindo y de enamorado.

 

Se aleja, ondulante, hacia otros invitados.

 

Santoyo la mira irse. La observa en su trato con los trajeados caballeros que le doblan la edad. Cual presa de ebriedad, Nahui rebota con ligereza de un hombre a otro, riendo siempre, sin dejarse apresar, sin negarse a nadie.

 

 

107 Perder el alma

Desnuda, tendida en el piso de loseta, Nahui modela ante Charlot. A un costado suyo, en una mancha de sol, un gatito negro se acicala a lengüetazos.

 

–No sabes, Juanito, lo bien que me sienta ser libre. Li-bre. Me sacudí a Atl como antes me sacudí a Manuel. ¡A cual más egoísta! Manuel, un marica engreído y soberbio. Un trepador. Y el otro, un macho autoritario, terco como una mula, violento y corajudo, siempre muina tras muina y maroma tras maroma. ¡Pero ya verá!

 

Charlot, en un sillón muy bajo, la gran carpeta de apuntes inclinada sobre las rodillas, dibuja a Nahui a la sanguina:

 

–¿Y ahora sí ya sabes de qué vas a vivir? T’as des idées?

 

Nahui estira el brazo y alcanza al gato. Se lo pone en el terso vientre.

 

–¡Ni se te ocurra rasguñarme! –le dice.

 

Lo mima, lo besa, mira en lo profundo de sus ojos.

 

–Ya inventaré algo. Un amigo nuevo, no lo conoces, me propone que vayamos a Hollywood. Tiene contactos. Las fotos de Garduño pueden abrirme las puertas de la Metro. Alors oui, mon cher Charlot: Nahui Olin, vedette de cinéma…

 

–Platica con Tina; ella te puede aconsejar. Estuvo en Hollywood. Según me contó, es un mundo en que una persona no vale gran cosa…

 

–¡Tina! ¡Ufff! Seguro va a sermonearme en me prenant du haut. Como tú. ¡Tan pura, ella! –agrega Nahui con sorna–. En el fondo nunca me ha tenido buena voluntad. Las mujeres no me quieren, ¡son peores que los hombres! Valen más los mininos, ¿no es así, Menelik? –pregunta al gato–. ¿Verdad, Mene, que tú nunca me juzgas?

 

–Te equivocas, Nahui; Tina te tiene aprecio. Si acaso le das un poco de miedo. Todos te quieren, Nahui. Te ven como un ser aparte. –¡No me toman en serio! ¡Están demasiado ocupados siendo genios!

 

–La humildad no es una virtud que distinga a los artistas, n’est ce pas? Mira alrededor de ti: Atl, Diego, el mismo Edward…

 

–¡Un hato de tontos! ¡Ni a cuál irle! Todos siempre compitiendo… Pero más porque son hombres que porque sean artistas.

 

–Quizá. Puede ser.

 

Charlot continúa dibujándola, sus ojos van y vienen del cuerpo de Nahui a las curvas suaves en el papel. Nahui, tendida, mira al techo.

 

–El orgullo, Nahui, los celos, la avaricia, la maldad, cualidades bastante odiosas… Eso es lo que obliga al artista a elaborar y renovar y destruir su obra hasta que haya… logrado algo que gratifique su vanidad. Su ambición. Nunca un artista, malo o bueno; ça, c’est une toute autre question, te va a amar por encima de su propia obra.

 

–¡Eso! ¡Eso le dijo Atl a un reporterito! ¡En público! ¿Te imaginas?

 

–Me platicaste, sí.

 

–Fue de lo más humillante. ¡Cuando habíamos ido, según esto, a que yo presentara mi sonata!

 

–Los artistas son así, Nahui. Un artista difícilmente te va a amar por encima de sí mismo… Así es como aportan algo al mundo. No siendo nobles. O generosos. Puede que pierdan el alma en el camino.

 

Nahui se vuelve a mirarlo:

 

–¿Pero qué? ¿Me hablas de Atl o qué? ¡Parece que lo estás justificando!

 

–Trato de pensar en términos generales –aclara Charlot sin dejar de dibujar.

 

–¡Pero si no hace otra cosa que mentir! ¡Me engaña con la primera suripanta que le pasa enfrente!

 

–Hay gente así. Viven para sus conquistas. Los sentimientos profundos les son completamente extranjeros. Tienen como una…

 

Nahui se vuelve a mirarlo. Charlot levanta del papel la barrita de sanguina y se dirige a Nahui, mirándola:

 

–… Como una cojera en los sentimientos que les hace tener miedo. Y le toman odio al amor. Se entregan, pero en realidad no se entregan a nadie. Se entregan solo para tomar.

 

–¡Bueno, bueno, bueno! –se indigna Nahui, creyéndose aludida–. ¡Así como si nada el señorito Charlot pasó de monaguillo a predicador!

 

Nahui se incorpora y se acerca a Charlot para mirar el dibujo:

 

–A ver, muéstrame.

 

Charlot le presenta el dibujo.

 

Un hermoso cuerpo yaciente, elongado, con singular pureza de línea.

 

–¡Pero estoy horrorosa! ¡Me hiciste horrorosa! ¿Y esas lonjas? ¡Yo no soy tan gorda! No te olvides, Juanito –añade, el tono ya más juguetón–, de que soy profesora de dibujo…

 

Nahui posa la mano en la cabeza de Charlot y comienza a revolverle el cabello. Pretende iniciar, entre los dos, un juego:

 

–¿Y cómo te atreves tú, niñito malcriado, a dar lecciones?

 

Se planta ante Charlot, el sedoso pubis a nivel con los ojos del joven.

 

–Opinas muy sesudo y profundo sobre la naturaleza humana, y a tu edad sigues pegado a tu madrecita. Virgen.

 

Pretende quitarle las gafas de alambre. Charlot le aparta, con tacto, la mano:

 

–Por decisión propia, tu le sais bien.

 

Nahui insiste, acercándose más. Charlot la detiene, firme. Deja el cuaderno a un lado y se pone de pie. Su traje negro luce gastado y pobre. Se miran frente a frente, un instante.

 

–¿Sabes? Deberías cambiarte de nombre. Con esos trapos arrugados que te pones haces pensar en Charlot el vagabundo. Nomás te faltan el bombín y el bigotito.

 

–Más vale que me vaya –Charlot le saca la vuelta. Se aleja.

 

Se escucha el pestillo, la puerta. Nahui se queda sola en su casa. Toma del respaldo de una silla un batín japonés y se lo echa en hombros.

 

Se sienta. Contempla pensativa, largamente, un lienzo de Atl en el caballete: un tosco farallón que cae a pique, el blanco trazo vertical de un salto de agua.

 

El gato viene a frotarse contra sus piernas. Lo recoge.

 

–Pobre Juanito. Se hinca a rezar y cree que habla con Dios…

 

Mira en los ojos del felino.

 

–Nadie, Menelik, nadie –lo alecciona–, nadie le dice a Nahui Olin cómo debe vivir. Si queremos vivir al buen tuntún, viviremos al buen tuntún.

 

 

*FOTO: Nahui Olin, cuyo nombre real era Carmen Mondragón, retratada por el pintor y paisajista mexicano Gerardo Murillo, conocido como Dr. Atl/Especial.

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