Natalia Beristain: lecciones de soledad
POR MAURICIO MONTIEL FIGUEIRASEn la última década el cine mexicano ha experimentado una verdadera y muy necesaria revitalización en el campo de la ficción gracias a una nueva camada de directores empeñados en volver a explorar a fondo el difícil arte de contar historias.
Cintas como Japón (Carlos Reygadas, 2002), Sangre (Amat Escalante, 2005), Más que a nada en el mundo (Andrés León Becker y Javier Solar, 2006), Daniel & Ana (Michel Franco, 2009), Bala mordida (Diego Muñoz, 2009), Año bisiesto (Michael Rowe, 2010), Días de gracia (Everardo Gout, 2011) y El lenguaje de los machetes (Kyzza Terrazas, 2011), entre otras, han marcado el debut de narradores capaces en el terreno del largometraje; el común denominador —a excepción de Bala mordida y Días de gracia, que optan por la radiografía puntual de la violencia que sacude a nuestro país— es el regreso a los relatos de bordes intimistas, sencillos pero no simples, que se internan en la compleja red de los vínculos humanos.
A esta lista sustanciosa, reconocida con distintos galardones dentro y fuera de México —Reygadas y Escalante, por ejemplo, cosecharon el premio al mejor director en el Festival de Cannes en 2012 y 2013—, se suma ahora Natalia Beristain, cuya ópera prima No quiero dormir sola (2012) resultó elegida como mejor largometraje de ficción en el Festival Internacional de Cine de Morelia y el Festival de Cine Mexicano en Durango.
Curtida desde pequeña en el ámbito fílmico, ya que es hija de dos actores notables, Beristain (Ciudad de México, 1981) comenzó su carrera tras la cámara con Peces plátano (2006) y Pentimento (2009), cortometrajes que evidencian un interés por la literatura y el teatro. (El primero se inspira en “Un día perfecto para el pez plátano”, cuento clásico de J. D. Salinger.) No es gratuito, por ende, que en No quiero dormir sola se haga referencia a Antón Chéjov y específicamente a Tío Vania, obra centrada en el deterioro físico y psíquico que arroja una sombra benéfica sobre el guión a cargo de Beristain y Gabriela Vidal.
Siguiendo los pasos de Ingmar Bergman y John Cassavetes, expertos en captar el desamparo y la incomunicación, No quiero dormir sola toma impulso chejoviano para trazar las soledades primero paralelas, luego perpendiculares y por fin complementarias de Dolores (una estupenda Adriana Roel), ex actriz alcohólica y aquejada de demencia senil, y su nieta Amanda (Mariana Gajá), fotógrafa en permanente búsqueda de compañía masculina.
Distante y hasta fría en un principio, la relación entre las dos mujeres empieza a estrecharse y a ganar calor por un incidente que certifica la frágil salud mental de Dolores y detona el choque entre vejez y juventud que funge como uno de los motores de la trama. La emotiva transformación del choque en aprendizaje y coexistencia es el logro mayor de esta película que aborda con delicadeza y sin patetismo excesivo la rutina en los hogares para ancianos, enclaves que suelen exudar un aura de penitencia antes que de reposo.
El asilo donde Dolores es internada a instancias de su hijo, el padre de Amanda —un actor que encarna el abandono del hombre—, termina siendo el lugar donde florece, de modo harto simbólico, el contacto entre abuela y nieta; las secuencias en la piscina y en las duchas, un bello despliegue de contrastes corporales subrayados por el paso del tiempo, hacen hincapié en el agua como elemento primordialmente femenino, sustancia vital en la que Amanda se hunde durante el conmovedor desenlace del filme mientras viste un traje de baño de Dolores. Unidas por sus diferencias de edad y carácter, las protagonistas de Natalia Beristain dan una lección memorable: convivir con la soledad es parte fundamental de nuestra experiencia.
FOTOGRAFÌA: Fotograma de la cinta No quiero dormir sola.
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