Nathan Silver y la vulneración tóxica
POR JORGE AYALA BLANCO
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En Maldito cielo (Stinking Heaven, EU, 2015), shocking quinto largometraje del independiente neoyorquino anticomercial a rabiar de 31 años Nathan Silver (de El invidente 09 a Términos inciertos 14), con guión suyo y del coproductor Jack Dunphy, el psicólogo medio lúcido caritativo medio guapo aprovechado Jim (Keith Poulson) dirige en Possaic, New Jersey, hacia 1990, una comuna-casa-clínica de su propiedad para una decena patética de adictos en recuperación, tan benéfica cuan estricta, cuya primera regla ordena nunca introducir drogas ni bebidas con alcohol, y donde, de entrada, contraen alegre matrimonio sin mucho futuro la treintona en apariencia limpia Betty (Eléonore Hendricks) y el dañado cocainómano ruco en apariencia redimido Kevin (Henri Douvry), padre de la frágil adolescente asimismo desintoxicada Courtney (Tallie Medel) que lo acompaña en esa claustración, a la que, de pronto, ingresará también la desalmada pelirroja intrigante Ann (Hannah Gross), examante lésbica de la bisexual Betty, bajo el pretexto de someterse a los rigores de las terapias grupales de vida completa, pero en realidad con toda la intención de participar lo menos posible en ellas, aunque sea castigada de continuo con el aseo de los mingitorios, pues su propósito subrepticio es la reconquista de su inolvidable pareja sentimental, quien no tardará en salir huyendo del lugar, poniendo en crisis irrecuperable tanto a su demencial marido Kevin como a la comuna en conjunto, cuyos miembros verán al infeliz abandonado regresar a la droga degradante y ser expulsado, mientras la incontenible Ann enfila ahora sus baterías eróticas sobre la linda rubita pavorosamente desajustada Lucy (Daragh Campbell), una de las amantes de emergencia del por otro lado implacable Jim, hasta que todos sientan la necesidad moral de acompañar a la desamparada Courtney al funeral de Kevin hallado muerto de una sobredosis, tras el cual todas las tensiones latentes y virulentas de la vulneración tóxica acabarán estallando dentro de la mansión cerrada, convirtiéndola en una infernal hecatombe irremisible.
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La vulneración tóxica abre con un engañoso prólogo idílico que habrá de contrastar con todo lo que vendrá, pues esa introducción de Betty y Ann retozando caldosamente a la orilla de un lago o durmiendo la una abrazando pictóricamente a la otra nadie adivinaría el torbellino visual que le espera a esa crisis constante, intensísima, ineluctable, ininterrumpida, que aguarda al interior de una estructura rígida que no lo parece, a base de ávidas secuencias muy cortas, en ocasiones subliminales, muchas veces incomprensible o de aprehensión retardada en su contenido anecdótico, que no en su truenacocos golpeteo emocional y afectivo, siempre limítrofe, trepidantes escenas rápidas paradójicamente posStraub (el hipersintético provocador de No reconciliados 64, aunque no sean ni tiesas ni elaboradísimas, si bien en una duración narrativa tan breve como los escasos 70 minutos de Maldito cielo (o Cielo apestoso, según su título original), cual impositivo régimen de adelgazamiento inhumano, tan severo como las dictatoriales normas por todos juradas y aceptadas que rigen en ese claustro presuntamente abierto.
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La vulneración tóxica articula su ficción noqueadora sobre la fuerza de la gran familia postiza e integrada, los reflexivos comentarios sin cesar pesimistas (“Todo empeorará y se vaciará”), la puntuación con espacios en negro, el contrapunto cantado a la guitarra de amorosas baladas de la época posjipi vueltas irónicamente del revés hasta tornarse sádicos sarcasmos hirientes (“Del amor dependemos”), la histeria inamovible de todos aceptada, el acre griterío destemplado y las convulsiones en el suelo que bien a bien nunca se sabe si son reales o ficticios productos de los ejercicios terapéuticos, un psicodrama grupal que se esfuerza por reproducir como idea fija el peor momento de cada uno de los inquilinos obsesivos (si bien el momento de un autohumillado Santa Claus barbón y el de otro paciente comparten la sanguinolenta patiza como chupador/chupado de pene por 20 dólares en una lejana estación de autobuses), los turbios viajes al pueblo en van, el ocasional encuentro desintegrador de la acorralada indefensa Lucy con un inconsciente exnovio superagresivo en una tienda de conveniencia, o la dolorosa tentativa suicida de la chavita Courtney con un bidón completo de cloro tras la puerta del baño.
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La vulneración tóxica encuentra una manera inquietante de innovar visual y expresivamente mediante la retrovanguardia, el sencillo reciclaje desafiante de recursos técnicos ya vencidos, trátese de los asomos de imágenes que se obtienen con una rudimentaria videocámara Betacam o de una sistemática resolución de secuencias cochambrosas mediante el embarrado de cámara, con cierta fotografía deliberadamente mohosa de Adam Ginsberg, unos y otro para producir en rigor sensaciones de inestabilidad global, de vértigo, de abismo o de asco por el mundo circundante del refugio para lamentables parias cuyo equilibrio anímico o definitivamente mental parece pender de un hilo, más allá de la pionera cámara-lapicero nuevaolera postulada por Astruc desde principios de los 50s o de la acosadora body camera de los hermanos Dardenne, dando la impresión de algo que se captura y escapa rechazante a la vez, de algo que atrae y rechaza, de algo corporal que se escupe y se atraganta, pero que apenas sirve para filmar a ráfagas (edición de Stephen Gurewitz), como un residuo, un ascua, un tizón bajo la ceniza aún prodigiosamente ardiente.
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Y la vulneración tóxica ha analizado así las relaciones tóxicas de los toxicómanos, entre ellos, con los demás, pero sobre todo con y contra las que establecen consigo mismos, con la sordidez bienhechora, con la desidealización comunal, para terminar impávidas ante un líder Jim contemplando la casa del Valhalla anímico desde afuera, desertando, abandonándolo todo a su propia suerte distópica ya echada.
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FOTO: Maldito cielo se proyectará hasta el 2 de noviembre en la Cineteca Nacional. / ESPECIAL