Negro fuego cruzado
POR IVÁN MARTÍNEZ
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Entre las novedades que han salido en las últimas semanas está Negro fuego cruzado (Urtext, 2016), el nuevo disco de Fernando Domínguez dedicado por completo al instrumento “auxiliar” por el que es reconocido, el clarinete bajo, y que a su vez es el segundo volumen de la serie Solistas de Ónix, el ensamble “pierrot” que trabaja alrededor del flautista Alejandro Escuer. Su repertorio está dividido en dos secciones que difícilmente dialogan entre sí: tres obras para clarinete bajo solo y tres para clarinete bajo y electrónica, todas escritas por compositores mexicanos, entre quienes hay cinco nacidos entre 1954 y 1959.
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Lo primero que se escucha es el Estudio Bop no. 8, op. 57, “a dolphy-thoo” (2006), de Eugenio Toussaint. Es quizá el más estilizado y elegante de la propia serie que el compositor escribió para diferentes instrumentos o combinaciones y está dedicado a Domínguez, quien ya lo había presentado en otro disco. Pieza breve, simpática, con sentido improvisatorio pero sencilla, sirve para abrir boca y calentar al escucha sobre lo que vendrá, para inmiscuirse en la sonoridad de este todavía “raro” instrumento.
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Aparece luego la pieza de Ana Lara, “Entre la bruma va” (2008), inspirada en un haiku del poeta japonés Shiki y dedicada a Rocco Parisi. Es sobre todo una poesía musical muy abstracta y entre el material del disco, es la que utiliza con mayor transparencia y economía los recursos que invoca del instrumento. De especial belleza son sus dos pasajes intermedios de multifónicos que hacen rememorar inmediatamente el Madrigal que Mario Lavista escribió para clarinete solo precisamente en la época en que Lara fue su alumna.
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De Hilda Paredes se incluye su “Intermezzo malinconico” (2013), una partitura que se antoja mucho más compleja en el papel, y que se siente con mucho sentido de amplitud, no sólo en su duración (es la más larga en todo el disco), sino en su pensamiento, a pesar de estar estructurada en muchas secciones continuas; todas de intensa nostalgia. Aunque es una pieza que Domínguez tiene bien asimilada en su repertorio, pues fue él quien la estrenó en el Cervantino de 2013, está dedicada a Adrián Sandi, con quien también se puede escuchar en otro material discográfico.
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Hasta ahí el material se queda en la categoría de suficiente. Musicalmente no hay de Domínguez interpretaciones que sobresalgan lo plano. Escuchar estas tres piezas con él ofrece una sensación de presenciar lo mismo con la única variante de una complejidad mayor en cada siguiente track.
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No hay algo más allá que su limpieza. Lo que no es poco decir, pues el material no sólo está registrado impecablemente en el audio, sino que es quizá el mejor momento para escucharlo a él, quien ofrece un mejor sonido que el de otras grabaciones, e incluso que el que suele escuchársele en vivo.
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Es una buena valoración. Para quien no conozca el instrumento en sus posibilidades, ni a este instrumentista a quien tanto recurren nuestros compositores actuales, inspiración a la que tanto repertorio se debe, es un álbum ad hoc para iniciarse. Para acercarse al universo sonoro infinito que puede lograr como solista, e incluso para iniciarse a las estéticas de estos seis destacados compositores nacionales.
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Lo que no es una revelación pero me gustaría tratar como tal, pues creo que le da la importancia a este disco, es la siguiente pieza: “Negro fuego cruzado” (2008), para dos clarinetes bajos y electrónica (además del video que suele usarse en presentaciones en vivo), de Javier Álvarez, y que da nombre al disco. Más allá que la de Paredes, aunque menos corta, es la pieza de más largo aliento. La de mayor energía. Y de las tres que incluyen electrónica, la que mantiene un diálogo con ésta, más fructífero, vivo y orgánico, más amplio en posibilidades, lo que la acerca irremediablemente al “Temazcal” de 1984, primera pieza electroacústica del compositor. Está dedicada a Domínguez, quien en esta grabación se encarga de las dos partes de clarinete bajo, y a su maestro Harry Sparnaay.
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También dialogante está “Lood” (2002) de Arturo Fuentes (1975), que está originalmente dedicada a Matthias Müller: rica en texturas, en dimensiones, en la que la electrónica acompaña más, siguiendo al instrumento acústico, que construyendo con él. Su título, se explica en las notas, es una variante de “loud” como fuerte y ruidoso, pero se antoja más como densidad. Es la que explora con más determinación líneas melódicas en los registros graves.
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Una sesión ordenada del disco culmina con una pieza de Gonzalo Macías, “Bésame azul” (2008), inspirada abstractamente en el más fino de los boleros y que representa un despliegue bastante intuitivo y gustoso de posibilidades tímbricas electroacústicas; difícil de escuchar en un inicio, pero no tras las cinco piezas anteriores. Y así Domínguez, dedicatario de esa última pieza, se une a la reducida pero consistente lista de instrumentistas que han registrado el México contemporáneo desde sus instrumentos “raros”: el también clarinetista bajo Alejandro Moreno, el organista Víctor Manuel Morales o el tubista Héctor Alexandro López. Valen el morbo.
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FOTO: El instrumentista Fernando Domínguez dedica este disco a composiciones en las que destaca la presencia del clarinete bajo./ESPECIAL
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