Damien Chazelle y el alunizaje trascendental
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A punto de cumplirse medio siglo de la misión espacial del Apollo 11, la vida de uno de sus tripulantes es llevada a la pantalla grande
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POR JORGE AYALA BLANCO
En El primer hombre en la luna (First Man, EU, 2018), meticuloso opus 4 del celebradísimo autor rhodeisleño genéricamente mutable de 33 años Damien Chazelle (Whiplash: música y obsesión 14, La La Land: una historia de amor 16), con guión de Nicole Perlman y Josh Singer basado en la biografía El primer hombre: la vida de Neil Armstrong de James R. Hanser, el aspirante a astronauta Neil Armstrong (Ryan Gosling todo concentración encarnada) va descubriendo, manifestando y aprovechando innatas y adquiridas cualidades estoicas, al resistir una insoportable experiencia física decisiva en una prueba de entrenamiento en el desierto californiano de Mojave, al sufrir la terrible e inolvidable y marcante experiencia de la pérdida de su hijita con tumor cerebral Karen cuyos rubios cabellitos Neil seguirá acariciando imaginariamente el resto de sus días, al mudarse con su hijito sobreviviente Ricky y su inteligente esposa tan vulnerada cuan sabia intuitiva Janet (Claire Foy) cerca del Cabo Cañaveral de la NASA en Houston donde ambos procrearán a su nuevo bebé providencial Mike mientras establecen entrañables lazos de amistad con otros astronautas y con sus esposas pronto trágicas viudas instantáneas y resignadas, al ser seleccionado por un amigo exastronauta para enchufarse en el desarrollo en escalada numérica de los Proyectos Gemini y Apolo insertos en la autoexcitada y sobrepublicitada carrera espacial propuesta contra los soviéticos, al someterse a draconianos entrenamientos y pruebas y experimentos que le costarán la vida a unos congéneres muy apreciados, al desafiar ecuánime el repudio público tras activar por pánico un sistema de control que hizo abortar una misión, y al ser nombrado para el segundo equipo del primer viaje a la luna, pero no tardará en ser miembro eminente del crew pionero del Apolo 11, junto con Buzz Aldrin (Corey Stoll), a bordo del penosamente exitoso alunizaje trascendental.
El alunizaje trascendental rompe con los esquemas del cine biográfico encomiástico, al poner el arduo acento y dedo en la llaga sobre los tropiezos sucesivos con elevado costo personal hasta en los difíciles aciertos, más que en la hazaña dada, compactando un decenio (1961-69) de invenciones y avances en una bitácora esencial de hechos cruciales, invocando de entrada las anticipaciones del no tan ingenuo De la Tierra a la Luna de Verne, pero apabullándolas de inmediato con precisiones y despliegues de alta tecnología en pavoroso aumento y especímenes de naves espaciales llenas de caprichosas naves desprendibles para temerarios acoplamientos, y revolucionando el género de ciencia-ficción adulta sobre viajes espaciales (acotado por 2001: odisea del espacio de Kubrick 68 y Elegidos para la gloria de Kaufman 83), mediante una sincrética fotografía de Linus Sandgren con amplio espectro (formatos 16, 35 y 70 mm IMAX) e imágenes proyectadas en pantalla esféricas LID, suntuosos efluvios mahlerianos siempre a punto de la ebullición acústica del orquestador Justin Horwitz y la autarquía de los efectos especiales de Paul Lambert, aunque conservando rasgos de cine de autor muy sorprendentes, pues lo que en Whiplash era sádica pedagogía donde cualquier error juzgábase sabotaje se ha convertido en una pedagogía sacrificial donde cualquier error o falta de resistencia redunda en suicidio, y lo que en La La Land era una musicalidad terrenal se ha convertido en una música de las esferas siderales que incluyen a la amplificada o empequeñecida Tierra.
El alunizaje trascendental se estructura como un Vía Crucis o Stationendrama, el más insólito, sutil, dulce, oblicuo y, sobre todo, el más elíptico y cómplice imaginable: un Vía Crucis positivo, ascendente y optimista, pero también aguafiestas cual tradicional chiste judío platicado por el derrotismo woodyallenesco y puesto al gusto del día de mañana, en verdad Un condenado a astronauta alunizó, merced a un ojo eyaculatorio neobressoniano y en torno a un personaje involuntariamente expresivo cuya hazaña se da por universalmente conocida desde un principio.
El alunizaje trascendental se articula sobre vivencias puras, duras y maduras, subjetivizando todo lo que se ve y se toca, de las experiencias menos gratas e infilmables a las íntimas, de la monumental ignición al temblor cósmico, que parecen estar al servicio de un magno antiespectáculo, porque aquí el maximalismo del mainstream multimillonario está paradójicamente al servicio del minimalismo más acechante y persistente, como el idílico baile conyugal a contraluz, o el rostro de angustia dentro de las cabinas-potros de tortura en los momentos de sacudimientos y brutales giros, o la puesta del traje de astronauta a modo de embalsamamiento, o las celebres palabras recitadas de manera casi subliminal en beneficio de la parca memoria de la especie (“Este es un pequeño paso para el hombre…”), o el elogio a la familia nuclear yanqui y la oda elemental que culminará en la afirmación patriótica entendida como invocativo recuerdo luctuoso al demócrata Kennedy.
El alunizaje trascendental se esculpe sobre la tensión que media no entre el estruendo y otro estruendo, ni entre el sonido y la furia, ni sobre el estruendo y el silencio, sino la distancia de tiempo vivido y densificado que media entre silencio y silencio, un silencio y el siguiente, ese silencio multiforme que parece dominar y gobernar como un segundo dios subrepticio y cósmico todos los actos humanos, la creación y surgimiento y la reinvención constante de un nuevo silencio, hasta alcanzar la medula de un silencio feraz y virtuoso que acompaña al buen Neil en los momentos más riesgosos de la decisión contra las reglas y al final lo libera catárticamente al arrojar la pulserita de su niña muerta al Mar de la Tranquilidad.
Y el alunizaje trascendental era tan hipermoderno e imperfecto como ese locutorio de Pickpocket (Bresson 59) en cuarentena poslunar donde los amantes esposos intentaban palparse sin conseguirlo.
FOTO: El primer hombre en la luna, protagonizada por Ryan Gosling, Jason Clarke y Claire Foy, está basada en el libro El primer hombre. La vida de Neil A. Armstrong, de James R. Hansen. / Especial
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