Nicolas Winding Refn: la hora del diablo
POR MAURICIO MONTIEL FIGUEIRAS
El cine contemporáneo de Dinamarca goza de una salud magnífica. El legado de Benjamin Christensen y Carl Theodor Dreyer, pioneros que cimentaron la industria danesa con el apoyo de la productora Nordisk Films Kompagni, está en manos de una notable cauda de talentos entre los que hay que mencionar a Nikolaj Arcel, Niels Arden Oplev, Bille August, Christoffer Boe, Per Fly, Anders Thomas Jensen y Susanne Bier, cuyo estrujante drama In a Better World (2010) obtuvo el Oscar a la mejor película extranjera. A ellos se suman los miembros de Dogma 95, ingenioso movimiento de vanguardia centrado en un voto de castidad fílmica e integrado por Lars von Trier, Søren Kragh-Jacobsen, Kristian Levring y Thomas Vinterberg, quien ha dado cintas esenciales como La celebración (1998), Querida Wendy (2005) y sobre todo La caza (2012), obra de enorme madurez narrativa. Entre estos nombres, sin embargo, destacan dos: Lars von Trier (1956) y Nicolas Winding Refn (1970). El primero, célebre por un carácter provocador que lo conduce a zonas poco frecuentadas por otros directores de su generación —su compañía Zentropa es la primera productora mainstream que financia pornografía dura—, crea un corpus cinematográfico inquieto y audaz, abiertamente iconoclasta. Winding Refn, por su parte, se está erigiendo junto con el surcoreano Park Chan-wook en uno de los renovadores más sagaces de la estética de la violencia. Ambos tienen una mirada impecable e implacable que se interna sin titubeos en los dominios del crimen y la tortura, la ira y la venganza, para entregar visiones que pueden causar incomodidad y malestar pero nunca indiferencia.
Desde sus inicios con Pusher (1996), primer capítulo de una trilogía que continuó en 2004 y 2005, Winding Refn delimitó el mundo que le apasiona cartografiar: un orbe poblado por seres marginados y marginales, rendidos lo mismo a la narcosis y el vértigo alucinatorio que a los instintos más primitivos. Dicho mundo está presente en Bleeder (1999), Fear X (2003) y Bronson (2008), fabuloso retrato de un psicópata encarnado con potencia por Tom Hardy, y se afina en Valhalla Rising (2009), Drive (2011) y Only God Forgives (2013), tríptico incidental unido entre otras cosas por una paleta cromática que privilegia los colores primarios —en especial el rojo— y un interés por las manos masculinas como instrumentos de un poder que se desatará a la menor provocación. Ese poder se halla al servicio de una crueldad demencial en Only God Forgives, que junto con Drive confirma a Winding Refn como hábil explorador de la noche urbana. Descenso al abismo de la revancha tramado con una visualidad feroz y deslumbrante, Only God Forgives enfrenta a Occidente y Oriente en Bangkok por medio de una lucha sin cuartel encabezada por Julian (Ryan Gosling), dueño de un club de boxeo que encubre operaciones de narcotráfico, y Chang (Vithaya Pansringarm), capitán de la policía tailandesa que personifica el mal en estado puro a la manera del juez Holden de Meridiano de sangre, la obra maestra de Cormac McCarthy. “Es hora de conocer al diablo”, dice Billy (Tom Burke), el hermano mayor de Julian, antes de cometer el acto —violar y matar a una chica de 16 años— que detona una imparable escalada de salvajismo, y en esas palabras se cifra el destino de todos los protagonistas incluida Crystal (una temible Kristin Scott Thomas), suerte de Yocasta que nutre el nexo edípico con sus dos hijos. Dividido en espacios asfixiantes que recuerdan los enclaves pesadillescos de David Lynch, referencia ineludible, el infierno ideado por Nicolas Winding Refn libera sus demonios dotándolos de una saña ciega como la que muestra el guerrero tuerto de Valhalla Rising (Mads Mikkelsen), quien según se señala proviene de las tinieblas. La hora del diablo ha llegado, se nos advierte, y ya no hay modo de eludirla.
*Fotografía: Ryan Gosling interpreta a Julian, dueño de un club de boxeo que encubre operaciones de narcotráfico.
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