No me llamen gamer
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“Hay videojuegos que son como mundos abiertos en los que te puedes quedar a vivir eternamente”, cuenta en esta crónica que va del gimnasio a las consolas un entusiasta de carne y hueso: el @Sr_Pixel
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POR J. C. GUINTO
Puedes llamarme Sr. Pixel. Soy coleccionista e historiador de videojuegos, y también DJ, entre otras cosas. Me miro en el espejo y veo mi barba. Antes de salir me pongo una gorra negra con letras rojas que dicen DOOM, un fabuloso juego de disparos en primera persona. Mi camiseta es del último maratón de la ciudad que corrí. Visto un short negro y tenis grises. Por las mañanas asisto a un gimnasio de barrio, en la colonia Guerrero. Al llegar saludo a las personas y me pongo a calentar. Hago abdominales, cargo pesas, tenso los músculos. A veces un gato se cruza entre mis piernas.
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Un señor de cabello blanco, que se esfuerza en hacer desplantes, detiene los pasos y suelta las mancuernas, se seca el sudor, me saluda y pregunta qué es DOOM. Es un videojuego, le digo. Ah, eres gamer, como mis sobrinos, asegura con una sonrisa. No contesto. Recoge las mancuernas y vuelve al ejercicio. Me coloco en el remo, jalo, alzo las placas, sostengo y suelto poco a poco, controlo el peso. Me gustaría decirle que no me considero gamer. No me gustan las etiquetas. El término me parece despectivo, una onda de marketing. Soy un apasionado de los videojuegos, pero también he leído y conservo dos mil cómics, 100 mangas, 300 libros y 984 películas. Sudo, suelto el remo. Me pongo de pie, ajusto el peso en la máquina de espalda, me siento y jalo, sostengo y echo los hombros atrás, devuelvo, hago 12 repeticiones y descanso.
Termino las rutinas. Camino al baño y tomo una ducha. Me cambio la ropa, subo a la bicicleta y salgo con rumbo a mi trabajo. Pienso en mi colección de consolas y juegos, en su función de documentar formas de expresión y preservar el conocimiento que los creadores pusieron en ellos. En los videojuegos de los años 80 veo deseos, anhelos, formas de mirar el mundo de esa época, de una manera más personal que una película, y más abstracta que un libro o una foto. Aunque quizás sólo quiera guardarlos y tenerlos siempre conmigo, los juegos que tengo los comparto con la gente para que los descubra y asombre, en ellos te vuelves uno con lo que sea que estés representando en la pantalla. Hay una acción y una reacción que los hace inmersivos.
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Cada vez que voy camino al trabajo, miro personas que tiran basura en la calle, se pasan el semáforo en rojo, si cometen infracciones llegan a un acuerdo con el policía de tránsito y luego invaden los carriles de la ciclovía. No importa quién haya ganado las elecciones presidenciales, el país no cambiará si nosotros no cambiamos primero como personas. Es de mañana, no hay nubes en el cielo. En un alto del semáforo miro un niño jugando Switch en el asiento trasero de la camioneta que maneja su mamá. Recuerdo que de chico mi madre me dio a leer Alicia en el país de las maravillas, cuentos de Dickens, Sueño de una noche de verano de Shakespeare. Ella estudió teatro y literatura. El planeta de los videojuegos nos era ajeno, a nadie en mi familia le gustaba la tecnología. Mamá tenía la idea que los niños debían salir a jugar al parque, en vez de mirar programas. No tuvimos televisión hasta que cumplí seis años. En la primaria mis amigos tenían consolas, y mis primas un Intellivision, cuando las visitaba lo jugaba para no aburrirme. Luego mamá me regaló el NES, mejor conocido como Nintendo, porque me la pasé chingue y chingue que quería uno. El primer juego que tuve fue Zelda. Mamá tenía el interés de que no jugara sólo por distracción, y me compró un juego que hiciera pensar. También tuve Mario Bros, pero con Zelda me obsesioné, era un mundo inmenso. Lo acabé tres años después de que me lo compraron.
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Continúo en el camino, evito baches, microbuses, y pienso en el Intellivision que me regalaron mis primas, que jugué poco porque salió el Gameboy y también me lo dieron. Esa era una de las ventajas de ser hijo único, me daban casi todo. Compraba revistas como Club Nintendo, Hobby Consolas, miraba Nintendomanía en la televisión, en los cómics gringos venían anuncios, y allí me enteraba de las novedades. En ese tiempo la trilogía de Mario Bros fue una de las mejores, también me gustaron mucho los dos de Zelda, que eran juegos de rol, los tres Castlevania, los de Ninja Gaiden y Megaman. De allí tuve un Súper Nintendo y un Génesis que me regaló una tía (aunque años atrás le hice el feo al Sega Master System), con un Shinobi incluido. También me regalaron el Game Gear, me gustaba mucho, pero me desesperaba que las pilas no le duraban. Para entonces comencé a quedarme con algunas consolas y sus juegos, para coleccionarlos. Guardé cajas, manuales y accesorios. Tengo dos mil juegos y treinta consolas, todos funcionan a la perfección.
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Pedaleo por las calles, paso cerca de una secundaria y recuerdo la vez que le presté mi Súper Nintendo a un amigo, para que me prestara a su vez un reproductor de DVD. Pero al momento de pedirle que me lo regresara, dijo que se metieron a su casa y se lo habían robado. Después me dijo que él sabía dónde comprarlo más barato. Me llevó a un tianguis de la Buenos Aires. Antes de eso marcaba mis consolas con mis iniciales, lo hacía con un cuchillo caliente. Fuimos a un local de juegos y vi un Súper que se parecía al mío. Pregunté cuánto costaba, me lo vendieron en 800 pesos. Al llevármelo lo volteé, y vi mis iniciales. Nunca supe cómo llegó allí. Luego que salió el Virtual Boy lo deseé con locura, y se lo pedí a mamá. Resultó un fracaso, sólo tuvo 22 juegos. Era incómodo y caro. A partir de allí ya no me regalaron más juegos. Tuve que hacer pequeños trabajos para obtenerlos: repartí volantes de verdulerías y ayudé a limpiar consolas en el Taller de Luigi. Estudié Diseño y Comunicación visual porque quería hacer animación para entrar a la industria de los videojuegos. Hice diseño gráfico mucho tiempo, pero ahora trabajo como Social Media Producer, de allí saco para mis juegos, mangas y películas. Hoy en día soy más selectivo con lo que compro.
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Después de un rato en la bicicleta, llego a la oficina. Saludo, reviso las tareas pendientes y me pongo a trabajar. A veces detengo mis labores y miro por la ventana a la gente que camina en las calles, los árboles y edificios. Al ver una nube me doy cuenta de lo pequeño que somos. Nuestro ego es muy grande, pero físicamente somos minúsculos. El universo es enorme. Llega la hora de comer, hoy traje atún con verduras. Como y al mismo tiempo leo Viajar en el tiempo, de James Gleick, en una parte dice que “La memoria es repetitiva y autorreferencial”. Por esta zona había unas maquinitas a las que me gustaba ir. En la ciudad quedan muy pocas, sobre todo por un tema de leyes. Hace tiempo trabajé en un local de la Narvarte. Un día llegué y me dijeron que iban a cerrar, porque acababan de aprobar una ley que decía que los juegos de azar, donde extrañamente incluían a las arcades, no podían estar cerca de una escuela. Por la plaza había una primaria. El 90% de las ganancias provenían de chavitos que salían de clases y llegaban a jugar. Así arribé yo. Me daban dinero para tomar el camión, pero en lugar de utilizarlo lo guardaba para cambiarlo por fichas y jugar Killer Instict, King of Fighters o Mortal Kombat. La diferencia de gráficos y de sonidos era abismal comparados con un Nintendo. Con el tiempo los gráficos de las consolas mejoraron muchísimo, y los precios se abarataron. Debido a la inseguridad de las calles, los papás decidieron comprar más juegos a sus hijos para tenerlos en casa, con su Playstation II, Nintendo 64 o Dreamcast. Todo ello hizo que las arcades murieran.
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Al terminar de leer a Gleick juego un poco Owlboy en mi Switch. Noto que la diferencia de los juegos de antes con los de ahora es que los nuevos son cada vez más difíciles de conservar. Antes al comprar un cartucho el juego era tuyo, los términos legales que venían en el folleto decían que no podías comercializarlo, pero era de tu propiedad. En las consolas como el Play Station o el Xbox tienes que crear un usuario y los juegos se enlazan a tu cuenta. Las consolas tienen un protocolo que se conecta a un servidor y si haces algo que ellos consideran indebido te la cancelan y ya no tienes más acceso a tus juegos, aunque los tengas en disco. Lo que en realidad compramos es un permiso para jugar, y cada vez se vuelve más difícil conservarlos como documentos históricos. Esa pérdida es grave.
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A las seis me despido de mis compañeros y subo a la bicicleta, luego de un rato llego a casa. Por las tardes corro sobre la avenida Reforma, sorteo a cientos de oficinistas, ríos de personas que se derraman por las calles. Corro para demostrarme que puedo superar mis distancias, como pasar Zelda sin hacer updates. En lugar de utilizar teletransportación o caballos, me aventé Skyrim a pie. Lo mismo pasa cuando corro, quiero ver hasta dónde soy capaz de llegar. Hacer un maratón es la droga más poderosa que existe. Cuando paso el kilómetro 30 me desconecto. Estamos en una época en la que no hay momentos para la soledad. Con los juegos interactúo, pienso cómo resolverlos, cuando leo estoy clavado en la historia, sucede lo mismo cuando veo una película. Pero correr es un espacio único en el que puedo pensar sin distractores. Al terminar soy la persona más poderosa del mundo.
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Miro el cielo, las nubes pintadas de naranja por los últimos rayos de un sol que desciende, las copas de los árboles se tornan negras poco a poco. Al anochecer, las luces de los coches vibran en la oscuridad. Llego a casa, beso a mi novia. Me cambio de ropa y cenamos pasta con pollo. Al rato ella lee a Cortázar, y yo prendo una consola. Veo que los juegos obedecen sus propias reglas. Los creadores pueden decir que la gravedad no importa, y hacer un juego donde todos los elementos floten. Son mundos autocontenidos. De niño hacía mapas alternativos de Yoshi’s Island, de Metroid. Quería hacer música. Me imaginaba un juego, sus mundos y la música que lo envolvía. Lo pensaba tan bueno como el Symphony of The Night, de Castlevania. Tuve la fortuna de conocer a la compositora, Michiru Yamane. Otro soundtrack memorable es el de Donkey Kong Country, de David Wise.
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Recuerdo que una vez conocí a unos chavos que querían programar videojuegos para celular, y los invité a jugar las tres maquinitas que tengo. “Nunca jugué una, sólo emuladores”, dijo uno de ellos. Las prendí y se dieron cuenta que era distinto a la experiencia de jugar en computadora. Los diseñadores se esforzaron en crear experiencias, historias, para que con una ficha el usuario estuviera lo suficientemente clavado, encontrara una satisfacción al superar los niveles o rivales, y volviera a meter una moneda. Lo mismo se tiene que hacer para cualquier juego contemporáneo.
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Hablo con mi novia sobre cómo nos fue en el día y después jugamos Puyo Puyo Tetris. Ella es muy buena. Cada vez hay menos juegos que me gustan, pienso. Aunque Zelda que sale, Zelda que compro, sigo a diversos creadores, como los que hicieron Octopath traveler. No compro los Call of Duty, o Assassin’s Creed, porque son juegos producidos en masa, palomeros. Prefiero aquellos que tardan 5 años en hacerlos. Al terminar, mi novia me pregunta que, si pudiera, qué juego caminaría en persona. Contesto que sería el Breath of The Wild. Lo compré un viernes y para el domingo tenía 64 horas jugadas, le digo. Con ese juego me desconecté. El otro sería Skyrim. A veces entro sólo para ver los paisajes y pasear por los 37 km2 que tiene de terreno. Ando por sus montañas nevadas, sus ríos, la costa llena de fantasía épica. Son mundos abiertos, como los de Shadow of The Colossus, juegos en los que te podrías quedar allí eternamente. Ella sonríe. Apagamos la televisión, la consola y las luces. Nos metemos en la cama. Antes de dormir pienso en la música que hago apartir de consolas de 8 bits, el ritmo fluye y la noche es una pausa del juego llamado vida, que espera reiniciar con una ficha nueva.
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ILUSTRACIÓN: Dante de la Vega
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