No manden flores (fragmento)

Nov 14 • destacamos, Ficciones, principales • 5624 Views • No hay comentarios en No manden flores (fragmento)

Comienza a circular No manden flores, la nueva novela de Martín Solares. Protagonizada por un ex policía que investiga en Tamaulipas la desaparición de una rica heredera, se trata de una historia aún más trepidante que su exitoso debut, Los minutos negros. Con autorización de la editorial reproducimos aquí el capítulo XIV.

POR MARTÍN SOLARES

XIV

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En cuanto cerró los ojos escuchó que una voz le dictaba: Abandona este coche, seguro que ya lo ubicaron, pero él desoyó tercamente y el consejo cayó al fondo de su conciencia, donde había tantas cosas ocultas. De vez en cuando alguno de sus recuerdos se aventuraba a emerger, mas siempre a punto de llegar a la superficie comprendía que no era el momento y regresaba a esconderse, como un ave asustada. Un par de veces despertó en la parte trasera del Maverick y extendió ambos brazos: tuvo la impresión de que el color de su piel resaltaba por unos segundos y de inmediato la oscuridad se encargaba de teñirla de negro, con la voracidad de la tinta. Entonces se repetía: Mis brazos, la noche, y volvía a dormirse otra vez.

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Desde que lo expulsaron de la comandancia tardaba en dormir, como si se encaminara a su propia extinción, y cuando lograba conciliar el sueño estos lo llevaban siempre a lugares terribles, como el cuarto de tortura del comandante. Durante meses el insomnio fue tal que terminaba por levantarse y ponerse las botas. Si dormía en un motel, a esas horas resultaba más fácil salir al pasillo: no había mucha gente de pie y los huéspedes se encontraban demasiado exhaustos o borrachos para buscar charla. Era curioso: los pájaros que cantaban de madrugada se interrumpían de manera invariable alrededor del momento en que él recordaba quién era y dónde se hallaba. Como si acaso supieran que otra persona entraba en el mundo y lo anunciaran así. Las aves, los sueños, la noche.

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Entonces llegaban el calor y los moscos. Ahí están los canallas, pensaba. El ardor del veneno lo reintegraba al mundo. Los moscos siempre llegaban a mitad de una idea, y con frecuencia perdía una revelación importante, cuando estaba a punto de comprender. Llegó a pensar que en el equilibrio extraño del mundo los moscos distraen a los que abren los ojos, y los pican cuando estaban a punto de encontrar la verdad sobre sus vidas: así evitan que demasiadas personas tengan gran claridad sobre ciertos enigmas del mundo. La dirección de su vida, por poner un ejemplo.

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Desde que se vio obligado a dejar el puerto de La Eternidad trataba de llevar una vida tranquila y paciente, pero sus líos con la justicia parecían precederlo. Al principio pasó más de un año haciendo pequeños encargos de quien pudiera pagarlos, siempre y cuando no lo obligaran a volver a La Eternidad: lo mismo era chofer para un contrabandista que buscaba un auto robado de un honorable ingeniero; vigilaba a la esposa infiel de un comerciante o trabajaba en empresas que oscilaban entre el delito franco y una muy discutible legalidad.

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Una vez entre dos trabajos, de camino hacia un río para lavar su ropa, vio a un cuervo grandísimo y gordo, que lo observaba con furia, a la mitad del sendero, y le recordó al famoso comandante Margarito. Treviño fingió que iba a patearlo, pero el ave apenas se movió: extendió las alas con descaro y se posó de un salto a dos pasos del ex policía. Carajo, se dijo el viajero, ¿tan débil estoy? Nunca había visto un ave tan segura de sí misma. Y pensó que semejante emisario de sus enemigos cabía en el mismo universo que las pesadillas y los demonios que lo aquejaban. Más tarde, cuando volvía de lavar su ropa, encontró sus objetos personales dispersos sobre el pasto. Si no estaba trabajando rara vez cargaba el arma consigo: estaba convencido de que todo aquel que porta un arma termina por depender de ella, y tarde o temprano estropea el carácter de sus propietarios. Al dar la vuelta al auto se topó con un joven que revisaba la cajuela de su automóvil. Tenía una escopeta colgada en la espalda.

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—Ey… El joven alzó la escopeta con trabajos. Treviño hubiera podido alcanzarlo y golpearlo en el excesivo tiempo que demoró en hacerlo, pero se dijo que no valía la pena: Bato bravucón pero inofensivo, como el cuervo que acabo de ver. Dejó de avanzar al ver que el bato inofensivo le apuntaba con el cañón.

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—Esto es propiedad privada —gruñó el muchacho.

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El viajero miró a todos lados:

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—No hay letreros ni rejas.

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—Es propiedad privada —insistió el joven.

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El viajero le dio la espalda al muchacho, como si no le estuviera apuntando con una escopeta, recogió sus pertenencias, las guardó en la cajuela y se sentó en el asiento del piloto mientras silbaba lo primero que le vino a la mente. Y se fue ante la mirada torva del cuervo, o del joven, o lo que fuera.

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De vez en cuando su fama lo precedía de maneras más justas. Una vez, en Pueblo Viejo, descansaba en un tendajón al borde de la carretera cuando notó que un matrimonio lo observaba desde una mesa cercana. El hombre, acaso un profesionista, vestido con camisa de mangas cortas, corbata y anteojos, hablaba y hablaba frente a sus hijos, siempre mirando en dirección de Treviño. Al cabo de un rato aguzó el oído y poco a poco fue descifrando algunas palabras en las que se podía reconocer otra versión de su vida, la historia de un policía que detuvo al Asesino de Mujeres de La Eternidad, el hombre que mató a cuatro adolescentes con una sierra y nadie podía consignarlo. Cuando notó que Treviño lo miraba, el hombre levantó su vaso, una gaseosa de color anaranjado, y le dijo:

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—A su salud, agente.

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Treviño miró su vaso, sudado por efecto de los hielos. Se sentía en verdad muy incómodo, pero asintió. Luego se preguntó cómo podía circular esa versión marginal, que distaba mucho de ser la oficial, difundida a conciencia por Margarito; quién habría publicado su foto para que ese hombre pudiera reconocerlo. O a lo mejor la verdad circulaba de otras maneras en este país. Sintió que algo extraño ocurría en su alma, así que dejó los cubiertos sobre la mesa y se concentró en mirar por la ventana. Cuando quiso pagar la comida le dijeron que lo había invitado el doctor Solares, el señor que se acababa de ir.

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En otra ocasión entró a pedir trabajo en la comandancia de Las Manitas, un pueblo diminuto, cuya comandancia consistía en una garita a orillas de la carretera. Tenían una camioneta de redilas por patrulla, dos indios armados por agentes; un comandante que se desplazaba en silla de ruedas desde que chocara con sus propias oficinas en estado de ebriedad. Esperó en la terraza mientras el comandante tullido hablaba por teléfono, y entretanto uno de los indios le preguntó si él era el mismo que detuvo al Asesino de la Sierra. Los indios lo miraban con curiosidad. Tantas veces le habían formulado la misma pregunta que aprendió a distinguir el morbo de la amabilidad, y terminó por asentir.

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—¿Y cómo fue?

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Treviño les resumió en dos frases su aventura y miró hacia la carretera, donde pasaba un caballo café. Los indios meditaron lo que acababan de oír y al final le dijeron que no le había ido tan mal:

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—Está vivo y tiene una historia que contar.

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En eso el comandante salió:

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—Vas a pasar unos días en el tambo, papá. Tu jefe giró una orden de detención en tu contra. Agárrenlo —les ordenó a los indios, pero estos no se movieron. El hombre repitió la orden y los indios siguieron cruzados de brazos, sin pararse de las sillas.

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—¿No lo van a detener? ¡Chingada madre, par de huevones! Nunca va a haber justicia si siguen así.

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Uno de los indios dijo algo en su lengua y el comandante espetó:

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—Que no me insultes en náhuatl, que ahora sí te despido, cabrón.

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Treviño se puso de pie y cuando su auto arrancaba el comandante seguía discutiendo con sus allegados.

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Cada vez que sus variables trabajos lo obligaban a acercarse a la sierra de La Eternidad, tenía más pesadillas que nunca. Llegó a soñar que su primera mujer, la que murió en un incendio, estaba sentada en su cama, con largos colmillos de lobo, y le decía: Por tu culpa me condené yo también. Cuando lograba despertar se preguntaba si los tormentos que le esperaban en otra vida comenzarían con esta imagen sufriente de ella.

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Una noche uno de sus contactos en el puerto le advirtió que los Tres Chiflados irían a buscarlo al pueblo en que se refugiaba, así que trepó a la vieja carcacha que conducía entonces, un viejo Maverick muy traqueteado, y manejó hasta vaciar el tanque casi por completo. Cuando desesperaba de encontrar dónde dormir reparó en un modesto hotel entre la carretera y la playa. Un letrero de madera carcomida anunciaba la existencia del Hotel de las Ballenas.

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Al ver llegar el vehículo un viejo que reposaba en la terraza se puso de pie y le dedicó una sonrisa:

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—Pásele, pásele; si gusta puede dejar su coche en el garaje.

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Agradecido, Treviño entró a un pequeño cobertizo de madera, al abrigo de miradas indiscretas, y vio con simpatía que el viejo lo cerraba tan pronto se apeó.

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—¿Tiene espacio?

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—¿Espacio? Este fin de semana usted es el único cliente. Si usted gusta, lo está esperando la suite principal: la terraza del primer piso, mirando a la playa.

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El precio era un obsequio, así que aceptó. De esta forma, empezó la nueva etapa en su vida.

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—Esta playa es distinta —dijo el gerente—. Es un lugar especial. Al que duerme aquí, lo visitan en sueños.

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Sin poder abandonar su recelo, el detective miró el mar, que bramaba con fuerza, y comentó que podría quedarse dormido ahí mismo. El anciano sonrió y lo condujo a la suite.

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El cuarto le agradó desde el principio: aunque el tiempo había pasado sobre ella, con su piso y sus paredes de madera más la ventana orientada hacia el mar era el tipo de habitación en la que cualquiera podría instalarse de manera permanente. Había un librero junto a su cama, con libros de los que había oído hablar: El Quijote, Tom Sawyer, La flecha negra, La Odisea, La Eneida, La Iliada. Tomó este último y se instaló en la cama; prefirió no quitarse la ropa y dejó la Taurus al alcance de la mano. Luego de unos minutos de leer el capítulo en que Odiseo y Diomedes aceptan ir a espiar el campamento troyano, notó que se le cerraban los ojos.

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Tuvo la impresión de que un sujeto vestido de negro abría la puerta del cuarto y lo examinaba con atención. Luego de levantarse de un salto y comprobar que estaba soñando, se dijo: Que sea lo que tenga que ser, y volvió a tumbarse en la cama pero, ya sin angustia. Sería el fresco de la noche, o el rumor clemente de las olas, pero no se dio cuenta en qué momento bajó a lo profundo.

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Soñó que admiraba un estanque tranquilo, apenas turbio en ciertas zonas, y comprendió que era el reflejo de su alma. Reconoció su historia en los objetos diseminados: una camisa guayabera, semejante a las que usaba en La Eternidad; una foto borrosa de una rubia muy bella: Daniela, la que fue su primera mujer; un pantalón de mezclilla, y la Taurus; una chamarra de piel, un machete y unas botas muy altas, como las que usó para cruzar esa selva… De allí saltó a las bicicletas de sus hermanas, el volante del Maverick, su fiel Maverick; un sombrero de palma y el recuerdo de su último amor importante: Qué injusto, pensó, todo fue muy injusto; yo hubiera dado mi vida para que no muriera en el incendio, se dijo, y una voz muy grave descendió sobre él: ¿En serio hubieras dado tu vida? Sintió que el corazón se le estrujaba e intuyó que ninguna palabra, ni siquiera pensada, llegaba a este mundo sin consecuencias. El dueño de esa voz debe ser alguien muy importante, se dijo, pues sus palabras resonaban como ondas en el agua. Responde, ordenó la voz, y Treviño comprendió que la cosa iba en serio. Pues sí, creyó decir en voz alta, hubiera dado mi vida por esa mujer; si fuera posible cambiaría mi destino por el de ella: yo no quería que muriera, fue muy injusto, y al decir esto descubrió que había empezado a llorar.

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Hubo un silencio que parecía anunciar la tormenta, y la voz agregó: Que sea como quieras. Cuando consiguió distinguir el paisaje en el sueño, se hallaba en un bosque tupido y cubierto por la niebla. Poco a poco advirtió que había un caballo a unos pasos de él, un caballo blanco que lo miró y se internó por un sendero sutil y sencillo, hacia lo más profundo del bosque. ¿Estaré muerto?, se preguntó, y la posibilidad le pareció factible. En los últimos meses perdió tantas cosas que a lo mejor ya había muerto: Quizás me mataron mientras estaba dormido y no me di cuenta. Preguntó en voz alta: ¿Estoy muerto?, y el caballo aceleró el trote. Espérame, gritó Carlos, pero el caballo no tenía intenciones de perderlo. Si por alguna razón Carlos se retrasaba un poco, el animal piafaba y pateaba en el suelo, como apremiando: ¿Por qué te detienes?, ¿vienes o no?, y aguardaba a Treviño. De pronto el caballo tomó una senda más ancha, sin tantas ramas que impidieran el paso, y bajaron por una pendiente. Qué bueno, pensó Treviño, a partir de aquí todo es más sencillo. Entonces el animal se dio la vuelta y le dijo con voz humana: Antes de seguir avanzando piénsalo bien: se te dará una última oportunidad y no habrá regreso. Escucha al maestro. Miró hacia un punto remoto, a espaldas del soñador, y le dijo: Es más: ya llegó.

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Tuvo la certeza de que una sombra se había instalado allí, en la suite del hotel. Quizás abrió los ojos un breve instante pero volvió a cerrarlos y descubrió que en el sueño sólo había un árbol inmenso, y Treviño esperó, pero el Maestro no se manifestaba. Qué raro, pensó, a lo mejor no está aquí. Lo dijo en voz alta, en frente del árbol: Qué raro está esto, yo creo que mejor ya me voy. Y el árbol continuaba en silencio. Quizás tengo que volver al puerto y confiar en el cónsul, pero una voz opinó: No confíes en el cónsul, aléjate de los aduladores: los cuervos se comen los ojos de los muertos cuando los muertos ya no los necesitan; pero los aduladores devoran el alma de los vivos.

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Treviño se sobresaltó en el sueño y comprendió que en efecto, había alguien allí: Pocas veces se piensa en la muerte, siguió la voz, pocas veces en verdad en la vida; desde joven te dedicas a eludir el tema, y de pronto es muy tarde para entenderlo. Hasta entonces cayó en cuenta de que había alguien sentado en la base del árbol. Un hombre vestido de blanco, como cubierto de sombras: Me dicen El Griego, te elegí como alumno. Es una lástima que debamos morir.

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Treviño volvió a estremecerse en su cama, pero el visitante continuó: Ante todas las cosas es posible abrigarse, pero ante la muerte todos los hombres vivimos en una ciudad sin murallas. Vas a bajar al infierno, le dijo, intentarás cruzarlo. Si logras hacerlo tendrás encomiendas mayores. Y la voz continuó: Todos los días, al salir de tu casa, vas a encontrar un amigo, un aliado imprevisto, un mentiroso, un enemigo y un traidor disfrazado. Si logras distinguirlos podrás regresar.

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Eso soñó Treviño en el hotel de la playa. Y cinco años después, mientras dormía en el asiento trasero del Maverick, Treviño comprende que tiene el mismo sueño otra vez. Y el maestro le dice: Yo entré al campamento troyano, donde todos deseaban mi muerte. Sólo llevaba una espada y en lugar de armadura portaba ropas de cuero. Fuimos los primeros en entrar a Ilión. Y luego agregó: Nos cubrimos de triunfo, pero los dioses me impidieron volver a mi casa… Demuestra que eres guerrero. Y no olvides: ¿para qué se te dio la vida si tienes miedo a la muerte? Entonces el Maestro estiraba la mano y le tocaba la frente.

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Cuando abrió los ojos seguía siendo de noche, pero se sentía de mejor humor.

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Años antes, en el Hotel de las Ballenas, mientras veía los destrozos que el mar había hecho la noche anterior en la costa, y cuán calmado se hallaba a esas horas, decidió preguntarle al viejo si le vendería el hotel. El anciano lo miró con curiosidad. Poco después, Treviño era el flamante propietario de un hotel en la playa. Allí conoció a su pareja, y comprendió que entraba a otra etapa en su vida.

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El martes 8 de noviembre de 2014 Treviño se despertó en la parte trasera de un Maverick blanco, similar al primer auto que tuvo en su vida, y concluyó: Este sueño ya lo tuve antes; esta vida ya la viví. Desde el asiento delantero, el Bus lo examinó por el espejo retrovisor:

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—¿Ya despertó? A toda madre, porque le toca manejar.

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El detective se incorporó lentamente. Unas cuantas palabras y sensaciones le quedaban del sueño: el estanque, el caballo, la visita del maestro.

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Ilustración: Leticia Barradas

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