No me imagino no escribiendo: Ignacio Padilla

Ago 28 • destacamos, principales, Reflexiones • 12722 Views • No hay comentarios en No me imagino no escribiendo: Ignacio Padilla

El 2 de agosto, Padilla recibió un homenaje en Bellas Artes. Con autorización del INBA, transcribimos las palabras con las que el brillante autor recién fallecido hizo un balance de su trayectoria

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Ana García Bergua y Jorge Fernández Granados, compañeros de ruta, cómplices: si alguien tenía que estar aquí eran ellos. Se los agradezco muchísimo. Me emociona sobre modo tenerlos aquí. Claro que también agradezco a mi querido Mauricio Montiel. Ya bien había dicho Jorge, es un compañero de ruta desde hace 25 años. Agradezco también, por su entusiasmo y su cariño, que podamos compartir este espacio.

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Ahora, es naturalmente muy difícil, hasta incómodo, aunque emocionante, escuchar hablar de uno. Además, escuchar hablar a gente por lo general que, aunque quisiera hablar mal de uno no podría hacerlo. Siempre existe el riesgo de creérselo. No me lo crean, no se lo crean. Además no voy a hablar de mí mismo, quisiera hablar de mis compañeros y maestros que están aquí en la mesa y cómo me han acompañado. Ellos ya lo han dicho: son ya más de 20 ó 25 años de que los conozco, de que me conocen.

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Formamos parte de una generación muy afortunada que pudo dedicarse muy tempranamente a la creación literaria en un país sin lectores. De la misma manera que formamos parte de una generación que ha dado grandes artistas visuales, grandes cineastas en un país donde nadie compra arte, poquísima gente asiste a exposiciones y muy poca gente asiste a ver cine mexicano. Si bien pertenecemos a una generación que llamaron “del desencanto”, pues mientras nuestros padres la pasaron bomba con la revolución sexual, les tocó salir a la calle a protestar, lo doloroso en Tlatelolco en el 68, nuestras grandes marcas vitales son tres derrumbamientos: el terremoto del 85, la caída del Muro de Berlín en el 89 y la caída de las Torres Gemelas. Son nuestras marcas generacionales: nuestra adolescencia, nuestra primera juventud y nuestra madurez. Son tres derrumbamientos. Sin embargo, se nos había condenado a ser la Generación X. Y quizá por eso, hemos hecho, al menos en el caso de los autores tanto mexicanos como los compañeros de la literatura en general, hemos hecho que nuestra contienda y que nuestra bandera fuera literaria y por eso escribimos como viejos desde que tenemos 20 años. Toda nuestra energía vital, juvenil, que habría tenido que ser invertida en manifestaciones, expresiones y subversiones, la dedicamos a leer y escribir. Además se creó este sistema un poco perverso, pero que finalmente dio buenos frutos, insisto, en un país donde se lee poco, que nos ha permitido vivir de la literatura y dedicarnos desde luego a cosas que también nos complacen muchísimo como la docencia, la academia y demás; en ese sentido hemos sido tan afortunados como desafortunados. Nuestra prosperidad y nuestra energía la dirigimos al acto creativo, al acto poético; estamos podridos en literatura, borgeanamente hablando, desde que tenemos 20 años.

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Cuando Jorge hablaba de este encuentro que tuvimos -el cual recuerdo perfectamente, fue en el 89, ya van a ser 30 años pronto- el único que traía un libro era él, un libro de poesía. Íbamos a Monterrey a recibir el Premio a las Juventudes Alfonso Reyes. En mi caso recibía el premio por un libro bastante modesto, y tan modesto que después fue vapuleado por mí y mis amigos para escribir la primera novela del Crack. Pero Jorge Fernández Granados iba a recibir el Premio Alfonso Reyes por un libro de sonetos. Era muy impresionante. Ustedes saben: el soneto es la camisa de fuerza, el mayor reto al que puede aspirar un poeta es escribir un soneto porque es como el cuento, a diferencia de la novela, con la visión despatarrada cuya belleza está en las interjecciones: uno puede equivocarse, trastabillar y demás. El cuento se le impone al cuentista, neurótico, quijotesco, como la camisa de fuerza para que nunca falte ni sobre nada. Lo mismo es el soneto, creo yo. Yo no escribo poesía. Lo poco que conozco de poesía es gracias a Jorge Fernández Granados, y él había escrito un libro donde tenía muchísimos sonetos, ha seguido escribiendo sonetos que son deslumbrantes. Era un chico de 23 ó 24 años que se había animado a escribir desde su adolescencia sonetos. Eso habla mucho del tipo de generación y el tipo de maestros que yo iba a encontrar.

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Qué mejor que un poeta que a veces narra y con frecuencia hace ensayo para instruirme en la lectura de Borges; para mí Jorge fue un guía fundamental en la lectura del gran maestro de la literatura en español del siglo XX, con todos sus cómplices que también se extrañan: Mario González Suárez, Enzia Verduchi, que nos reuníamos. Hay algunas fotos junto a una vía del tren; ahí oí maravillosas conversaciones en las que Jorge y Mario hablaban de Hermes Trismegisto. Desde luego después tuve oportunidad de tener como guías y cómplices a otros compañeros de la narrativa que son Ana García Bergua, Roberto Ransom y Rosa Beltrán, que coincidimos en aquella beca la segunda o tercer generación de Jóvenes Creadores, bajo la batuta -o el látigo- de Silvia Molina, mientras que los arquitectos, los fotógrafos, los poetas, los ensayistas se la pasaban muy bien y nosotros nos la pasábamos trabajando con la rigurosísima Silvia Molina de sol a sombra o de sombra a sombra. En ese entonces Rosa Beltrán estaba escribiendo La corte de los ilusos, Ana (García Bergua) estaba escribiendo El Umbral si no me equivoco, importantísimas hoy para la literatura mexicana, Roberto Ransom estaba escribiendo su Historia de dos leones.

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Todos ellos eran para mí deliciosos, porque si bien todos veníamos por esta ya cercana influencia de otra de las lecturas de nuestra generación, nacimos en el siglo de oro de la literatura latinoamericana, pero nosotros ya no leímos a Borges o García Márquez, al Boom Latinoamericano como un Boom, como una novedad: nosotros leímos Cien Años de Soledad como leímos La Montaña Mágica de Thomas Mann, como leímos Los Tres Mosqueteros de Dumas; para nosotros no había diferencia porque eran clásicos con la singularidad de que estaban vivos, nuestros clásicos del siglo de oro latinoamericano estaban vivos, y ellos eran perfectamente convivenciales y casi promiscuos con los clásicos de la gran literatura de lengua inglesa. Creo que Ana García Bergua es una de las grandes herederas y grandes lectoras de una parte de la literatura inglesa que nos apasiona como Stevenson, Chesterton y muchísimos otros escritores.

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Esa convivencia ha sido la que me ha acompañado y con la que he tenido la enorme fortuna de convivir desde el momento en que comencé a escribir; no me imagino haciendo otra cosa, no me imagino no escribiendo. Generalmente la literatura es una actividad solitaria, no me dejarán mentir: muchos de quienes están aquí en el público son también autores rigurosísimos, Gerardo Laveaga, hay aquí novelistas, cuentistas, académicos, poetas… suele ser una actividad de manera solitaria y sin embargo yo he tenido la enorme fortuna de escribir como una actividad de grupo y de amistad; el Crack es sólo un ejemplo, el que yo conociera desde la prepa a mis cómplices del Crack. Este año se cumplen 20 años de aquella puntada, de aquella bravuconada; ya también lo dijo Ana: nunca ha corrido tanta sangre, pero nunca ha corrido tanta sangre con resultados tan felices. Al final la historia del Crack, como la historia de mi amistad con Ana, son historias muy felices. Claro que en el 96 cuando presentamos nuestras novelas y aquel manifiesto tan despatarrado, tan snob, no hubiéramos pensado que era un acierto lo que estábamos haciendo, como ya dijeron corrió muchísima sangre, pero creo que afortunadamente el Crack fue junto con todos los demás miembros de mi generación en México, junto con escritores de América del Sur, de España y demás, el Crack fue no el único pero sí uno de los primeros catalizadores de una renovación de la literatura en nuestra lengua que hoy estamos, por fortuna, viviendo con mucha intensidad.

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La caída, el derrumbamiento de la literatura epigonal y de la literatura bananera se iba a dar, eso se iba a caer solito, nosotros ayudamos a empujar, pero iba a ocurrir, iba a suceder. Finalmente somos parte de esa lectura y de alguna manera nuestras obras son producto de esa convivencia, de esa efervescencia. Me considero siempre muy afortunado por haberme encontrado con gente de este talento y de esta calaña, gente que está con nosotros y que está escribiendo.

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Me escandalizan las cosas que han dicho mis alumnos de mí, me escandalizan no así la cantidad de obras o libros que mencionan que he publicado, parece que hay un impudor, y en parte no me hace tampoco muy feliz publicar tanto porque creo que no haya tantos lectores para mí. Nunca me he considerado un autor para públicos muy amplios; soy muy palabrero, lo estarán notando en este momento.

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Mi prosa no es fácil, o no creo que sea sencilla, y tampoco es que pueda evitarlo. Desde La catedral de los ahogados, que me impresiona el conocimiento que tiene Jorge de aquella novela, tanto que a veces me comenta cosas que no recordaba y se me antoja leerla. Desde entonces mi lucha no significa una pasión desbordada por las palabras, las veo como animales vivos, las busco, las rebusco, las reinvento, y por otro lado tengo el gran dilema de que a mí lo que me gusta es contar historias. Mi lucha de vida y literaria ha sido tratar que mi amor por las palabras no se coma en ocasiones a mis historias, o a mis ensayos también. Es muy difícil, a veces lo consigo, a veces no lo consigo… tanta palabra, tanta búsqueda léxica, sintáctica, ortográfica, termina obnubilando, oscureciendo esa pequeña historia que quería contar al principio. Pero, bueno ¿qué es la escritura si no eso? Sí me gusta observar cosas. Me preguntan mucho por ejemplo cómo puedo escribir un libro entero sobre encendedores. Bueno, Luigi Amara ha publicado algo sobre pelucas, que tiene un título maravilloso y es un libro ensayístico extraordinario que se llama La Vida (sic) descabellada de las pelucas; es un ensayo bellísimo donde hace metafísica y reflexiona tomando en cuenta la vida de las pelucas; yo hice lo mismo con La vida íntima de los encendedores.

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Mi padre me hacía una observación muy singular: los encendedores tienen vida propia. De pronto tienes seis y ninguno de ellos es tuyo, y resulta que dos de ellos son heredados, desaparecen, reaparecen y vuelven a desaparecer, y vuelve a aparecer tu encendedor en Tijuana. Y es eso: la vida de los objetos, la vida de las cosas.

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Hay muchísimas más, como la presencia de los encendedores en el cine por ejemplo. El arte de los encendedores… con esos pretextos se puede hablar de la vida de las cosas. Por eso, en mi biblioteca afortunadamente hay una historia del cine, una historia de los espejos, hay una historia del lápiz, hay una historia de la trucha e incluso otra historia maravillosa del mundo a través de la sal. Es la manera en que se hace historia hoy día, otra historia maravillosa es la historia de las muñecas, una obra de Gaby Wood que se llama Muñecas vivientes, de la cual he sacado muchas ideas.

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No necesitamos traer las historias, las historias están ahí. Hay veces en que ni siquiera han salido de alguna parte; hay veces en que creo que son muy originales. Un día se me ocurrió escribir una historia de la conquista de los ochomiles, es decir del Everest, el Kanchenjunga y demás, pero en vez de que fuera la historia de la conquista de los ochomiles, iba a recontar la historia de esos exploradores literariamente y en vez de escalar los ochomiles iba a narrar las expediciones a los ocho círculos del infierno dantesco. Me parecía original referirme al infierno dantesco que me iba a encontrar, sin almas y sin nada, y entonces me puse a reescribirla. Me parecía maravillosa cuando me habla mi amigo Jorge Volpi y me dice: “acabo de ir al cine y vi una historia muy curiosa de unos espeleólogos que se encuentran el infierno de Dante debajo de una capilla en Rumania y descienden y aparecen los demonios ahí”. Meses después vuelve a hablar Jorge Volpi y me dice “acabo de ir al cine y vi la misma historia de los espeleólogos, pero esta vez son chicas, son chavas, que se encuentran en Canadá y descienden al infierno de Dante”. ¿Tenía yo que demandar a esta gente?

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A Volpi le había ocurrido, estaba escribiendo En busca de Klingsor y salió al mismo tiempo una obra de teatro que fue un éxito en Copenhague, que es sobre el mismo encuentro, que trataba a los dos científicos en que se estaba basando para el libro de En busca de Klingsor. ¿Que hay, una demanda? Las ideas están allí. Yo estoy seguro de que o no hay originalidad o siempre hay originalidad. Si yo había pensado en esta historia es porque ya había algo en el ambiente que llevó al director (de la película) a pensar el infierno de Dante en el año 2005. No va existir una originalidad total más que en la manera y el género en que decidamos escribirla. De cosas cotidianas surgen mis historias no tan cotidianas, de libros como el caso de una novela deliciosa de Ana García Bergua donde hay un fanstasma colgado de una lámpara o que vive en una lámpara. Pero también hay versos o cuentos de Jorge Fernández Granados que me hubiera gustado escribir, no digamos novelas.

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Están esos rincones del mundo que nos están pidiendo que contemos sus historias. De mi zurdera, de mi siniestralidad he sacado tanta información que he escrito mucho, incluso un libro para niños que se llama Todos los osos son zurdos, a partir del mito de que todos los osos polares son zurdos. Ese es uno de los datos que uno escucha por traer las orejas puestas ¿no? Felipito de Mafalda dice eso,que hay un riesgo en traer las orejas puestas, yo siempre las traigo bien puestas, entonces escuché que los osos polares y los pericos, los loros, son zurdos; ahí está el dato escueto. Lo que hay que hacer, y para eso estamos los escritores que tenemos que pensar torcido, es ¿cómo se sabe si un oso polar es zurdo? No tanto cuestionar la idea de que todos los osos polares sean zurdos, sino ¿cómo sabemos? ¿quién investigó? ¿cómo pudieron saberlo? Es por el uso de las garras. Lo que hay que hacer no es investigar, sino escribir un cuento de cómo alguien descubrió que un oso polar es zurdo. Al parecer un antropólogo que estaba viviendo con los esquimales descubrió que los esquimales al convivir con los osos polares mucho tiempo, tenían un ritual previo a la cacería en el cual todos, la mayoría diestros, utilizaban la mano izquierda como invocando un poco al tótem o la fiera a la que iban a cazar al día siguiente; entonces habrían sido los esquimales los que descubrieron que los osos polares en su mayoría, o todos, son zurdos, luego lo que hay que investigar es si el diez por ciento de los osos polares es diestro. Si el diez por ciento de los seres humanos somo zurdos, entonces el diez por ciento de los osos polares tiene que ser diestro.

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Allí hay historias extraordinarias; estas cosas están siendo contadas y están sucediendo cotidianamente, y creo que lo que nosotros hacemos es retomarlas y recontarlas o repegarlas o reinventarlas, sin que haya en efecto nada nuevo bajo el sol más que la manera de usar las palabras para contar algunas historias. Lo mismo digo en cuanto a los bestiarios, cuentos de animales que desde luego también nos dicen muchas cosas. Ana mencionaba este libro Las fauces del abismo que es un bestiario.

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Sí soy un devoto de los cuentos, porque ya lo han dicho mis maestros y amigos, soy un contador de historias. También he dicho, citando al gran cuentista que es Ricardo Piglia, que yo escribo novelas para descansar entre un cuento y otro. Yo estoy convencido de que el Quijote de 1605 es una novela de un cuentista. Es muy evidente que el Quijote quiso ser una novelita ejemplar, un cuento a la Bocaccio, y se le salió de las manos a Cervantes; se ve la desesperación de Cervantes tratando de contener a ese animalazo que se le está saliendo el cuento de las manos y de pronto ¡pum! le nace un hibrído extrañisímo que es la primera parte del Quijote, que ya luego la segunda, diez años después, es un tipo que entendió la lección y se propuso escribir una novela. Eso me sucede a mí. Yo suelo intentar, y he querido dedicar mi vida, a hacer una propuesta como cuentista. Es el género en el que mejor me siento; no me consta si es el género en que mejor me expreso, porque eso no lo puedo decidir yo, eso lo deciden ustedes, pero sí es donde más a gusto me siento porque en el cuento puedo dar cabida a mi obsesión por las palabras. Si escribo una novela y me dejarán mentir pero no deberían hacerlo, mis novelas escritas con la prosa que manejo se vuelven farragosas, pero un cuento todavía aguanta un estilo neurótico y muy pulido en un cuento, pero ya 200 páginas de palabras extrañas y sintaxis y subordinadas y demás, ya se vuelve más pesado.

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Por eso yo en el cuento me siento en mayor libertad de ser, de pulir el diamante en bruto del lenguaje. Y bueno, he propuesto una obra cuentística como proyecto de vida. Es una de las cosas que puede servirle a mis futuros lectores, si algún día quieren leerme o se toman la molestia, o tienen el interés de leerme, pueden ubicar que hay cuentos para niños, hay ensayo, novela, pero que la médula de ese proyecto, al que he llamado Micromedias, son una serie de libros de cuentos que comencé hace 20 años, ante mi ansiedad, mi nostalgia de los grandes proyectos cuentísticos. Nosotros podíamos hablar de libros de cuentos; es decir, Jorge podía decirme Ficciones y no se refería a un cuento determinado, sino que me decía Ficciones e inmediatamente yo entendía que era un libro de Borges, unitario. Queremos tanto a Glenda, entonces uno ubicaba el cine, Cortázar, hay tales y tales cuentos en el libro Queremos tanto a Glenda. El Llano en llamas, ustedes lo han tenido que leer, hay un cuento que se llama “El llano en llamas” pero existían volúmenes concretos.

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Hoy en día la mayoría de los libros de cuentos son cajones de sastre. En ambos sentidos, desastre y de sastre. Como ahora, el cuento es un género poco prestigioso y de pronto te llaman por teléfono y te dicen: “escríbeme un cuento sobre Navidad, vamos a hacer un suplemento, dentro de un mes estamos juntando cuentos de Navidad.” Y ahí se pone el cuentista a escribir un cuento de Navidad de lunes a lunes. A mí escribir un cuento me toma año y medio más o menos; claro, alternándolo con otras cosas (…). Pero la gente lo hace, y después de cinco años que ya se juntaron todos tus cuentos, haces un tuttifruti de tus cuentitos, que habías escrito mientras escribías tu novela.

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Yo me he propuesto hacer volúmenes cuentísticos como proyecto, no solo uno, sino todos los que yo pueda escribir a lo largo de mi vida, que sean parte de un proyecto; mis libros de cuentos son ese proyecto, esa propuesta de vida, las novelas y todo lo demás que ustedes encuentren, son irradiaciones de este señor que está escribendo mientras vive un libro de cuentos, que nunca se va acabar, que no le va a dar tiempo de acabar.

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Ha surgido una cuenta pirata de facebook, es una cosa espeluznante y preocupante, pero al mismo tiempo interesante (…) yo no tengo facebook y sin embargo surgió hace nueve o diez días una cuenta a nombre de Ignacio Padilla con mi fotografía. Para mí esto es increíble y aterrador; es una cuenta que fue abierta en la República Checa por un señor que se toma fotografías de su pie, y escribe en árabe; se vuelve más inquietante porque algunas de las fotografías son de la bandera de Israel en llamas, y se ha movilizado toda la comunidad literaria.

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Desde luego ya tiene muchísimos más amigos ese señor de los que yo alguna vez tuve en twitter, pero él en facebook. Mucha gente, amigos míos de la prepa en África se amistaron con esa persona, y muchísima gente piensa que soy yo porque está mi fotografía y demás, me han escrito para felicitarme (…) Mis amigos que sí tienen cuenta de facebook lo han denunciado, pero en facebook inmediatamente dicen que no se puede hacer nada. Ya abrí una cuenta a mi nombre para denunciar que yo sí soy Ignacio Padilla. Facebook me contesta que no pueden hacer nada. Está muerto de la risa, o muerta de la risa, no sabemos quién es la titular, ya se ha hecho de palabras con amigos míos, con apócrifos, conocidos de mi clon… de todo esto la gente me dice “es el karma porque escribiste una novela de impostores que se llama Amphitryon”.

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Hace muchos años, cuando iba yo en la universidad, organizamos un coloquio de comunicación en Acapulco y varios compañeros seríamos edecanes en este congreso; se adelantaron, no tenían dónde quedarse, entonces yo les dije “pues di que eres Ignacio Padilla, ingresa a mi cuarto”. Llegó uno, dijo que era Ignacio Padilla y entró a mi cuarto, llegó otro dijo que era Ignacio Padilla… cuando llegué yo, no me dejaron entrar. Como los clones de las películas, ya no me dejaron entrar porque yo ya no podía ser yo. Esa historia es típica de ese tipo de historia que yo habría escrito. No sé si tengamos tiempo para leer un cuento. ¿Les parece bien?

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FOTO: Ignacio Padilla en la Ciudad de México, el 14 abril de 2016, día en que fue nombrado miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua./ Christopher Rogel. EL UNIVERSAL

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