No me interesa escribir novelas con moraleja: entrevista con el escritor Sergio Ramírez

Ene 15 • Conexiones, destacamos, principales • 6105 Views • No hay comentarios en No me interesa escribir novelas con moraleja: entrevista con el escritor Sergio Ramírez

 

En entrevista, el escritor nicaragüense habla de su novela Tongolele no sabía bailar, que toma como contexto las protestas surgidas en Managua en abril de 2018 y la brutal respuesta del gobierno para reprimirlas; el libro ha sido prohibido en Nicaragua y ha orillado a su autor a vivir en el exilio

 

POR VICENTE ALFONSO 
Considerado una de las voces esenciales en la literatura en lengua española, ganador de múltiples premios, Sergio Ramírez enfrenta en estos días un nuevo exilio a raíz de la publicación de su más reciente novela, Tongolele no sabía bailar (Alfaguara, 2021). Nacido en Masatepe en 1942, Ramírez forma parte de la generación de escritores latinoamericanos que surgió después del boom. Tras un largo exilio voluntario en Costa Rica y Alemania, abandonó por un tiempo su carrera literaria para incorporarse a la revolución sandinista que derrocó a la dictadura del último Somoza. Fue vicepresidente de su país desde 1985 hasta 1990. Es autor de más de una decena de novelas entre las que destacan ¿Te dio miedo la sangre? (1978), Castigo Divino (1988, Premio Dashiell Hammett) y Margarita, está linda la mar (1998, Premio Alfaguara). En 2017, su trabajo fue reconocido con el Premio Cervantes, máximo galardón a la literatura en lengua española. Aunque Tongolele no sabía bailar ha sido prohibido en Nicaragua y sobre su autor pesa una orden de aprehensión, se sabe que la novela circula de manera clandestina, pues toma como contexto las protestas surgidas en Managua en abril de 2018 y la brutal respuesta del gobierno para reprimirlas.

 

Invitado por la Casa-Estudio Cien años de Soledad, recinto en donde Gabriel García Márquez escribió su obra maestra y hoy convertido en un centro de creación y difusión de la literatura administrado por la Fundación para las Letras Mexicanas, Ramírez accedió a conversar acerca de su más reciente novela, sus libros clave, sus procesos creativos y sobre los hechos recientes que le han orillado a dejar su natal Nicaragua para exiliarse en España.

 

¿Cómo llega usted al formato de novela negra, formato que viene ejerciendo desde hace décadas con mucha fortuna?

 

Tengo muchas cosas que decir alrededor de esta pregunta. Lo primero es el uso del formato de novela negra para tratar un tema político de actualidad. Siempre me ha parecido que entrar en los temas políticos, sobre todo los demasiado contemporáneos, implica ciertos riesgos que acusan la falsa toma de distancia con hechos históricos. En la novela eso es esencial: nunca olvido que Tolstoi escribió sobre la invasión napoleónica a Rusia décadas después, ya cuando estos acontecimientos eran parte del pasado más o menos remoto, y que Flaubert en La educación sentimental también toma décadas para acercarse a los hechos de la comuna de París. La novela negra es un método indirecto para entrar en acontecimientos muy contemporáneos porque no te pone de frente a los hechos políticos tratando de dilucidarlos como tales. Nunca me ha interesado el término “novela política” en la medida en que tenga ánimos de denuncia o de confrontación con el poder establecido, tratar de escribir novelas con moraleja. Decir “estas cosas son así, pero no deberían serlo”. La novela negra tiene su propia trama que responde a sus propios pesos, personajes, leyes y puede ir por un camino paralelo al de los hechos políticos. Al fin y al cabo una novela es un relato múltiple que va sopesando distintas circunstancias sin buscar cómo comprometerse políticamente con ellas.

 

Ahora, respecto a lo que decías del tema de los disfraces: siempre me ha fascinado cómo la gente se esconde tras ellos. Cuando en 1985 regresé a la literatura después de años de ausencia porque estaba comprometido en la gran aventura política de mi vida que fue la Revolución, empecé con una novela que narraba un día en mi pueblo natal, y el día en que yo había nacido, que es un día en donde todo mundo anda disfrazado. Se llama Un baile de máscaras. Me interesa lo que hay detrás de la gente y lo que enseña, y esto tiene que ver con la naturaleza del poder que se ha establecido en Nicaragua, que es un poder absorbente, centrífugo, que no deja espacios para nadie más que como operadores políticos que responden a una sola voluntad omnímoda. En este tipo de relatos a mí me han interesado más bien los personajes secundarios: no irme a la mítica de la pareja bicéfala que gobierna Nicaragua, sino tratarlos de manera lejana, y ver cuáles son los efectos del poder en la gente, cómo la gente tiene que armarse para ejercer el poder que le delegan, y cómo otros tienen que defenderse de ese poder. Entonces aquí, en la figura de Anastasio Prado, alias Tongolele, un viejo guerrillero que tiene una dotación natural para este trabajo, con esa inteligencia perversa de disfrazarse, esconderse y averiguar lo que los otros están haciendo, de no tener ningún escrúpulo para meterse en las vidas ajenas. Un hombre de una vieja ideología, de un poder que lo justifica todo: mantenerse en el poder creyendo que la revolución está aun en el poder. El fin termina justificando los medios, y cualquier atrocidad es válida para mantener ese poder. De lo que poco a poco se va dando cuenta este personaje, es que ese poder lo va triturando a él mismo.

 

Hay elementos muy importantes en la historia que podemos reconocer en nuestra vida diaria: fake news, filtraciones en twitter. ¿Cómo llega a estos recursos tan actuales?

 

He tenido siempre una especie de drama personal con los medios digitales. En determinado momento me di cuenta de que narrar en tiempo presente es imposible sin acudir a esta atmósfera creada por el mundo digital. García Márquez decía que no hay cosa más difícil para un narrador que manejar un bastón o un sombrero en la mano de un personaje, porque no podemos olvidarnos que lo tiene en la mano: si es un sombrero lo debe colgar en una percha, recogerlo cuando se va. Hay que tener cuidado, no olvidar lo que uno mete en escena. Como decía Chéjov, cuando en una pieza de teatro se enseña un arma, esa arma tiene que ser disparada, si no está allí de manera gratuita. A mí me fascina el teléfono celular en la mano de la gente, porque las cosas que en la novela policíaca antes se resolvían por vericuetos más complejos, hoy día llegan y entran por los celulares imágenes, voces, mensajes, reportajes que la gente hace en la calle filmando cosas inesperadas. Es un implemento único que no podemos despreciar. En esta novela, Doña Sofía, la asistente del inspector Morales, aprende a manejarlo maravillosamente. Para meterse en la vida moderna uno no puede ignorar sus elementos, y yo tengo la dicha de que a lo largo de mi vida he presenciado la transformación de los medios de comunicación de una manera asombrosa. En el Orlando de Virginia Woolf el gran elemento de civilización del siglo XIX es el ferrocarril: todo está centrado alrededor de la aparición del ferrocarril, que transforma la civilización y las comunicaciones.

 

De niño en Masatepe, donde nací, me iba a meter con fascinación a la oficina de telégrafos a ver al viejo telegrafista manejar la clave Morse. El misterio era cómo esos sonidos largos y cortos transmitían mensajes. Conocí los teléfonos de magneto, luego los teléfonos de disco, hasta llegar a los celulares. Ha sido un largo camino que no puedo ignorar en la medida en que el tiempo me va comiendo a mí y en la medida en que tengo que ser más contemporáneo.

 

Hoy que conversamos abrigados por la Casa Estudio donde García Márquez escribió Cien años de soledad, no puedo dejar de mencionar que en la página 115 de esta novela aparece ese libro…

 

A Gabo le encantaban los códigos secretos, y en Cien años de soledad no deja de mencionarlo. Recuerdo que menciona un mensaje escrito en la clave secreta de uno de los emperadores romanos que todavía se usaban en la guerra de los mil días de Colombia. Esto del lenguaje cifrado es siempre fascinante.

 

En la página 92 encontramos una frase: “la palabra es más potente que una ametralladora”. Parece que es así, porque esta novela ha levantado mucha polémica y ha originado una orden de aprehensión en su contra.

 

Me llama mucho la atención que, en la historia de las tiranías en América Latina, no es tan común el hecho de que a los ojos de unos gobernantes llegue un libro de ficción y se sientan ofendidos al grado de mandar prohibirlo. No recuerdo muchos libros de ficción que hayan sido prohibidos o sus autores perseguidos. Somoza en Nicaragua le tenía mucha tirria a los escritos directamente contra él, a los editoriales de Joaquín Chamorro en el diario La Prensa, por los cuales lo mandó matar, porque no le perdonaba que le señalara todos los días que uno de sus negocios era sacarle la sangre a los menesterosos, convertirla en plasma y venderla en divisas en el extranjero. Eso le ofendía terriblemente, pero era algo que confrontaba a Somoza. En esta novela hay dos cosas que pueden haber ofendido al poder político, me imagino, si es que estas dos personas que tiranizan Nicaragua han leído la novela, eso lo pongo en duda. O quizá les ha llegado por boca de terceros, diciéndoles “miren, aquí los ofenden, esto no conviene”, eso es un misterio para mí. Pero el hecho de prohibir esta novela fue para mí por dos motivos: uno, por los acontecimientos que comenzaron en abril de 2018, en la cual murieron más de 400 jóvenes en las calles de Managua y otras ciudades, inmediatamente el poder público contrapuso una contratesis, que es lo que sucedió en el 68 en México, o como ocurre en Cien años de soledad en la masacre de los trabajadores bananeros: “Aquí no ha pasado nada, esto es mentira, esto es un mito”. En Nicaragua la tiranía impuso una contratesis diciendo que en las calles de Managua no hubo una masacre de jóvenes sino un levantamiento que quería un golpe de estado, algo muy extraño porque los golpes de estado nunca se dan más que en los cuarteles, y aquí culpaban de golpe de estado a jóvenes desarmados. Yo lo que hice fue escoger para la novela dos o tres acontecimientos clave de esos días, como son el incendio de una fábrica de colchones, porque allí vivía una familia cuya cabeza era un pastor protestante que se negó a que los francotiradores se colocaran en la terraza de su casa y le mandaron a pegar fuego a la fábrica y murieron abrasados todos los habitantes. Luego el asalto a la Iglesia de la Divina Misericordia, que es un hecho histórico también, esa noche de terror que pasan allí un grupo de sacerdotes, feligreses y estudiantes refugiados de las balas de los paramilitares y, tercero, la muerte de jóvenes a manos de francotiradores con fusiles Dragunov importados de Venezuela, con tiros certeros al cuello, a la cabeza y al pecho. Entonces, estos tres hechos están sacados del cúmulo de acontecimientos de esos días, pero son hechos ciertos metidos en forma de ficción, pero sin dejar de ser una crónica dentro de la novela.
La otra cosa que me parece a mí que puede haber sido agraviante para ellos es hablar de la naturaleza esotérica del régimen, porque eso de que el país esté sembrado de “árboles de la vida” de fierro de todos colores, de que hoy en día —y esto es algo que en la novela ya no cupo— las funciones oficiales se den alrededor de una estrella de cinco picos rodeada por un círculo de fuego, que eso ya pasa de esotérico a demoníaco. Estos símbolos, a pesar de que ellos los usan, a pesar de que creen profundamente en Sai Baba, y que hay que protegerse del mal de ojo o de la mala suerte a través de las defensas del esoterismo, pues tal vez esto, aunque se practica, no les gusta que se les diga. Son dos verdades que están en la novela. En lo que se refiere al esoterismo parecería de ficción. A mí me hubiera gustado mucho inventar, como producto de mi imaginación de novelista, la existencia de los árboles de la vida en Nicaragua, este bosque interminable de árboles de fierro, pero no: están allí.

 

Hablemos de la carpintería de la novela. El tono es importantísimo: ágil, sarcástico, ácido que le permite exponer realidades que de otra manera serían insoportables.

 

El primer tema del tono es volverse como Los Polivoces, aquel conjunto mexicano: uno tiene que hacer, fingir, organizar distintas voces dentro del contexto de la novela. La novela tiene un modo central de ser contada, pero de allí podemos partir hacia las distintas costillas que parten de esa columna, que son las distintas voces, las diferentes maneras de que los personajes se expresen. Por ejemplo: hay un sermón de Monseñor Ortez que los personajes vienen escuchando por la radio cuando van de regreso a Managua, el inspector Morales y el padre Pupiro. Si yo hubiese usado mi voz para decir lo que Monseñor dice allí, sería un discurso político gratuito, pero está convertido en un sermón, y yo lo escribí en el lenguaje en que estos curas rebeldes escriben sus sermones, como Monseñor Rolando José Álvarez de Matagalpa, como Monseñor (Silvio José) Báez que está exiliado en Honduras y ahora en Miami. Darle ese tono de imprecación casi bíblica que tiene el sermón de Monseñor Ortez muy valiente, muy decidido, hasta el hecho de que lo quieran matar a palos por ese sermón. También hay piezas en forma de whatsapp, de tuits, y el informe que el padre Pancho dirige al Cardenal. Me parece que acomodando distintas voces es como uno puede librarse de la tentación del discurso político.

En El viejo arte de mentir usted nos dice: “recuerden que siempre es más importante atrapar al lector que atrapar al asesino”. Una premisa de oro para escribir novela negra.

 

 

Si en una novela policíaca uno no atrapa al lector, ¿de qué sirve el asesino? Yo siempre que escribo estoy colocado frente a un lector muy exigente. No creo en los lectores mediocres ni en los lectores superficiales, me coloco frente al mejor de los lectores, al que va a ser capaz de hacer juicios críticos muy profundos, al que es capaz de aburrirse más, al que hay que mantenerle despierta la atención, al que va a descubrir quién es el asesino, pero tiene que leer sin irse del libro.

 

Me interesa mucho un momento en que usted buscaba profesionalizarse como autor. Me refiero a la época en que usted estaba escribiendo ¿Te dio miedo la sangre? gracias a una residencia del Programa de Artistas Residentes en Berlín, patrocinada por Servicio de Intercambio Académico Alemán (DAAD). ¿Qué recomendaciones nos daría para los jóvenes que hoy quieren profesionalizarse en el oficio?

 

Recuerdo que cuando llegué a la Universidad Nacional Autónoma de León tenía 17 años, fundamos una revista literaria y en ese tiempo había una palabra olvidada hoy en la tipografía, que son las galeras o galeradas. A uno la imprenta le entregaba una tripa de papel con la primera impresión tipográfica para hacer las correcciones de imprenta. Yo me llevaba de la imprenta las tiras largas de papel y como no tenía máquina de escribir, usaba la primera máquina que encontraba en las oficinas de la rectoría para escribir mis cuentos en estas hojas largas para no estar perdiendo tiempo en cambiar la hoja. Era la prisa juvenil que uno tiene cuando escribe rápido y corrige poco. Eso yo no se lo reprocho a alguien que tiene 17 años, así es la escritura. Eso de decantar la escritura, de irse enamorando del sacrificio de la corrección viene cuando uno va adquiriendo la responsabilidad del propio oficio y ya uno está pensando en que hay un editor desesperado que te está esperando a que termines ese cuento porque si no el mundo se está perdiendo de esa historia (Ramírez ríe). Entonces la escritura cada vez se vuelve más reflexiva, y ¿qué necesitas para eso? Necesitas un espacio de tiempo, un lugar fijo, una disciplina, un lugar como el que tiene ahora José Adiak Montoya allá en la Casa Estudio Cien años de soledad. Eso yo no lo tuve sino cuando me fui a Alemania en 1973, porque antes yo era un burócrata en Costa Rica, trabajaba en un organismo universitario centroamericano haciendo miles de cosas, y yo acepté esta beca porque iba a tener esa oportunidad. Alguien me dijo: te vamos a dar una beca sólo para escribir, y me fui a Alemania con esa beca porque tenía un estudio donde podía escribir de ocho a doce del día y me hice esa disciplina que aún conservo y que consiste en que, cuando no tienes nada qué inventar, entonces tienes que ponerte a corregir. Cuando yo vivía en Alemania no había cosa que me aterrorizara tanto como cuando oía unos pasos resonar en la escalera de madera, porque sabía que era algún estudiante nicaragüense que llegaba a visitarme y entonces la mañana estaba perdida.

 

Pienso en otra de sus novelas, Castigo divino. Allí usted se impone otro tipo de disciplina, porque la escribió mientras era vicepresidente de Nicaragua. ¿qué significa ser vicepresidente de su país sin dejar de ser escritor?

 

Allí está lo grave que hay que resolver. Yo regresé de Alemania en 1975 a Costa Rica ya comprometido con la lucha para derrocar a Somoza, y de 1975 a 1985 yo no volví a escribir una línea. Esos quizás hubieran sido algunos de los años más productivos de mi vida como escritor, pero bueno, eso es una especulación mía. Tampoco sé qué hubiera sido de mi vida sin la experiencia de la Revolución. Entonces en 1983, cuando se decidió que yo iba a ser candidato a vicepresidente en las primeras elecciones que se convocaban, yo me dije “bueno, este período son seis años más”. 16 años sin escribir era el suicidio, y eso me llenaba de angustia. Dije “tengo que ponerme a escribir”. Nicaragua estaba bajo un embargo comercial de los Estados Unidos, pero un amigo de Panamá me consiguió en Canadá un procesador de palabras IBM, y lo mandó a través de Madrid y llegó a Nicaragua y allí empecé a escribir, a ejercitar mis dedos escribiendo un librito sobre mis recuerdos con Julio Cortázar. Luego ya tenía el bagaje suficiente para escribir Castigo divino, un libro que se vino haciendo a lo largo de diez años, en silencio, leyendo los expedientes judiciales, los libros de toxicología, de psiquiatría forense. Comencé a escribirlo sin notas, cuando ya tenía todo metido en la cabeza, pero dije ¿a qué horas lo escribo? No había más que levantarse temprano: a las cuatro de la mañana, ya estaba en mi ordenador dándole a Castigo divino, quizás el libro más complejo que yo he escrito, quizás el más luminoso. Lo escribí en las madrugadas, como una necesidad, porque sigo reafirmándome en la idea de que la literatura es una necesidad o no es nada.

 

Esa novela tiene forma de expediente. Eso me hace pensar que en muchos casos la impartición de justicia está muy ligada con el ejercicio de la narrativa, pues el expediente se forma con relatos que cuentan posiciones enfrentadas frente a un mismo hecho. Quien construye un mejor relato es quien convence al juez.

 

Eso que estás diciendo me parece esencial. Mira, cuando yo me fui a León a estudiar Derecho, a un tío se le ocurrió regalarme una colección de boletines judiciales. Era una colección de diez tomos que comenzaban como a inicios del siglo XX. Los boletines judiciales tienen la ventaja de que son los casos que llegan a la Corte Suprema en casación, y por lo tanto alguien hace un relato del juicio desde el principio, para que los jueces supremos puedan fallar. Esos relatos eran verdaderas novelas: yo leía mucha poesía, pero las novelas que yo leía eran esos boletines judiciales. Amanecía dos o tres de la mañana leyendo casos de estupro, de incesto, de estafa, de adulterio (los adulterios eran juicios penales entonces) y sentía que en esos relatos judiciales estaba la vida de los personajes, que aparecían allí involucrados los personajes. Cuando años después cayó en mis manos El rojo y el negro, me di cuenta lo que para Stendhal había significado la gaceta judicial. Este caso lo leyó en una gaceta judicial, el caso de este muchacho que se enamora de la mujer que lo lleva a la tragedia. Allí me di cuenta del valor que los relatos judiciales tenían para mí: como experiencia, como forma de lectura, y como forma como tú decías, dialéctica de expresar contradicciones entre voces diferentes.

 

Hay mucha diferencia entre la tradición policial latinoamericana y la europea. El europeo tiene de su lado la justicia, mientras que para los latinoamericanos, la procuración de justicia es un elemento que trabaja en contra…

 

Sí, yo me doy cuenta cabal de esto cuando leo las novelas de Élmer Mendoza, porque su personaje de El Zurdo encuentra muy difícil dilucidar la línea entre el bien y el mal. ¿De qué lado está actuando el personaje? Esto es consecuencia del ambiente en que se mueve. Es decir, en la novela anglosajona está el aparato judicial detrás, sólido, defendiendo al investigador y protegiendo al reo contra el investigador, que no puede tenerlo más de 24 horas bajo interrogatorio sin llamar a su abogado, que el fiscal tiene que autorizar los procedimientos, si van a intervenir una línea telefónica tiene que haber una orden de un juez. Todas esas cosas a mí me parece que son ficción en América Latina contra la realidad que nosotros vivimos: la justicia y la injusticia dónde terminan, el aparato legal cuánto peso tiene, si el juez está comprado o no por el narcotráfico, a qué intereses responde el fiscal, si la ley va a ser manipulada o no. Por otro lado la novela policiaca en América Latina necesariamente se politiza más porque está bajo el peso de una atmósfera anormal y por lo tanto no es inocente, no hay una legalidad que defienda la estructura de la novela, y eso hace que se establezca una enorme diferencia entre la novela policiaca negra latinoamericana y la novela negra anglosajona. Este es un nuevo tipo de novela que se mueve entre lo político y lo policiaco.

 

FOTO: Sergio Ramírez ha recibido diversos reconocimientos, entre ellos el Premio Cervantes 2017. De 1985 a 1990 fue vicepresidente de Nicaragua por el Frente Sandinista, partido que hoy lo persigue/ Crédito de foto: Archivo El Universal

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