“No queremos héroes ni vanidosos”

Sep 23 • Conexiones, destacamos, principales • 8208 Views • No hay comentarios en “No queremos héroes ni vanidosos”

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Nos sobra voluntad, pero también fantasía, desorganización y ganas de echar desmadre. Afortunadamente entre la dispersión aparecen los liderazgos, como nos relata esta historia nocturna sobre rescatistas en las colonias Emperadores, Obrera y en el Multifamiliar Tlalpan de la Ciudad de México

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POR GERARDO ANTONIO MARTÍNEZ

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Primera brigada. 19 de septiembre. Esta historia sólo nos la habían contado. Doce horas después del sismo, los capitalinos aún buscan a sus heridos y, en silencio, lloran a sus muertos. Los apagones han convertido a varias colonias emblemáticas de la Ciudad de México en territorios tomados por la oscuridad y la incertidumbre, la generosidad y la solidaridad. Así pasa en las colonias Narvarte, Del Valle, Roma, Condesa; más al sur en Taxqueña y Coapa, o en Xochimilco y Tláhuac, porque la periferia también existe. Hoy tembló. Tembló de verdad, porque esta historia sólo nos la habían contado.

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Son las doce de la noche en la colonia Emperadores. En la esquina de Emiliano Zapata y Petén cuatro enormes grúas retiran los escombros del edificio de siete pisos que se encontraba en esta esquina. Sus habitantes habían evacuado, aunque regresaron minutos después. El resto, lo sabemos. Se sabe que son cerca de veinte personas y que algunas de ellas ya se comunican desde debajo de esas ruinas con sus teléfonos celulares. Algunos ya han sido detectados por binomios caninos. Los trabajos son coordinados por el Ejército, la Marina y Protección Civil. Cuadras a la redonda, camiones de volteo esperan su turno para retirar los escombros, mientras los paramédicos hacen guardia en las ambulancias.

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Cientos de voluntarios han llegado en autos, en caravanas de motocicletas, convocados por su grupo de boys scouts o vecinos del barrio que tomaron prestada una camioneta van. Ante la improvisación, son replegados por personal de Protección Civil. Más que ayuda, muchos de ellos comen tortas que les ofrecen otros voluntarios; una pareja se besuquea junto a una de las grúas que levantará las lozas del edificio siniestrado. En realidad esperan su turno. Nadie quiere quedare sin su rebanada de ayuda. Mientras esto sucede, algunos husmean en uno de los edificios cercanos –en riesgo de colapsar–, e inventan historias y personajes en medio de la emergencia. Con sus lámparas, buscan un perrito que, dicen, se asomó por la ventana. “Se movió la cortina, güey. ¡Alúmbrale ahí, en el cuarto piso!”. Tienen que llegar los coordinadores de Protección Civil para pedirles que se alejen de ese perímetro. Esto no es un juego. ¿El perro? Nunca existió. Doce horas después del sismo sabemos que nos sobra voluntad, pero también mucha fantasía y desorganización.

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Pero entre la dispersión aparecen los liderazgos, muchos de ellos gestados en la convivencia del barrio. Algunos son participantes de las brigadas de rescate de 1985. Hoy, dirigen grupos de millennials, a los que han visto crecer y sobre los que tienen cierta autoridad. Se conocen, se llaman por sus apodos y se mientan la madre con cariño. Uno de ellos convoca a una treintena de veinteañeros a treparse a un camión de volteo; los botes vacíos de pintura e impermeabilizante vuelan al interior. Cuando llegan a la esquina de Uxmal, saltan a la calle para sumarse a las labores, donde cientos de voluntarios han formado dos filas. Muchos esperan su turno: algunos comiendo una torta, galletas, cacahuates, o durmiendo una siesta envueltos en lonas o, a pesar de la amenaza de una fuga de gas: ¡fumando! Aquí cualquier casco es útil: el de ciclista, el de la motocicleta, el de beisbol, el de Daft Punk o una gorra con la visera chueca. Entonces, desde arriba de los escombros, el punto cero del rescate, un soldado alza los brazos y cierra ambos puños: silencio. Todos callan.

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Más al sur también existe Coapa –la eterna wannabe capitalina– que también ha sido maltratada por el sismo. Sobre Calzada Miramontes hay edificios golpeados: varias plazas comerciales dañadas y dos edificios de la Unidad Girasoles que se fueron abajo con sus habitantes en el interior. Muchas, muchas casas no cayeron, pero tienen daños graves.

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Afuera del Colegio Enrique Rébsamen está todo Coapa: desde locatarios del Bazar Pericoapa hasta arquitectos que se ofrecen a coordinar los trabajos de apuntalamiento de esta escuela, que se vino abajo con varios alumnos y maestros en sus aulas. Desde el paradero de Huipulco, el embotellamiento ha creado procesiones de ex pasajeros que han decidido bajarse del microbús y hacer a pie los tramos restantes hasta sus casas. Los microbuseros, ajenos a su costumbre, ceden el paso a las ambulancias y a los motociclistas que llevan víveres y material de curación. Cerca de las once de la noche, el presidente visita esta zona de la delegación Tlalpan. Los padres de los niños fallecidos salen abrazados por personal de Ejército y la Marina. Iban bien hasta que sucumbieron a la ficción de la niña Frida, una víctima que nunca existió, a la que bautizaron y le crearon una historia.

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No han pasado doce horas desde el sismo, el nuevo sismo del 19 de septiembre, y la ciudad ya es una procesión con pico y pala en el Parque de los Venados, sobre avenida Monterrey, en Calzada de Tlalpan o en la Condesa; es un grupo de albañiles de obra que se acerca a ofrecer su ayuda; son los chopers con estoperoles que llevan cobijas y un tentempié a los voluntarios.

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El miércoles amanecimos adoloridos, pero sabemos buscar en los escombros.

“Entre la dispersión aparecen los liderazgos, muchos de ellos gestados en la convivencia del barrio”. /Ariel Ojeda /EL UNIVERSAL

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Segunda brigada. 20 de septiembre. En Chimalpococa y Bolívar sobran el bullicio y los pulmones. Llueve en esta zona céntrica de la ciudad. Desde la avenida Fray Servando, la policía capitalina impide el paso al área de rescate. Al otro lado, sobre la calle Bolívar, camionetas del Ejército ocupan dos de los tres carriles. Algún soldado cuida el equipo de sus compañeros, mientras revisa sus mensajes en el celular.

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Aquí sobran los brazos, pero faltan herramientas. El cerco militar divide este espacio en dos mundos que trabajan en coordinación. En el deportivo aledaño, frente a la cantina La Mundial, se han instalado carpas en la que los voluntarios empacan botellas de agua, papel higiénico, latas de conserva que enviarán a la delegación Xochimilco. Quienes no participan en la remoción de escombros pasan de mano en mano los paquetes de víveres. Así como forman cadenas humanas, vocean a uno de los voluntarios que en un descuido guardó tan bien las llaves del baño que se las llevó con él. Todos buscan al Brayan. “¡Brayan! ¡Las llaves, Brayan!” Para ellos también se vale echar desmadre.

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En el “punto cero” dos enormes grúas hidráulicas levantan las lozas de lo que fue una fábrica de textiles. La mayoría de los que quedaron atrapados era personal de origen oriental. Los dueños, de origen judío, esperan en uno de los cuartos del estacionamiento que está justo enfrente de la escuela primaria Simón Bolívar.

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“Pensamos que se había caído la escuela porque los niños llegaron llorando cubiertos de polvo. Después vimos que no, que se había caído la fábrica. Hay muchas personas atrapadas ahí”, cuenta una de las empleadas de una oficina del Gobierno de la Ciudad de México que queda a unos pasos del desastre. Pero la piedad que destina a los alumnos es proporcional a algún resentimiento en contra de los propietarios de la fábrica: “Parece que a los dueños no les interesa salvar a su gente porque anoche ya andaban borrachos en el Toks”. Lo cierto es que el padre de los dueños es una de las personas desaparecidas. Los dueños no se exponen a las miradas de los voluntarios, pero permanecen al lado de los heridos que reciben las primeras atenciones en ese estacionamiento, su campamento improvisado.

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En el Instituto de Ciencias Forenses, los psicólogos ofrecen terapias. Ricardo Sánchez, uno de los voluntarios, se pregunta si acaso hay algo que “interpretar” cuando lo has perdido todo: “Hoy, más que nunca, la apuesta es escuchar en las grietas… escuchar mucho desde el ser, del no ser, del dolor, de la muerte, del trauma y de lo que esconden las turbulencias del fantasma”.

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¿Quién no ha llorado en silencio, en la intimidad, con el abrazo de los suyos?

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La ciudad entera necesita una terapia.

Aspecto de los trabajos nocturnos de rescate en la fábrica de ropa siniestrada, que se ubicaba en la esquina de Bolívar y Chimalpopoca, en la Ciudad de México. / Valente Rosas /EL UNIVERSAL

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Tercera brigada. 21 de septiembre. “¡No queremos héroes ni vanidosos! Venimos a quitar una piedra como han hecho todos los demás. Al que vea tomando fotos o tomándose una selfie se me va en caliente”. El arquitecto Marco Antonio Magaña da las instrucciones a su grupos. La mayoría de ellos no se conocía hasta hace unos minutos. Han formado seis grupos formados en hilera, a un costado de las vías del Tren Ligero de la estación Las Torres, sobre Calzada de Tlalpan. A unos metros de ellos, separados por un cerco militar, está el edificio C-1 del Multifamiliar Tlalpan, inaugurado a finales de los años 50, y en su momento, la locación perfecta para la película Señoritas, un idilio entre El Ratón Macías y Ana Bertha Lepe.

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Hoy no hay tiempo para romances. Esa misma tarde, 48 horas después del sismo, los vecinos de esta unidad habitacional comienzan a reorganizarse. Los que perdieron su departamento están en el albergue improvisado en la escuela primaria Padre Kino, de la colonia Centinela. Los psicólogos voluntarios que han dado terapia a los damnificados saben que sus preocupaciones tienen dos nombres: asimilación e incertidumbre por su patrimonio. Son dos caras de la misma desgracia.

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Tres vecinos afectados suben a los juegos infantiles que hay en el parque de la calle Álvaro Gálvez para coordinar la primera asamblea que tendrán después del sismo. Es momento de planificar sus demandas. La estructura de la resbaladilla es ahora una improvisada tribuna en la que escuchan las demandas. Hay acuerdos rápidos. ¿Qué necesitan? Revisión pronta de Protección Civil, remodelación en dos edificios que también tuvieron daños. Aunque el sentido común se impone, los acuerdos operativos generan manoteos de los improvisados líderes en los cuadernos donde llevan un registro de los vecinos de cada edificio. Llueve pero no se mueven. Necesitan llegar a acuerdos para jalar todos juntos.

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En tanto, los brigadistas esperan turno para el relevo. Los cartones donde la cuadrilla estuvo esperando y consumiendo carbohidratos a la espera de ser convocada, quedan arrumbados, a disposición de que los ocupen que los relevarán a las seis de la mañana del viernes.

José Estaban Brito, ingeniero valuador, está a cargo de estos seis grupos y se apoya en el arquitecto Magaña para dar instrucciones a los hombres y mujeres. Antes de subir a los escombros se amarrarán de la cintura en grupos de seis. Los jalones que den de la cuerda serán también las claves para comunicarse:

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–Va el uno-dos-tres –los instruye Magaña–. Un jalón, estoy bien; dos jalones, aquí hay algo; tres, sácame de aquí. Además, deben seguir los protocolos de seguridad. Ahí les van. Cuiden en dónde pisan y en su entorno. Son cuatro pasos. Uno: presencia de gas; dos: presencia fétida. Si algo apesta, avisen. Tres: peligro eléctrico, cuidado con las varillas y los charcos.

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La templanza se comparte con palabras claridosas:

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–Venimos a ayudar, no a sacarlos en bulto. Cuatro: peligro estructural. Sólo vamos a pasar en donde los valuadores y los carpinteros ya hayan apuntalado.

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Ellos son Jasso y Alex (albañiles), Luis (carpintero), Leonardo González (arquitecto), Cheyenne Mejía y Daniela Castillo (arquitectas) y Alejandro (ingeniero aeronáutico). Aquí no vienen a hacer crossfit, sino a sacar personas de entre los escombros. Cada uno lleva una dos o tres herramientas que se complementarán con las que llevan sus compañeros: tres de ellos llevan pico y pala, otros cargan con mazos para partir los bloques de escombro, otros más llevan seguetas y martillos para apuntalar las lozas y asegurar el paso de rescatistas. Bajo los escombros del edificio 1-C hay un número aún indefinido de sobrevivientes. Los tres pisos superiores cayeron sobre el primer piso y la planta baja, de donde sí lograron salir sus habitantes. A lo largo de la noche, esta cuadrilla romperá concreto, cortará varillas y apuntalarán los pisos que quedaron uno sobre el otro.

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Del otro lado de las vías del Tren Ligero, algunos voluntarios controlan el tráfico. Cuando llega la orden desde la zona del derrumbe, con el puño en alto, que indica silencio, los automovilistas apagan motores: nadie se mueve. Nadie toca el claxon.

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Y continuamos. Esta historia sólo nos la habían contado, la vimos en Technicolor, en efemérides y en ceremonias cívicas. Es la historia de nuestra solidaridad y de la negación a creer que ésta es una maldición cíclica, el segundo 19 de septiembre que nos toca recoger la ciudad con pala y trascabo. Deberíamos estar contando otras historias, pero alguien aún respira entre los escombros.

“Venimos a quitar una piedra como han hecho todos los demás”. En la imagen, un miembro del grupo Topos en el Multifamiliar Tlalpan. / Armando Martínez /EL UNIVERSAL

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FOTO: “Los apagones han convertido a varias colonias de la ciudad en territorios tomados por la incertidumbre, pero también por la solidaridad”. / EFE

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