No soy travesti, no soy vestida, no soy drag

Jun 23 • destacamos, principales, Reflexiones • 13435 Views • No hay comentarios en No soy travesti, no soy vestida, no soy drag

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“¿Por qué de pronto incluí prendas y accesorios del sexo opuesto en la vida diaria?”, se pregunta este periodista cultural en esta confesión que se remonta a la libertad experimentada durante sus noches en clubes nocturnos de Toronto y que se extiende a su vida actual en México

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POR GERARDO OCHOA SANDY 

Para Michelle Bylow

I

No recuerdo la primera vez que utilicé vestuario femenino. Estoy seguro de que no fueron las gruesas medias para las várices que usaba la abuela, ni los zapatos de plataforma brinca charcos de la tía, ni los asfixiantes brasieres de la vecina colgados en la azotea. Ni mucho menos aquellos infranqueables faldones de velorio, las blusas ásperas y cerradas hasta el último botón olorosas a jabón Zote, ni los tubos para rizar cabello color rosa mexicano. La moda de las damas que me rodeaban en la infancia apaciguaban cualquier afán. El único consuelo eran las minifaldas y medias de las maestras de inglés en el colegio marista. Tal vez ellas fueron la fuente de inspiración.

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Es necesario, antes de que continúe, una aclaración. No soy travesti, no soy vestida, no soy drag. No soy Einar/Lili, La chica danesa —tan espléndida en la novela de David Ebershoff como en la película de Tom Hopper— ni estoy en transición. Por si hace falta decir más, llevo una buena relación con mis ovoides, más aún si están en en el cruce de las x y las y con los genitales femeninos —aunque el último convivio de esta naturaleza en México habría ocurrido durante el sexenio de Miguel de la Madrid, interrumpido por el zarandeo del terremoto—. A la par, en mis apariciones en sociedad tampoco he sido extravagante o provocador: no he ido de traje de baño a la iglesia ni de smoking a la playa.

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Entonces, ¿por qué de pronto incluí prendas y accesorios del sexo opuesto en la vida diaria? Lo que orilla a preguntarme si los gustos son cuestión de natura o cultura, una fatalidad o una elección. Sólo un insensato diría que somos tabula rasa y que lo que sucede mientras transcurre lo que llamamos biografía hace igualmente su parte. Sea lo que sea hay también gustos que no son propios, que se apropian de nosotros. Esa espontánea predilección por los atuendos femeninos, esa profunda sabiduría para combinarlos sin error, ese instinto sin retorcimientos para saber qué hay que vestir en cada ocasión, es una indicación que llega del Altísimo. Soy un elegido de las musas.

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II

No haré la arqueología acerca de este afán. Iniciaré, digamos, en Toronto, donde viví de 2008 a 2013. Los clubes de fiestas góticas, fetish masquerade, retros e industriales, en Queen West, College Street, Church Street, y algunas más, fueron el maná de la noche. The Nocturne, The Velvet Underground, The Opera House, The Draculas’ Daughter, entre otros, fueron mis templos. Las faldas a la mitad de los muslos, los tops adheridos al torso, las medias de red en el negro esencial, y los zapatos rojos de tacón, eran el dress code para lo que no era una moda sino el inicio de una actitud. Bailé como una ménade de Dionisios y me cubrieron de elogios. No hay registro y no tendría por qué haberlo: soy soberbio, no vanidoso. En esas duelas quedaron las estelas de mi exaltación.

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Esa fuente nutricia alcanzó a la vida laboral. Incorporé detalles: pantalones negros diseñados para ejecutivas bancarias, chaquetas y bolsas de cuero, zapatos de tacón bajo. Los fines de semana, cuando los patios de los restaurantes rebosaban de concurrencia sentada en torno a largas mesas repletas de tarros de cerveza bajo el sol del verano, aposté por los vestidos holgados, faldas cortas, blusas y sandalias. Era un aire de libertad, de seguridad, de liviandad. Entonces tuve una revelación: en otro contexto y desde otro origen, yo hubiera sido un diseñador de moda, un frívolo abisal, un oráculo para las almas maltrechas extraviadas en su sensatez, un fauno 24/7, un bailarín de lo que se esfuma, una diva melancólica, y no esta cosa anacrónica y que no encuentra lugar que soy. Pero eso es otra cuestión.

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Durante la infancia nunca aprendí a andar en bicicleta, me caía una y otra vez de los patines y hasta del triciclo. En cambio, en zapatos de tacón, desde la primera ocasión experimenté una altivez celestial, la cadera y las piernas encontraron su propio vaivén y el torso y los hombros se agitaban al compás de la música de las esferas. Estoy más instalado y levitante sobre unos tacones de doce centímetros que en esos grotescos suecos de plástico con agujeros. Era así frecuente que las mujeres me dijeran que caminaba mejor que muchas de ellas —lo cual no está a discusión—, que elogiasen mis piernas, que me observasen con libidinosidad.

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En las pistas de baile se atrevían a besarme y tocarme sin mi consentimiento y no lo consideraban acoso sexual. Sucedía con frecuencia en los antros queer con algunas lesbianas, para luego recibir de sus parejas un puñetazo en el tórax. ¿Qué habría sucedido si le hubiera devuelto el chingadazo a la butcher celosa? No faltó la que se salió con la suya y me ofreció sus favores. Sexo otra vez y con una vagina dentada, ni más ni menos. Salí ileso. El nombre de México quedó en todo lo alto. Las heteros eran más bobas, pues incurrían en la misma conducta, hasta que me preguntaban si era gay y, ante la respuesta, huían molestas, sintiéndose engañadas, aunque con ganas de más, las muy casquivanas.

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III

De vuelta a México, no era necesario cambiar de actitud. La razón era meramente práctica: tres cuartas partes de mi vestuario es femenino y el resto, unas antiguallas masculinas. Sabía a donde regresaba así que me conduje con cautela: no me interesaba volver mis atuendos una cuestión de militancia ni tampoco exponerme al México profundo, léase el metro o los microbuses. Poco a poco descubrí dónde podía comenzar a desplazarme con naturalidad: centros históricos, plazas comerciales, salas de cine, las calles de algunas colonias, restaurantes y bares.

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Lo que me guió fue la convicción de que en la vida social hay protocolos. De tal manera llegaba con un vestido negro holgado a la Cineteca Nacional, de short al zócalo de Cuernavaca en un día caluroso, con un vestido floreado debajo de las rodillas y zapatos bajos a una exposición. Dedicaría mis más oscuros atavíos para los antros de mala muerte. No los había en la medida de mi necesidad. México es Región 4.

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El saldo es variopinto. En Plaza Galerías de Cuernavaca, las miradas de las señoras instaladas en una muelle madurez y ansiosas del reflorecimiento que no pueden darles más sus maridos me observan con azoro y concupiscencia. Las pubertas, con sus shorts al ras de las ingles y sus cabellos alborotados de los colores del arcoíris, se postran ante mi osadía. En cualquier contexto y lugar, me detienen para pedirme la selfie. No sé en cuántos muros de Facebook andaré. Los amigos y las amigas son discretos. Algunos intelectuales progresistas me miran con reproche y, borrachos, sueltan comentarios machines a mis espaldas. Señal de que ando bien.

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En un Oxxo ubicado en la avenida Río Mayo de Cuernavaca desciendo del auto para comprar cervezas y un automovilista me pregunta: “¿cuánto cobra?” —agradezco que me haya hablado de usted—. Salgo por la noche de un bar y unos albañiles que remozan las calles me chiflan el patético “fiu, fiu”. Un borracho en otro bar se me arrima en busca de consuelo sexual. Más grave fue un incidente, también en Plaza Galerías. Un sujeto me insulta y cometo el error de volverme para encararle. Los dimes y diretes suben de tono y al final el agresor se aleja diciéndome: “pedazo de gargajo”. Llega un vigilante y me indica: “Hemos atestiguado todo. Lo tenemos filmado, usted disculpe. Esa persona ha sido registrada y no volverá a entrar a la plaza”. Era el día de mi cumpleaños.

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En fin, que no me maquillo —sólo detalles—. No me rasuro la barba. No uso uñas postizas; tal vez más tarde. Me depilo, pues es necesario hacerlo. Me aplico exfoliante en el rostro y en las piernas. Tal vez tenga casi 300 zapatos, bastantes decenas de vestidos, faldas, blusas y medias, un montón de aretes y collares, y más de cien bolsas, para cualquier ocasión.

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No soy travesti, no soy vestida, no soy drag.

No me interesa aparentar ser mujer, no me interesa ser mujer.

Soy la persona más convencional del mundo.

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 Foto: Gerardo Ochoa Sandy./ Jen Squires

 

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