Nochebuenas

Ene 20 • destacamos, Ficciones, principales • 4414 Views • No hay comentarios en Nochebuenas

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La viuda de un hombre fallecido doce años atrás, un 24 de diciembre, visita la tumba de su marido para encontrarse con una enigmática mujer que descubrirá secretos de su pasado

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POR MAURICIO MONTIEL FIGUEIRAS

Escucha los sollozos desde mucho antes de llegar a la tumba. Atraviesan el aire del cementerio casi desierto como cuchillas desprendidas del frío de la tarde falsamente caldeada por un sol que a lo largo del día ha luchado en vano contra un frente de nubes similares a velos de novia. La mujer lleva varias horas intentando recordar la forma exacta de su vestido de boda pero sin éxito: se ha esfumado tanto de su memoria como del armario donde jura haberlo guardado. Según parece, la única prueba de la existencia del vestido se reduce al álbum de fotografías con el que la mujer tuvo un sueño lleno de inquietud y en cuya búsqueda invirtió buena parte de la mañana hasta darse por vencida con un alzamiento de brazos: inútil pelear contra la maquinaria del olvido que la edad echa a andar. Dentro de todo la mujer agradece no haber olvidado, o al menos no todavía, cosas esenciales como la visita ritual a la tumba de su esposo fallecido el 24 de diciembre de hace ya doce años: una visita que comienza siempre con la compra de una pequeña maceta de cerámica barata con nochebuenas a la florista que monta su tenderete a las afueras del cementerio y que invariablemente despacha con un gesto de reconocimiento que sus ojos traicionan. Tres o cuatro años atrás la mujer detectó ese engaño y desde entonces decidió suprimir aun las cortesías climatológicas de rigor para limitarse a la transacción rematada por una sonrisa fingida que hoy se desvanece más rápido de lo común gracias a los sollozos que hienden la tarde gélida con filo de acero.

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Por Dios santo, se dice la mujer, ¿quién puede llorar como si se le despellejara a la intemperie? Poco a poco la respuesta se materializa en la silueta de una joven ataviada con un vestido corto confeccionado con una tela blanca que relumbra en la grisalla de la atmósfera puntuada por lápidas donde tristes adornos navideños se estremecen como algo vivo. Poco a poco resulta obvio a la mujer que la tumba ante la que se encuentra la chica de los hombros hundidos y el ramo estrujado entre las manos es la de su esposo, y esa revelación hace que su corazón y sus pasos se aceleren sin importar las hojas húmedas que se le pegan a los zapatos ni los nombres semiocultos por los abrojos de la desidia familiar que acostumbra rodear con cierta reverencia pero que ahora pisotea sin el menor reparo en la prisa por alcanzar su destino. Al notar la cercanía de la mujer la joven eleva la cabeza en evidente señal de vergüenza y atenúa sus sollozos, volviéndolos estertores que le sacuden el espinazo y practican delgadas incisiones en el aire vespertino. Por un instante da la impresión de que va a emprender la huida pero termina por mantenerse en su sitio, firme aunque temblando, hasta que la mujer se detiene a su lado entre jadeos que dejan breves huellas de vaho. El silencio que se instala entre las dos es interrumpido apenas por el zumbido de una podadora proveniente de un lugar indeterminado del cementerio.

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—Buenas tardes —dice la mujer al cabo de recobrar el aliento, y en su cortesía se insinúa el punzón de la desconfianza—. ¿Necesitas ayuda?

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La chica permanece callada unos segundos, permitiendo que la brisa invernal le acaricie la cabellera oscura con mechones rubios, para luego limpiarse las lágrimas con un ademán que roza la ira y deslizar un “No, gracias” entre labios que se separan con torpeza por la resequedad. Sus dedos refuerzan el apretón en el ramo de flores que la mujer quiere pero no puede identificar. A lo lejos la podadora suspende su zumbido, y la pausa es aprovechada por un cuervo para encajar un par de graznidos en el ocaso que empieza a desplomarse sobre el mundo.

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—¿Lo conocías? —dice la mujer, observando el nombre de su esposo en la losa a ras del suelo y frunciendo el ceño al descubrir junto al apellido paterno una mancha que evoca la sangre seca.

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La joven suelta un suspiro hondo y se talla la nariz antes de responder, con una dicción aún lacerada por el llanto:

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—Sí. A lo mejor no lo suficiente pero sí. Era mi padre.

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La última palabra queda colgando en la tarde hasta que lenta pero segura se convierte en una púa que raja los alrededores de la mujer, que siente con una mezcla de pesadez y liviandad cómo su cuerpo es absorbido por esa súbita rasgadura en el tejido de las cosas. Con un remedo trémulo de su propia voz atina a farfullar:

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—Pero si no tuvo hijos.

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Lo ridículo de la aseveración es subrayado por las siguientes frases de la chica:

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—Claro que sí. Con mi madre sí. Me tuvo a mí. Sólo a mí. Me llevó algunos años encontrarlo pero lo encontré. Aquí, así. —Estudia la lápida con un nuevo suspiro.— ¿Y usted, señora? ¿De dónde lo conocía?

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La joven levanta la vista y por primera vez voltea para enfrentar abiertamente a la mujer, que no ha alterado la inmovilidad desatada por el vértigo. En su rostro veinteañero sembrado de pecas hay un cambio repentino, un relámpago de entendimiento que se traduce en una sonrisa melancólica que acompaña sus palabras emitidas en un susurro donde se alternan la ternura y la compasión:

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—Ah, por supuesto. Por supuesto. Usted es ella. La otra. Mi madre, ¿sabe?, hablaba en ocasiones de usted.

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La otra. El latigazo que le provoca oírse descrita de esta manera hace que la mujer se cimbre y agite la cabeza, y por efecto de esa agitación logra clavar sus ojos en los ojos de la chica y escrutarlos hasta captar allá, muy al fondo, un rastro de la mirada de su esposo: un brillo tenue quizá pero innegable, un chispazo semejante al de un fósforo que se enciende en una habitación donde recién se han extinguido todas las lámparas. El silencio que viene a continuación es roto por la joven, que dice:

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—¿A papá le gustaban las nochebuenas?

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La mujer contempla la maceta que trae entre las manos como si alguien se la acabara de colocar allí y ella ignorara su propósito.

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—No lo sé —murmura—. En realidad no lo sé. Le encantaba la navidad, así que siempre supuse que debían gustarle las nochebuenas. Pero nunca se lo pregunté. —Se interrumpe para luego añadir:— No le pregunté muchas cosas. Demasiadas.

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Justo en ese momento la podadora reanuda su zumbido, y de golpe la mujer recuerda con misteriosa nitidez dónde está guardado el álbum de fotografías que buscó infructuosamente durante la mañana.

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—El último cajón del escritorio —musita—. Allí, sí. Qué estúpida.

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Al percatarse de que ha pensado en voz alta y de que su pensamiento ha formado otra nubecilla de vaho, la mujer gira hacia la chica para dar una explicación. La chica, no obstante, ha devuelto su atención a la tumba y la examina con los ojos enrojecidos, como si tratara de descifrar el origen del óvalo que ensucia el apellido paterno. Sus palabras suenan entonces con una dureza casi mineral que contradice por completo la fragilidad que no deja de transmitir su cuerpo contraído:

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—A papá le gustaban las astromelias —mira el ramo entre sus manos para reforzar la afirmación—. Eran las flores que solía obsequiar a mamá. Le gustaban, decía, porque parecen estar salpicadas de sangre. O al menos eso contaba mamá. —Toma aliento y prosigue:— A mamá le gustaba hablar de papá. Decía que detestaba las fiestas, las fechas especiales. Odiaba que se le celebrara su cumpleaños, por ejemplo. Odiaba los aniversarios. Odiaba la cena de año nuevo. —Se detiene para poco después rematar:

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— Pero lo que más odiaba, decía mamá, era la navidad. No soportaba ese falso derroche de felicidad envuelta para regalo. Le revolvía el estómago. Lo asqueaba.

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La joven concluye su alocución tragando saliva con un sonido que se superpone al zumbido de la podadora y se expande extrañamente en la atmósfera. Al cabo de unos instantes se acuclilla para depositar el ramo de astromelias sobre la lápida, que sacude con un movimiento diestro y preciso de las manos. Al erguirse se reacomoda el vestido y gracias al reacomodo queda patente por primera vez el ligero abultamiento del vientre. La mujer, que en todo este tiempo ha permanecido paralizada, como tallada en piedra, intenta ahogar una exclamación de asombro y lo que abandona sus labios es una especie de gañido animal. La chica voltea a verla con una expresión insondable.

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—Pero usted debió conocerlo mejor, ¿no? —masculla, la voz filosa—. A papá, quiero decir. A fin de cuentas era usted quien vivía con él.

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La mujer parpadea con fuerza antes de contestar.

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—Vivir con él —repite—. Sí, vivía con él. Pero vivir con alguien no significa conocerlo. La verdad no sé si lo conocía. Le gustaba guardar cosas en cajones. Algunas cosas —esboza una sonrisa—. Sé que eso sí le gustaba. También sé que no le gustaba celebrar sus cumpleaños. Es cierto. —Calla varios segundos y luego dice:— ¿Se puede saber cuánto tienes de embarazo?

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Con ademán automático la joven se acaricia el vientre por encima del vestido. Sus pezones, nota la mujer, han sido pulidos por el frío y despuntan como un par de caracoles.

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—Hoy cumplo doce semanas —dice, y en su respuesta se combinan la alegría y algo muy cercano a la tristeza—. Santiago insiste que estoy demasiado delgada para ese periodo. Pero el médico me tranquiliza, dice que tengo el peso correcto y que no hay problema. Que no haga caso de lo que me digan o lo que lea en internet. —Hace una pausa y aclara:— Santiago es el padre. Está casado. Igual que papá.

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Al reparar en que su vista continúa adherida a los pezones erectos de la chica, la mujer la aparta y escudriña sus alrededores hasta fijarla en un globo metalizado con forma de corazón y la leyenda “¡Feliz navidad!” que tiembla con la brisa en una tumba próxima. Lo que susurra en seguida tiene justo la cualidad de un temblor:
—Doce semanas, doce años. Qué curioso.

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—¿Cómo? —pregunta la joven, suspendiendo las caricias maquinales en su vientre.

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La mujer la observa directo a los ojos mientras niega despacio con la cabeza.

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—Nada, no es nada —dice, elevando levemente el tono—. Tu madre ya murió, ¿verdad?

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La chica asiente después de un veloz titubeo.

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—¿Se puede saber de qué? —dice la mujer, cautelosa.

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—Cáncer de mama —la joven escupe la frase como si fuera un resto de alimento atorado en los dientes—. Alguna gente dice que heredé sus pechos, así que debo cuidarme. Sobre todo ahora que viene el bebé.

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—¿Hace cuánto murió?

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La chica sonríe, un gesto que no le alcanza a llegar a la mirada.

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—No importa —dice—. Mamá está muerta. Igual que papá. Muerta y enterrada. Aunque hay días en que la puedo escuchar. Allá, lejos. Es terca. Siempre fue terca.
Una brusca ráfaga de aire acerca el zumbido de la podadora, logrando que la joven y la mujer alcen los ojos al unísono para constatar que quien la esté manipulando no se halle junto a ellas. El crepúsculo ha ganado terreno imperceptiblemente y ahora ya es una emulsión grisácea que concede a los objetos y sus contornos un aspecto vibrátil que remite a una película muda. Una serie de graznidos anuncia la reaparición fugaz del cuervo solitario que hizo acto de presencia unos minutos o una eternidad atrás. ¿De dónde vienen los cuervos?, piensa la mujer sin mayor razón, ¿qué tanto querrán decirnos cuando graznan?

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—Deben estar a punto de cerrar el cementerio —la voz de la chica se oye como una prolongación del zumbido que recupera su distancia original—. Y aún tengo que ayudar a preparar la cena. Es tarde. —Se detiene y añade:— Pero siempre es tarde para todo, ¿no es cierto?

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La mujer exhala algo similar a un suspiro.

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—Pues sí, supongo que sí —dice, y contempla a la joven—. ¿Vives aquí?

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—No —la réplica es tajante—. Vivo lejos. Bastante lejos. Pero resulta que aquí vive una amiga de la escuela, y cuando le llamé para avisarle que venía me invitó a cenar hoy con ella y su familia. De hecho —extrae un teléfono celular de un bolsillo bien disimulado en su vestido y lo consulta— ya debe estar esperándome en el estacionamiento. O afuera del cementerio. No lo sé. Es tarde.

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La mujer no despega la mirada de la chica mientras esta regresa el teléfono a su sitio.

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—¿Estarás un tiempo en la ciudad? —pregunta.

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—No lo sé —dice la joven—. Aún no lo sé. Es tarde. Tengo que irme. —Hace amago de retirarse pero se detiene. A su rostro vuelven a aflorar poco a poco la sonrisa melancólica y el brillo tenue aunque innegablemente familiar que le ilumina el fondo de las pupilas.— Feliz navidad —dice, y las palabras brotan cargadas de un afecto insólito que le arruga el entrecejo.

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La mujer corresponde la sonrisa.

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—Feliz navidad —dice—. Y suerte con el bebé. Creo que serás una buena madre.

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La chica se encoge de hombros y echa a andar hacia la salida del cementerio, el cuerpo encorvado para protegerlo de la caída de la temperatura, el pelo revuelto por el viento que ha comenzado a soplar desde un norte ambiguo, el vestido como una llamarada blanca en el ocaso invernal. A unos metros frena su avance abruptamente y gira para encarar a la mujer y gritar, las manos en torno de la boca de tal modo que su voz se imponga al zumbido de la podadora:

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—¡A mí sí me gustan las nochebuenas!

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Y con esto reemprende su marcha.

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Atónita, la mujer baja la vista a la pequeña maceta que había quedado olvidada por entero entre sus manos. Por varios minutos la estudia como si se tratara de una reliquia arqueológica, el único vestigio de una civilización que hubiera desaparecido siglos atrás sin dejar más que un rastro de pétalos luminosos del color de la sangre. Luego, impulsada por un resorte interno, enfila con paso decidido hacia uno de los enormes contenedores verdes donde suelen hacinarse rastrojos, ramas secas y flores marchitas. Levanta la tapa del contenedor, nota que está milagrosamente vacío y, sin pensarlo dos veces, arroja la maceta al interior. El sonido de la cerámica barata que se craquela contra la lámina la acompaña al encaminarse a su auto estacionado en uno de los camellones arbolados del cementerio, la mente convertida en un vendaval de ideas y recuerdos sin orden ni control. Ignora si dentro de un año se encontrará donde ahora se encuentra, ejecutando el ritual de comprar nochebuenas a una florista que se las vende sin jamás reconocerla para llevarlas a un difunto que quizá las detestaba en vida, o si antes de esa fecha visitará la tumba de su esposo para cerciorarse de que alguien ha limpiado la enigmática mancha junto al apellido paterno. Sabe, eso sí, y con absoluta claridad, que al llegar a casa hablará con las tres amigas igualmente viudas con quienes acostumbra compartir la cena navideña desde hace más o menos un lustro para decirles que ha pescado una gripe tremenda y que prefiere permanecer en cama viendo una película vieja por televisión para reponerse y poder recibir el año nuevo como Dios manda. Sabe que al cabo de concluir la tercera llamada descorchará la botella de vino rosado que tenía reservada para la cena y que con ella y una copa en la mano se dirigirá al escritorio en cuyo último cajón está guardado el álbum que hojeará con lentitud, casi con cariño, en busca de ciertas fotografías que arrancará para integrar un montón al que prenderá fuego en el jardín trasero mientras de algún hogar vecino fluye un suave río de villancicos desgastados por el uso y la repetición.

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ILUSTRACIÓN: EKO

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