Negro es el color de la novela

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La literatura noir tiene en América Latina un grupo de exponentes con altos valores literarios que reflejan una realidad cotidiana convulsa y muy cercana

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POR VICENTE ALFONSO

 

a la memoria de Federico Campbell (1941-2014)

 

 

Cuando le preguntaban por qué era pesimista, José Saramago respondía: “Yo no soy pesimista, la realidad es pésima”. Parafraseada, la frase sirve para explicar por qué en las últimas décadas las mesas de novedades se han llenado de historias que responden a la llamada literatura noir, de suspense, criminal o de misterio: no es que la novela sea negra, lo negro es la realidad.

 

El concepto de novela negra en América Latina ha variado con el tiempo. Si bien los precursores del género en latinoamérica (Antonio Helú, Paul Groussac, Alberto Edwards) recurrieron a la construcción de enigmas de cuarto cerrado (donde un investigador resuelve misteriosos crímenes), el camino ha sido similar al recorrido por nuestros colegas norteamericanos. Desde que en 1927 Dashiell Hammett publicó Cosecha roja, los relatos negros comenzaron a mutar: de divertimentos ajenos a la realidad se han convertido en historias que retratan la lucha por el poder, la violencia y la falta de estado de Derecho. Si en Estados Unidos la crisis de 1929 resultó un caldo de cultivo propicio para dar origen a una literatura realista, crítica, que con lenguaje seco y directo retrataba las experiencias del ciudadano promedio, la convulsa y violenta historia reciente de América Latina ha propiciado una literatura igualmente crítica, punzante y descarnada. ¿Cómo narrar las consecuencias de los golpes de estado en Chile y Argentina, el combate a gr upos subversivos en México y Centroamérica, el ascenso y caída de narcotraficantes aquí y allá? ¿Cómo narrar tragedias como el incendio ocurrido el 5 de junio de 2009 en la guardería ABC de Hermosillo, o el brote de autodefensas, o el exilio, o la desaparición forzada?

 

Detectives en el ombligo de la luna

Si hablamos de policial contemporáneo es obligado mencionar a Paco Ignacio Taibo II, quien con Días de combate (1976) inauguró una saga de diez novelas protagonizada por Héctor Belascoarán Shayne. Las aventuras del ingeniero metido a detective no son el único registro noir de este prolífico autor: a su pluma debemos ficciones tan complejas como Cuatro manos (1990) cuya virtuosa urdimbre hace cruzarse a personajes tan dispares como Houdini, un anarquista, Pancho Villa, León Trotsky y Stan Laurel, todo enmarcado por el sueño de dos periodistas que desean escribir al alimón una novela que reflexione sobre la ética informativa y el ejercicio del poder.

 

Obligado también hablar de Élmer Mendoza, cuyo personaje más conocido es Édgar El Zurdo Mendieta, detective cuyas extrañas relaciones con Samantha Valdés, capisa del Cártel del Pacífico, le han salvado el pellejo en más de una ocasión. Además, Mendoza es autor de otra saga: la del “Capi” Garay, adolescente que protagoniza El misterio de la orquídea calavera (2014) y la muy reciente La cuarta pregunta (2019). Escritas con virtuosismo técnico, mucho suspense y apreciadas igualmente por la crítica que por el público, las novelas de Mendoza se cuentan entre las más leídas de América Latina.

 

 

Las novelas y cuentos de Eduardo Antonio Parra se internan en lo que José Revueltas llamaba “el lado moridor”: protagonizados por prostitutas, asesinos, migrantes y desempleados, sus relatos atrapan al lector por la profundidad psicológica de sus personajes, a menudo azuzados por el miedo, la culpa o el rencor. Libros como Nostalgia de la sombra (2002) siguen tan vigentes como el día de su publicación, pues esa novela consigna cómo Ramiro Mendoza, asesino a sueldo habituado a matar hombres, debe enfrentar sus demonios internos cuando le ordenan liquidar a una mujer. Y hace apenas unos días Parra publicó Laberinto (2019), novela que relata cómo un enfrentamiento nocturno entre dos bandas de narcotraficantes arrasa un pueblo del noreste mexicano.

 

Destaca también Martín Solares, quien ha publicado tres impecables novelas negras: las dos primeras Los minutos negros (2006) y No manden flores (2015), abordan la descomposición del estado de Derecho en las comunidades del norte de México, en tanto Catorce colmillos (2018) incursiona en lo que podría llamarse thriller de ultratumba. Su protagonista, Pierre Le Noir, es un investigador asignado a la Brigada Nocturna, división de la policía parisina encargada de lidiar con espectros, monstruos, vampiros y otras pesadillas. Sobresale también Francisco Haghenbeck quien, con su trilogía protagonizada por Sunny Pascal, detective mitad mexicano y mitad gringo ha demostrado que nuestra historia reciente puede ser un gran semillero para ficciones policiales, cualidad que comparte con Bernardo Esquinca, cuyas novelas se mueven con mucha fortuna en dos géneros: el policial y el fantástico.

 

 

En otro registro, Una novela criminal de Jorge Volpi, obtuvo en 2018 el premio Alfaguara. Se trata de un libro de no-ficción que reconstruye literariamente el caso Florence Cassez a partir de los testimonios en archivos y expedientes. La poderosa pluma de Imanol Caneyada se caracteriza por escribir thrillers ágiles bien arraigados en la realidad, como 49 cruces blancas (2018), que narra en clave literaria las secuelas de lo ocurrido tras el incendio de la guardería ABC en Hermosillo, Sonora, en 2009. También habría que mencionar a Bernardo Fernández, Bef (Tiempo de alacranes, 2005 y Azul cobalto, 2016), Orlando Ortiz (Una muerte muy saludable, 1996 y Miscelánea cruel, 1998), Liliana Blum (Pandora, 2015 y El monstruo pentápodo, 2017), Carlos René Padilla (Amorcito Corazón, 2016 y Yo soy el Araña, 2019), Roberto Bardini (Un hombre de ley y Un gato en el caribe, ambos de 2016), Orfa Alarcón (Perra brava, 2010 y Loba, 2019), Rogelio Guedea (Conducir un tráiler, 2008 y El crimen de Los Tepames, 2013), Darío Zalapa (Perro de ataque, 2017) e Iris García Cuevas (36 toneladas, 2011).

 

¿Por qué prohibieron a Mempo?

En una tradición inaugurada por Marco Denevi y Rodolfo Walsh, Argentina ha dado plumas como Mempo Giardinelli, quien además de ficciones como Luna Caliente (1983) e Imposible equilibrio (1995), escribió El género negro, ensayo de largo aliento en torno al policial (1984, actualizado en 1996). Titulada ¿Por qué prohibieron el circo?, la ópera prima de Giardinelli es una muestra de que las buenas novelas son más que divertimentos: publicada en 1976, tras el golpe de estado fue retirada de circulación por el gobierno y quemada por ser considerada subversiva. Otra ficción que debió sortear la censura a inicios de 1977, en plena dictadura militar, es Como en la guerra, de Luisa Valenzuela. En su libro Escritura y secreto (2002), la autora cuenta cómo, en complicidad con sus editores, debió modificar ciertos contenidos de aquella ficción para que ésta pudiese publicarse. Hoy esa novela circula en nuestro país en una edición que, bajo el título Trilogía de los bajos fondos (2004) la agrupa con otras dos ficciones influidas por los recursos de la novela policial: Hay que sonreír (1966) y Novela negra con argentinos (1991).

 

Los capítulos turbios no son una exclusiva del pasado: en Las viudas de los jueves (Premio Clarín 2005) Claudia Piñeiro construye una brillante variación del antes mencionado enigma de cuarto cerrado, pues enfrenta a los lectores a un asesinato múltiple ocurrido en Los Altos de la Cascada, barrio residencial de alto nivel bien resguardado por vigilantes y cámaras de seguridad. La solución al enigma es magistral: más que una adivinanza literaria, estamos frente a una autora que denuncia, con precisión de cronista, el acelerado proceso de descomposición que desembocó en la crisis económica de inicios de siglo. En el mismo ambiente ocurre su novela Betibú (2011), en donde la aparición de un vecino degollado detona una investigación impulsada por una escritora en retiro y un reportero de policiales que ha sido enviado por sus jefes a la congeladora.

 

 

Otra de las voces argentinas imprescindibles de los últimos años es Ricardo Piglia, que en Plata quemada dicta cátedra: armada a partir de los expedientes de un asalto bancario ocurrido en 1965, la novela es, además de un espléndido thriller, una valiosa lección de carpintería narrativa, como lo es también Blanco nocturno (2010), que parte de un enigma para hurgar en rincones que nadie quiere ver. Mención aparte merecen sus reflexiones sobre novela negra contenidas en Crítica y ficción (1986) y La forma inicial (2015). En la misma línea destaca Martín Kohan, quien en su novela Fuera de lugar (2016) desafía con éxito las reglas establecidas por generaciones anteriores, logrando una novela de textura única.¿Cuántas veces puede repetirse un elemento novedoso antes de que se convierta en un lugar común? parece preguntarnos Kohan desde el otro lado de las páginas en esta lúcida novela que, en el nivel de las anécdotas, nos introduce en una de las facetas más sórdidas del crimen organizado: el de una banda que se dedica a la pornografía infantil.

 

Kike Ferrari irrumpió en el panorama internacional con Que de lejos parecen moscas (2018). Con un estilo conciso y directo, Ferrari pone en el centro de su novela a Machi, hombre que se enriqueció durante la dictadura y quien décadas después, mientras busca un cargador de repuesto para su Glock .45, encuentra un cadáver trajeado y lleno de sangre en el maletero de su auto. A manera de advertencia, Ferrari rescata una frase de Rodolfo Walsh que recibe a los lectores después de los epígrafes: “Si alguien quiere leer este libro como una simple novela policial, es cosa suya”.

 

Cronistas del pasado en llamas

El detective Heredia, solitario investigador que en sus ratos libres habla con su gato, es el protagonista de las novelas del chileno Ramón Díaz Eterovic. Con casi veinte títulos publicados, Díaz Eterovic reflexiona en torno a los pasajes más dolorosos en la historia de su país. Así ocurre en Los fuegos del pasado, novela que obliga a Heredia a abandonar su departamento en santiaguino para emprender una pesquisa en Villarrica, pueblo del sur donde se preservan estructuras de poder heredadas de la época de la dictadura de Pinochet. Un cliente le contrata para descubrir quiénes son sus padres biológicos, y como resultado queda al descubierto una turbia red de intereses que involucra a carabineros, empresarios y médicos.

 

Premio Alfaguara de Novela 2006, Abril Rojo, del peruano Santiago Roncagliolo, transcurre en una semana santa en la época de Sendero Luminoso. El protagonista es un ingenuo fiscal llamado Félix Chacaltana, quien se ve inmiscuido en una guerra entre terroristas y militares en donde ninguno de los bandos es inocente. Destacamentado en Ayacucho, Chacaltana se topa con la más completa ilegalidad, empezando por unas elecciones viciadas. Tras el hombro del fiscal, somos testigos de pasajes de una insólita crueldad, como la matanza ocurrida en Uchuraccay en 1983, donde ocho periodistas fueron masacrados. El autor ha explicado que escribió esa novela después de trabajar dos años en la oficina de Derechos Humanos del Perú. En el mismo marco transcurre La hora azul, de Alonso Cueto, Premio Herralde de Novela 2005. Aunque se trata de libros con registros muy distintos, coinciden en que, en tiempos aciagos, las peores historias permanecen ocultas.

 

En Los ejércitos (2007), el colombiano Evelio Rosero hace un retrato preciso de la forma en que la violencia desplaza a miles de habitantes de comunidades rurales, en un fenómeno que se repite en innumerables puntos del orbe. La violencia no proviene sólo del crimen organizado: al protagonista, Ismael Pasos, el gobierno le debe más de diez meses de pensión. Lo mismo le ocurre a su esposa, quien desaparece sin dejar rastro.

 

De la literatura brasileña destacan tres autores: Patricia Melo, Joca Reiners Terrón y Marçal Aquino. De la primera destaca Ladrón de cadáveres, novela que cuenta cómo un ex gerente de marketing, reventado por la presión, abofetea a una joven recién contratada para un call center. Ese segundo de irreflexividad cambia su vida, pues la chica se suicida. Comienza allí la caída del protagonista, que se precipita cuando su camino se cruza con el de una mujer intensa y tormentosa.

 

Este mínimo recuento no podría terminar sin incluir a Leonardo Padura, autor de la saga de nueve novelas de Mario Conde, ex detective habanero que en su entrega más reciente, La transparencia del tiempo (2018), comienza a obsesionarse con su edad. Las reflexiones de Conde, de temperamento pesimista y nostálgico, convierten a las novelas de Padura en auténticas crónicas que profundizan en muy distintos aspectos de la compleja realidad cubana.

 

 

ILUSTRACIÓN: Iván Vargas

 

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