Novelas abrasivas
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Clásicos y comerciales
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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
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Emiliano Monge (Ciudad de México, 1978) es otro narrador mexicano decidido moralmente a registrar el horror. A diferencia de Yuri Herrera (1974), refugiado, en una versión tardía del realismo mágico, en lo lírico, a manera de consuelo; de Antonio Ortuño (1976), quien se mueve en la novela a través de una parodia del periodismo o de Fernanda Melchor (1982) que, en su desesperación, ofrece una probable explicación antropológica de nuestra carnicería, Monge recurre, deteniéndose para proseguir sin derrumbarse, a la tradición latinoamericana. No es extraño que ni en El cielo árido (2012) ni en Las tierras arrasadas (2015), Monge se preocupe de nombrar en cuál país latinoamericano ocurren los hechos ni cuáles son las nacionalidades de donde provienen los mártires que cruzan ese enorme país salvaje que ni nombre merece. Lo sostienen, al novelista, ecos de Guimarâes Rosa, de Antonio Di Benedetto, de Daniel Sada, un reconocible lirismo de la violencia cuyo alimento terrestre, amargamente terrestre –sabe a sangre, es sangre– no es otro que la Divina comedia y los testimonios recogidos por las organizaciones gubernamentales y no gubernamentales que han documentado la ordalía de los migrantes, en cuanto a Las tierras arrasadas se refiere.
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Es “más novela” El cielo árido que Las tierras arrasadas. La primera puede ser leída aún, dentro de la tradición de Don Segundo Sombra o Pedro Páramo, el cronicón de todos nuestros padres-caciques, buenos y malos, que han hecho de su vida, horca y cuchillo, y a veces perdón; la segunda está tan dramáticamente ligada al México de las guerras narcas, al tiempo presente, que hasta incomoda buscarle genealogías, como si al hacerlo, el lector, o el lector de lectores, el crítico, evadiese la urgencia moral de la novela.
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El cielo árido es una novela arrogante y enfática. A Sartre, en su famoso regaño a Mauriac, le habría parecido la de Monge obra de católico, trama donde el novelista es algo más que Dios. Más allá de la omnisciencia, el narrador mueve a sus personajes, y sobre todo a su antihéroe, de cuya biografía se adueña, como una marioneta. No hay movimiento en el libro que no nos sea anunciado, casi como una amenaza. El pasado y el presente son posesión del novelista, no del lector. Hace rato que no me topaba con un autor tan pagado de sí mismo o, si se quiere, tan sospechosamente seguro de sus poderes que recurre a ellos, adánico, página tras página, para describirnos esa variación brutal de La muerte de Artemio Cruz que es la vida de Germán Alcántara Carrera. Lo que acabo de escribir es más admiración por la desenvoltura de Monge que afán de menospreciarlo.
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Esa voluntad de dominio me llevó a saltarme los libros de cuentos de Monge para averiguar cómo la ejercía, en Las tierras arrasadas, ante el bien llamado holocausto de quienes cruzan México hacia los Estados Unidos dejando no pocas veces la vida y la humanidad en el periplo. Conspiraban contra Monge la insultante fluidez de lo actual, el cómo detener, con la morosidad exigida por la obra de arte, el caudal de crímenes de cuya frecuencia nos informan los medios, hasta hartarnos, convirtiendo –humano, más que humano– la indignación en indiferencia. Como en el caso de Melchor o de Ortuño soy incapaz de fallar el veredicto que a veces se exige del crítico. Me temo que sólo, en una o dos generaciones, se sabrá si nuestros novelistas estuvieron a la altura de la violencia mexicana, si legaron, por indiscutible pundonor moral, tan sólo una cinta de aullidos o dejaron un testimonio aterrador, sí, pero capaz de arrojar luz sobre la segunda década del XXI mexicano.
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No sólo contra el imperio de la actualidad debe batirse un Monge sino contra la dificultad del novelista para imaginar, sin recurrir a la crónica o al pastiche, una crisis histórica de la que es contemporáneo. Pasó un siglo para que Anatole France escribiera una buena novela sobre la Revolución francesa y sólo décadas después se atrevió Tolstói con La guerra y la paz a hablar de la invasión napoleónica de Rusia. Guzmán y Vasconcelos necesitaron al menos una década para ponerse a escribir sobre la guerra de 1910. Y a casi un cuarto de siglo del levantamiento neozapatista de 1994, para hablar de un acontecimiento de menor calado, no hay una sola novela digna al respecto, lo cual nunca me ha dejado de sorprender. Pero estoy seguro de que la habrá.
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Los de abajo (1915), de Azuela o El año desnudo (1919), de Pilniak, son excepciones a la regla y figuras como Grossman o Solzhienitsyn también son excepcionales en su dimensión de testigos. Cuando alguien, desde la comodidad del futuro, pretende usurpar ese puesto, como ocurrió con Las benévolas (2006), de Jonathan Littel, sobre los campos nazis, el resultado es nauseabundo por reiteración. No se arroja luz ni verdad sobre la historia, sólo más mierda.
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Destaco Las tierras arrasadas por la temeridad de Monge. Es un escritor con la cabeza bien amueblada de recursos narrativos, como lo mostró casi obscenamente en El cielo árido y en su siguiente novela hizo un voto de humildad. Sin limitarse al periodismo aunque sin contener un caudal lírico a veces tóxico, siguió la pista de los migrantes secuestrados, torturados o asesinados, con la piedad necesaria para dejarlos hablar, o más bien gemir, sin por ello renunciar a la otra verdad, aquella que distingue al verdadero novelista del mero cronista. Asumiendo que el Mal es humano, aunque acaso sus convicciones le digan que es antes que ello, político, narra el vaivén no tanto de las víctimas, vivos o muertos pero cuya alma les ha sido arrancada, sino de sus plagiarios, traficantes de seres humanos, varón y mujer dispuestos a sufrir penas de amor mientras matan. De lo leído sobre el infierno de los migrantes, sobre el México atroz que cruzan, en medio de las guerras narcas, calculo que Las tierras arrasadas es un libro que sobrevivirá.
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Habrá quien diga, en voz baja, que no le gustan Las tierras arrasadas porque tanta realidad es insoportable para quien espera la mimesis. Pero lo dirá como aquel buen amigo quien me confesó un día: “No me gusta Primo Levi, si es que eso puede decirse”.
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FOTO: Los personajes de Emiliano Monge (Ciudad de México, 1978) no son las víctimas de la violencia, sino plagiarios, traficantes de humanos, dispuestos a sufrir penas de amor mientras matan./Germán Espinoza/EL UNIVERSAL