Nuestro Gabo
MÓNICA LAVÍN
Qué afortunados fuimos de seguirle los pasos a Gabriel García Márquez, de vivir en su siglo, de ser testigos de sus primeros libros y tener en nuestras manos la primera edición de Cien años de soledad. Y leerla y deslumbrarnos con el mundo que nos revelaba y la manera de hacerlo. Qué magia de los tiempos conocer a Úrsula, Amaranta, a los Buendía, a Fermina Daza, a Florentino Ariza casi al mismo tiempo que su autor les soplaba vida en palabras. Leímos a un contemporáneo y lo vimos sonreír y disfrutamos su afabilidad siempre, sus maneras caribeñas, su desparpajo, su devoción a la narrativa. Todo lo que nos permitió llamarle el Gabo, como si nos perteneciera. Fue nuestra luz literaria. Imposible que el jurado tuviera alguna duda cuando el Premio Nobel lo recibió él. Había hecho un mundo de palabras para que los demás nos miráramos en su imaginación desbordada, en su mirada nutrida de mitos y magia y familias donde el mestizaje abonó una de las sensibilidades más sobresalientes del siglo XX. Mago de las palabras, ya no podemos ver el hielo sin pensar que fue un gran asombro para quienes lo contemplaron por primera vez en latitudes donde era impensable su estado. El hielo y el azoro: el prodigio.
García Márquez fue capaz de cosechar todos nuestros asombros. Y tenderlos al sol, y que aletearan al calor lleno de mar y distancia y sueños fluviales. Literatura líquida tan de sangre como de navegaciones. Un ahogado más hermoso del mundo para resumir, con la extraordinaria elección de las palabras que se paladean con todos los sentidos, la forja de un mito y con ello la estatura que alcanza nuestra fragilidad. Hombres que encallan en tierra con su melancolía de mares profundos y sus sueños de anémonas. Un cuento como un diamante que cada vez que releo, y lo hago en voz alta por el puro disfrute sonoro y rítmico con que se va desgranando la historia, me emociono con la fracción de siglos que los hombres retienen el aliento para ver caer al ahogado que ya se llama Esteban y tiene lazos con todos y tiene una historia y será la razón por las que las casas estarán limpias y grandes y airadas y se sembrarán flores porque es el pueblo de Esteban y Esteban es de ellos. Un chorro de luz que es agua en el departamento de Madrid donde los chicos estrenan barco y remos, y las aletas y visores, porque el mar les queda lejos. De los focos sale aquel chorro que será diversión y ahogo, y cascadas por las ventanas y río por la calzada.
Toda desmesura en García Márquez es la justa contraparte de nuestros miedos, de nuestra vida que aletea brevemente. Qué afortunados fuimos en leer El amor en los tiempos del cólera cuando los hombres soñaban otros mundos y ejercían el poder del dinero y del deseo pero sus amores los hacían encallar en la parte más tierna y frágil de sí mismos. Un cartero y una mujer inalcanzable. Qué afortunados que con sus palabras y su mirada y su Cartagena y sus historias nos hiciera sentir habitantes de una visión del mundo, hermanos de historia, de nuestro pasado indígena y la colonización europea. Latinoamérica se nos volvió tierra que podíamos recorrer a vuelta de página con la Cándida Eréndira y su abuela desalmada, los Doce cuentos peregrinos. Ya nunca fuimos los mismos como lectores después de Cien años de soledad. A los libros les exigíamos la misma emoción, cadencia, posibilidad de abrirlos como un baúl de sueños, de mundos fundados, de historias heredadas. Gabo fue nuestro faro, palabras para llenarnos la boca de gozo, orgullosos de saberlo escritor en nuestra lengua tan florida, musical, inmensa y natural bajo su talento y empeño. Un hombre que nos llenó el mundo de mundos y que aún con el dolor de su partida nos dejó emoción lectora para siempre. Para los afortunados de todos los tiempos.
*Fotografía: Gabriel García Márquez en una mesa redonda que se celebró como parte de las actividades para conmemorar el cumpleaños 80 de Carlos Fuentes, UNAM, 2008/DARÍO LOPEZ-MILLS, ARCHIVO EL UNIVERSAL.