Nuevo jardín del arte

Mar 12 • destacamos, principales, Reflexiones • 3343 Views • No hay comentarios en Nuevo jardín del arte

Clásicos y comerciales

POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL

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La más reciente de las obras del ensayista colombiano Carlos Granés es La invención del paraíso. El Living Theatre y el arte de la osadía (Taurus, 2015) pero es tan notorio que se desprende de su libro anterior que prefiero concentrarme en El puño invisible. Arte, revolución y un siglo de cambios culturales (Taurus, 2011), un verdadero vademécum, de cómo vino la vanguardia y cómo se fue, dejándonos, en el nuevo jardín del Arte… Contemporáneo. La historia se deja escuchar, otra vez, con deslumbrante atención. En Zürich, durante la Gran Guerra, quizá se encontraron Lenin y Tzara, quienes nada tenían en común salvo su deseo de destruir el mundo, al grado de que el dadaísmo y el surrealismo, se pusieron al servicio de una revolución que les hizo algo más que el feo.

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El fascismo hizo lo propio con el infantiloide futurismo y convirtió a su jefe Marinetti en un académico, pero sólo fue hasta 1951, con El hombre rebelde, cuando Camus se atrevió a llamar a cuentas no sólo a los vanguardistas, sino a su santoral (Sade y Lautréamont), como involuntarios aprendices de brujo de la guerra civil europea. Vaché y Breton, bromeaban con salir a la calle a balacear gente al azar mientras comunistas y fascistas lo hacían, certeros al disparar, en París y en Berlín. Importa mucho la contribución de Granés al recordar que el olvidado maestro nihilista de la vanguardia fue el fascinante Max Stirner con El único y su propiedad (1843) quien propuso el endiosamiento radical del individuo. Más aún, Granés (Bogotá, 1975) convoca a Diógenes el Cínico y a Pirrón el Escéptico como potestades divergentes y complementarias de los vanguardistas. Los cínicos dionisíacos pretendieron, ya se sabe, conjugar a Marx con Rimbaud (transformar el mundo, cambiar la vida), una de las consignas más eficaces para el Joven Irredento, especie propia del siglo XX, quien creyendo, errático, que el arte moderno debe expresar identidad colectivas, aclara Granés, pretendió incendiar el orbe mediante el letrismo, el situacionismo y las revueltas estudiantiles que degeneraron o en el sadismo explícito de los exhibicionistas austríacos o en el urbanismo práctico y ecologista de los provos holandeses.

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Frente a ellos, los pirrónicos escépticos como Marcel Duchamp y John Cage, pasaron de la broma genial a la occidentalización del zen, del famoso urinario y la pieza muda 4’33, a redefinir un arte fuera del museo que podía ingresar a éste usando de boleto un concepto invisible, propiedad del artista e intangible en la obra. Sí Granés tiene razón, fue más duradero el efecto del pirrónico que del dionisíaco (espíritu que venía de más lejos, del romanticismo y llegó segundo a la meta, fatigadísimo), pero ambos demostraron que lo predicho por Schumpeter y analizado sobre el terreno por Daniel Bell, era la correcto: Épater le bourgeois ha resultado mucho más difícil de lo que parecía. E inútil.

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Dionisíacos y pirrónicos fueron absorbidos de manera veloz y absoluta por las sociedades liberales, que con Rauschenberg y Warhol, convirtieron la protesta en mercancía y a la vanguardia en un nuevo academicismo. Unos hicieron, desde Koons hasta Hirst, su fortuna del engendro; otros lo lamentaron, muy amargados, pues ni siquiera el LSD pudo cambiar al hombre. En honor de la sociedad abierta puede decirse que todo lo absorbe gracias a la mano secreta del mercado; detestando al liberalismo puede constatarse que nada escapa al consumo que estimula, así que a redoblar la lucha.

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El fracaso de los dionisíacos fue escandaloso y para ello basta el comercial del Guevara yacente en una plancha de Vallegrande, en la remota Bolivia, con unos pantalones marca levis dándole vuelta al universo. Duchamp y Cage murieron, me parece, incrédulos ante la repetición insensata y comercial de lo que habían concebido en los términos pirrónicos del desdén hacia la ciudad. Unos y otros, concluye Granés, demostraron así lo interpreto yo, que la autoexaltación del artista como ese Único propietario del Arte hizo del mundo un bazar interplanetario donde el “viejo” arte, antes y después de las nuevas tecnologías, pese a todos los pesares, conserva su prestigio. Mil y un veces se puede romper en público ante la culta audiencia la partitura de un cuarteto de Beethoven pero ese gesto se esfuma, por fortuna, en una sociedad donde cualquier hijo de vecino puede escucharla varias veces al día, oportunidad que no tuvo ni el compositor.

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El recorrido de la vanguardia, acompañada por los llamados maestros de la sospecha moderna –Marx, Freud, Nietzsche, Einstein– sin duda ninguna enriqueció la intimidad de los hombres y creó formas artísticas hermosas por insospechadas pero también demostró que ninguna dictadura como las que soñaban los irredentos revolucionarios, incluyendo a la oclocracia, ha permitido el llamado “arte degenerado” por los nazis, a no sea la china, la actual dictadura perfecta, que exporta libremente Arte Contemporáneo aunque de vez en cuando reprima a sus creadores.

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Hace algunos sábados fui a la sancta sanctorum del Arte Contemporáneo en México, en una colonia muy hipster y me encontré con una fiesta donde viejos amigos, devenidos artistas peinaban, como yo, canas. Los acompañaban, convenientemente deslumbradas, chicas hermosas. Se exhibían cosas feas, mediocres y bonitillas. Alguna la habría comprado para un rincón de mi libresco domicilio. Salí, como de todas las fiestas, nostálgico del pasado, alegre de haber visto aquella gente pero escéptico ante la posibilidad de repetir. Lo más notorio fue un señor vestido de espermatozoide de Woody Allen barriendo el unicel del iglú que afanosamente había esculpido en el vestíbulo. Dos tradicionalistas lo increparon y él siguió con su escoba, alegando como defensa, cosa extraña, su mexicanidad. Me pareció tan absurdo criticar esa fiesta del Arte Contemporáneo como burlarme de un domingo en el Parque Sullivan donde los aficionados al paisaje venden sus despreciables marinas o sus imitaciones del Beidermeier con cabaña, chimenea y montaña nevada. A unos y otros, en fin, los condenan al desván los Thorvaldensen, los Goya, los Degas, los Picasso o los Bacon. Convencido de que siempre hay un solitario al acecho mientras nosotros perdemos el tiempo un sábado, decidí ilustrarme con El puño invisible, de Carlos Granés. Y creo que lo logré.

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*FOTO: “Lo más notorio fue un señor vestido de espermatozoide de Woody Allen”. En la imagen, fotograma de la película Todo lo que usted siempre quiso saber sobre el sexo, pero temía preguntar/ Especial.

 

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