Orquesta Filarmónica de la Ciudad de México: nadar de muertito
POR IVÁN MARTÍNEZ
Las aguas están más calmadas. Tras los episodios del año pasado que sacaron temporalmente a la Orquesta Filarmónica de la Ciudad de México de su sede, la Sala Silvestre Revueltas, y las promesas, de parte de la Secretaría de Cultura local, de un cambio de director, una programación en la que su todavía titular, José Areán, aparece el mínimo de ocasiones, y las adecuaciones –poco sustanciales, pero menos costosas que la moneda política de cambio que significó el cambio de batuta– a su recinto en el Centro Cultural Ollin Yoliztli, el ensamble orquestal insigne de esta ciudad comenzó su temporada 2016 el pasado sábado 16 de enero ahí mismo, en Periférico Sur, con un programa sencillo; cortísimo, de hecho; pero eficiente. Nadando de muertito.
Bajo la dirección del titular de una orquesta mexicana a la que le gusta navegar así, por aguas mansas, fuera de retos técnicos o artísticos (la de la Universidad Autónoma de Nuevo León), Jesús Medina, la Filarmónica comenzó el año con dos piezas del repertorio más clásico: la obertura de la ópera El Empresario, K. 486, de Mozart y la Sinfonía no. 101, El reloj, de Haydn, dejando para la segunda parte la Suite del Gran Cañón, ese clásico del impresionismo norteamericano de Ferde Grofé.
Medina acudió a El Empresario, obertura suntuosa y de motivos vigorosos, con indicación de presto, con un tempo suave, bondadoso, con estabilidad, para la que pidió de los músicos articulaciones largas, de las que surgieron fraseos pocos claros o transparentes. Ello junto a un instinto limitado de matices en el que toda la masa orquestal se mantuvo en forte. Una lectura sin mayor atención, sin problemas técnicos pero sí de estilo, brindada con poca viveza e interés a estas primeras páginas de uno de los singpiel más amenos e inmediatos que hubiera escrito Mozart.
Ejecución de mismas características que compartió con la sinfonía de Haydn; aunque a mayor extensión, de estructura y concepto, más obvios los detalles que, por falta de claridad en el lenguaje, traspasan al lado técnico: como la introducción del primer movimiento, con ataques de dudosa afinación y precisión en las maderas y balbuceo, por falta de unidad de articulación, en las cuerdas.
Tras esa introducción, aun con el endeble fraseo, la sinfonía ocurrió de cierta forma pasadera. Los detalles son de estilo, faltan las pinceladas aburguesadas, delicadas, que permanecen del anterior estilo galante, tanto en cómo se cantan las melodías como en la forma en que se tocan los acompañamientos, y que dan un carácter tan representativo a, entre todas las que contienen un sobrenombre, ésta de El reloj: en esa melodía, la del Andante con su incesante tic-tac, acotaría de manera obsesiva al tocarse el tema principal, pero también en sutilezas como una flauta de excesivo volumen durante la variación más tierna, la de los primeros violines. Insípido el resultado del tercer movimiento, el cuarto se mantuvo con la solidez de una batuta que, al menos, no vacila con los tempi y un final más claro que, como efecto, suele dejar mejor sabor de boca, arrancando fácilmente el aplauso.
Con mejor resultado, quizá por dificultades estilísticas menores, corrieron los cinco cuadros musicales sobre el Gran Cañón que tan bien supo pintar musicalmente Ferde Grofé, pieza que, en franco atrevimiento, diré que corresponde a la historia musical estadounidense lo mismo que a la italiana los Pinos de Roma de Ottorino Respighi, y que significa el más representativo indicio del incipiente nacionalismo norteamericano, sin fantochismo intelectual, que dio lugar poco más tarde a lo elaborado por Copland.
La ejecución sirvió de muestrario de algunas cualidades de algunos atrilistas principales de la Filarmónica, como el piccolista Saul Waskow, la flautista María Esther García y la oboísta Francesa Ettlin, en el corno inglés, en sus espléndidos solos del inicio del primer movimiento, el Amanecer, inciso de carácter contemplativo al que con intuición, se acudió con fraseos largos, holgados.
Dos movimientos intermedios pueden haber sido escuchados con aspereza. El desierto pintado, uno más lírico, tuvo fraseos bruscos. Y En la brecha, cuyo brillante solo de violín fue ejecutado con sobriedad y precisión por la concertino, Erika Dobosiewicz, se sintió más fragmentado en su estructura, que como el arco orgánico que es.
El cuarto movimiento, Crepúsculo, podría haber sido descrito como lo mejor en el programa, de no ser porque –debe anotarse– el cuarteto de cornos ofreció vergonzoso inicio. Este bello episodio, que ya anuncia las armonías melodramáticas que seguirán compositores populares como Cole Porter, George Gershwin o Irving Berlin en el teatro, fue llevado con buen ritmo y extensión de canto. Su final quinto movimiento, la Tormenta, de fuerza descriptiva bien dibujada, no pudo ser llevada con mejor dramatismo; amplio en toda su concepción.
Un inicio cómodo, que se antoja para pensar que la orquesta está cansada tras el último lance de su personalidad combativa que fue todo el año anterior.
*FOTO: La Orquesta Filarmónica de la Ciudad de México regresó esta temporada de conciertos 2016 con un programa que incluyó piezas de Mozart, Haydn, Grofé/Cortesía: Orquesta Filarmónica de la Ciudad de México.
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