Óscar 2021: mi vida en streaming

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Año atípico para la industria del cine mundial, 2020 significó un reto para las productoras, directores, actores, salas de exhibición y los mismos espectadores, como describe este artículo de un cinéfilo fiel de las novedades fílmicas.

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POR MAURICIO GONZÁLEZ LARA

“Yo soy grande. Las películas son las
que se hicieron pequeñas”
Norma Desmond en Sunset Boulevard

Una de las notas más altas de Érase una vez en Hollywood (2019), noveno filme de Quentin Tarantino que narra las vicisitudes del actor Ricky Dalton (Leonardo DiCaprio) y el doble Cliff Booth (Brad Pitt) por sobrevivir en un mundo que amenaza con dejarlos atrás, se da a comienzos del tercer acto, justo en el minuto 123, cuando una voz en off nos indica que los dos protagonistas han llegado al final de una era y es tiempo de decir adiós, no sin antes embriagarse como lo deben hacer dos amigos que son “algo más que hermanos y poco menos que esposos”. El anuncio da pie a una secuencia donde la cámara y los personajes transitan por varios lugares icónicos de Los Ángeles, justo cuando la tarde le abre paso a la noche, todo al ritmo de “Out of Time”, de The Rolling Stones.

 

De entre los sitios seleccionados destaca el Cinerama Dome, una cúpula geodésica de concreto ubicada en Sunset Boulevard y Vine Street. Construido en 1963 y diseñado por Welton Becket & Associates, despacho responsable de los hoteles Beverly Wilshire y The Beverly Hilton, la estructura fue erigida para albergar lo que entonces era el nuevo sistema Cinerama de pantalla ancha, que empleaba un proyector de 70 milímetros para mostrar imágenes en una enorme pantalla curva (a diferencia del Cinerama original, que usaba tres proyectores sincronizados). Designada como monumento histórico-cultural de Los Ángeles en 1998, la sala de 70 pies de altura fue acondicionada a principios de este siglo como parte del complejo Arclight Hollywood, subsidiaria de la cadena Arclight Cinemas, a su vez propiedad de Pacific Theaters.

 

En 2005, cuando las películas se proyectaban de manera predominante en formato fílmico, el Cinerama Dome agregó la tecnología digital a sus capacidades de proyección. En 2009, realizó varias modificaciones para poder exhibir Avatar (Cameron) y participar en la moda de la resurrecta tercera dimensión. En 2015, la sala incorporó la proyección laser y el formato 4K en 3D, lo que le permitió presentar la fallida Billy Lynn’s Long Halftime Walk a una velocidad de 120 cuadros por segundo, tal y como la había concebido su director, Ang Lee. El Cinerama Dome nunca estuvo disociado de la innovación tecnológica. De poco le sirvió frente a la crisis generada por la COVID-19: el 12 de abril, Pacific Theaters anunció el cierre definitivo de Arclight Cinemas y el legendario recinto geodésico.

 

El sueño análogo de Érase una vez en Hollywood era en realidad un réquiem, un homenaje a todo lo que fue y nos habría gustado que fuera, incluida la existencia misma de la sala de cine.
El negocio de la exhibición cinematográfica ha sido uno de los más afectados por la pandemia. La mayoría de las salas comenzó a cerrar a mediados de marzo de 2020. La percepción generalizada era que la crisis iba a durar unos cuantos meses, pero lo cierto es que buena parte de las cadenas aún permanece en cierre parcial a más de un año de iniciada la emergencia sanitaria, con salas abiertas a no más de un 30 por ciento de capacidad del aforo total. Algunas, como Cinemex en México, han optado por no abrir ante la incapacidad de generar ganancias bajo las condiciones actuales (aunque se rumora una reapertura en los próximos días). Otras, como Arclight Cinemas, han suspendido operaciones de manera definitiva.

 

Los analistas menos pesimistas afirman que hay razones para mantener la esperanza. En semanas recientes, el grueso de las cadenas más grandes de Estados Unidos, incluidas AMC y Regal Cinemas, han reabierto en anticipación al eventual estreno de las películas de Hollywood que han quedado enlatadas y cuentan con un elevado potencial taquillero: Maverick: Top Gun 2, Sin tiempo para morir 007, Misión Imposible 7, entre otras. Tras los repetidos retrasos provocados por las restricciones pandémicas, casi ninguna cuenta con una fecha de estreno definitiva, pero los exhibidores sueñan con estrenarlas en salas con un aforo menos restrictivo que les permita salir adelante en un contexto donde casi toda la población de Estados Unidos se encuentre ya vacunada, lo que probablemente será una realidad a finales de este año. Los buenos resultados de Godzilla vs. Kong (400 millones de dólares en la taquilla internacional, hasta ahora) han reforzado el optimismo, el cual no es compartido por los estudios, quienes han apostado de forma casi irreversible por un modelo de negocio que privilegie el streaming por encima de la sala de cine. ¿Qué significa esto para el futuro de una industria que ha centrado su existencia en el blockbuster, es decir, en ese monstruo de presupuestos estratosféricos obligado a generar mil millones de dólares en la taquilla global para ser percibido como un ganador por Hollywood?

 

 

Flujo sin fin
En materia de entretenimiento en casa, y en términos estrictamente teóricos, pensaba que no había una persona mejor preparada para enfrentar la pandemia que yo. A contracorriente de la más elemental prudencia económica, lo tengo todo: home theatre, Blu-ray, Playstation, Apple TV, Roku, y, obvio, un amplio abanico de suscripciones a las plataformas de streaming en el mercado: Netflix, Amazon Prime, Disney+, HBO Go, Paramount, MGM, Starz, Quello, Medici. Vaya, ¡hasta Blim tengo!

 

En la adolescencia solía soñar que contaba con el tiempo y los recursos para ver, leer y escuchar miles de películas, libros y discos. En un principio, la pandemia parecía dibujar esa posibilidad, la isla solitaria perfecta. Más allá de la angustia y el dolor, pensé, quizá pueda encontrar un lado positivo en el encierro y conectar con todas esas obras que no he disfrutado en la cotidianidad. El razonamiento partía de la idea de que la pandemia fuera algo pasajero, un intermedio, y no la “nueva normalidad”. En el momento en que la gente cobró conciencia de que el virus no era un paréntesis, la euforia por el home office devino en frustración, el orgullo de cocinar naufragó en pizzas a domicilio y la euforia creativa se volvió parálisis. Ese Apocalipsis fue silencioso, casi una implosión. Lo mismo sucedió con mi ambición de ponerme al día. El fin del mundo se instaló en casa, pero no era una explosión espectacular o una invasión zombi, sino una aburrida mezcla de hartazgo, desesperanza y ansiedad. A veces consigo poner algo valioso que me sacude por completo –las 14 películas remasterizadas contenidas en Essential Fellini, la caja de Criterion–, pero casi siempre me abandono a la cualidad sedante del streaming, donde todo se deja ver, pero casi nada se recuerda. El ejemplo más emblemático de esta dinámica narcótica es la opción de “reproducir algo” de Netflix, en la que el algoritmo de la plataforma programa mierda similar a la que viste ayer, y que es casi idéntica a la que consumirás mañana.

 

 

Ante esto, resulta imposible no sentir nostalgia por la sala cinematográfica. No sólo porque una sala en óptimas condiciones técnicas (tamaño, proyección, sonido) permite alcanzar una mayor inmersión estética en la obra –esa ansiada sensación oceánica consistente en experimentar diversas artes a un solo tiempo, y que lo mismo puede estar presente en una cinta de Antonioni o en Mad Max: Fury Road–, sino por una mera cuestión de deferencia: ir al cine implica participar en un ejercicio que nos demanda apartar dos o tres horas de nuestro tiempo para contemplar algo más grande que nosotros. Es un acto de rendición voluntaria que nos brinda la oportunidad de entablar un diálogo distinto con el mundo y nosotros mismos. En casa, por el contrario, no hay conversación: todo es parte de un flujo sin fin.

 

No quiero pecar de idealista: conozco a muchos cinéfilos voraces que argumentan que ir al cine se convirtió en una experiencia tortuosa en años recientes. Las evidencias sobran: descuido en la proyección, gente que habla con el desenfado de un hincha que comenta un partido de futbol y precios escandalosos, entre otros factores, ya constituían un discurso sólido para quedarse en casa. El aspecto económico no es menor. He ido siete veces al cine desde que inició la pandemia. Mi consumo casi siempre ha sido el mismo: entrada individual a la sala VIP, palomitas, yakimeshi, cerveza y agua de 500 mililitros, lo que en conjunto asciende a una cifra de alrededor de 550 pesos. Basado en esto, la inversión mensual de asistir semanalmente al cine en las mejores condiciones que ofrece el mercado es de alrededor de 2 mil 200 pesos por persona. No tengo coche (¿o cómo demonios creen que pago por todo esto?), por lo que me abstengo de sumar estacionamiento y gasolina. La suscripción promedio a una plataforma de streaming no rebasa los 160 pesos mensuales. En términos comparativos, la suscripción mensual conjunta a Netflix, Amazon prime, Disney+ y HBO GO no luce tan onerosa, sobre todo en términos de consumo familiar. ¿Por qué pagar tanto en el cine cuando se puede ver todo (o casi todo) en la comodidad del hogar mientras la familia consume una pizza de 250 pesos?

 

Un factor particular de México es la sinergia entre complejos de exhibición y centros comerciales. Desde hace ya varios lustros, la población urbana mexicana ha sustituido los recorridos en el parque por paseos en el centro comercial, los cuales tienden a derivar en una visita al cine. La gente asume que ir a la sala es una experiencia más del paseo, como jugar en Chuck E. Cheese’s, comer hamburguesas o recorrer helado en mano decenas de tiendas en las que tarde o temprano se comprará algo. Esta experiencia no se relaciona en nada con la “magia del cine”, pero sí constituye un hábito de consumo tan enraizado en la clase media alta mexicana de este siglo que va a ser difícil de abandonar una vez que los centros comerciales operen con relativa normalidad.

 

 

Los premios Óscar
Este domingo se celebra la edición 93 de los premios Óscar, la primera en aceptar de manera abierta que el cine vive ya más allá de las salas. El Óscar, lo sabemos, dista de ser una acreditación de valor cinematográfico, pero aún funciona como un termómetro para medir el poder que detentan los jugadores de la industria (estudios, directores, actores), así como las tendencias e impacto que generan en el imaginario colectivo mundial. Este año hay mucho en juego: los salarios estratosféricos que cobran las estrellas de Hollywood, la calidad estética de las películas que ahora vemos en pantallas domésticas, la estrategia para mutar las franquicias cinematográficas en series de bajo costo diseñadas para el streaming y hasta la viabilidad misma de la ceremonia frente a los bajos ratings. Los cines ya no son el escaparate principal de los estudios, ¿tiene caso seguir con las celebraciones de siempre?

 

De entre las cintas nominadas, me quedo con dos. La primera es El padre, una exploración de la demencia senil más cercana a obras de vanguardia como El Gabinete del Doctor Caligari (Wiene, 1920) y Mulholland Drive (Lynch, 2001) que al drama llorón del anciano desahuciado. Dirigida por el dramaturgo Florian Zeller y protagonizada por Anthony Hopkins y Olivia Colman, El padre desdobla un control estético avasallador. ¿Habrá alguna persona mayor con demencia que al final del viaje no pida por su madre o crea que le están robando? En medio de la pesadilla: luz, ternura, belleza. Hopkins da una actuación compleja y entrañable. Un milagro.

 

En la terna de mejor película extranjera, destaca Druk (Another Round), filme dirigido por el danés Thomas Vinterberg que narra la batalla de cuatro profesores en Copenhague contra el tedio existencial de la mediana edad. Encabezados por Nikolaj (Mads Mikkelsen), los académicos llevan a la práctica la tesis del psiquiatra noruego Finn Skarderud –la cual postula que el cuerpo humano funciona con un déficit de alcohol del 0.05%– y elevan poco a poco el número de bebidas etílicas que consumen a diario. Los cuatro experimentan un breve renacimiento explosivo, pero la realidad termina por imponerse: atrapados por la imposibilidad de perpetuar la hermandad de la borrachera, el matrimonio mentiroso y la ridícula racionalización del vicio como inquietud científica, los profesores enfrentan el dilema entre retomar sus vidas o entregarse de lleno a la pulsión autodestructiva. El cierre es un baile que se debate entre el dolor, la libertad y el goce sin límites. Toda una epifanía.

 

Ambas películas son grandes, las pantallas son las que se hicieron pequeñas.

 

FOTO: Sound of Metal, una de las cintas nominadas en la categoría de Mejor película, se exhibe en la plataforma de Amazon Prime./ Especial

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