Los unos y los otros Óscares

Abr 24 • destacamos, principales, Reflexiones • 12144 Views • No hay comentarios en Los unos y los otros Óscares

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Entre las categorías que menos reflectores reciben de la prensa están Mejor película extranjera y Documental. Esta es una ventana para conocer lo mejor de las historias producidas fuera del circuito hollywoodense

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POR JORGE AYALA BLANCO
Esta no es una reflexión que pretenda invalidar ni reducir la emoción o el suspenso o el entretenimiento o “el fondo bestial del entusiasmo” (Cioran) en el reparto de los Óscares 2021.

 

A final de cuentas, poco importa quién se lleva las estatuillas en esta o cualquiera otra competencia entre películas cuya irreductible esencia y cuyo valor consisten precisa y paradójicamente en ser originales e incomparables.

 

Poco importa si se le da preferencia a cualquiera de las dos extraordinarias películas feministas ya comentadas en este espacio (Nomadland de Chloé Zhao, Hermosa venganza de Emerald Fennell), a la doliente requisitoria por el respeto a la dignidad límite ante los avances trágicos del inevitable deterioro de los ancianos seres queridos (El padre de Florian Zeller), a la desesperada parábola del silencio que se vale de la sorda pérdida de la audición y del amor en pareja de un baterista tocado por la desgracia tanto como por la iluminación (El sonido del metal de Darius Marder), al desatado thriller político sobre el dilema posfordiano-scorsesiano del infiltrado delator-traidor a su raza y la violenta magnificación de la resistencia al crimen antiafroamericano como carismática pasión crística (Judas y el Mesías negro de Shaka King), a los premiosos pero gozables avatares de una familia migrante en pos del inhóspito sueño americano desde la fresca óptica renovadoramente marktwianiana de un niño coreano (Minari de Lee Isaac Ching), al devastador devastado memorial justiciero contra las injusticias de la justicia histórica que hizo cimbrar los cimientos y la hegemonía ideológica de la sociedad capitalista (El juicio de los 7 de Chicago de Aaron Sorkin), o a la justa reivindicación de la importancia del guionista fílmico incluso en la personalísima obra maestra debutante del joven energúmeno antihollywoodense por excelencia (Orson Welles) que es además (¿o ante todo?) una colateral denuncia del uso de la falsa imagen testimonial como instrumento de la industria de la manipulación de las conciencias en sí madre de todas las infodemias presentes (Mank de David Fincher).

 

Lo importante habrá sido señalar la pertinencia de todos esos discursos fílmicos, y una vez más la excelencia de ese conjunto de películas que son en sustancia las mismas de cajón en la temporada de los demasiados repartos de los demasiados premios, pero lo relevante será también haber llamado la atención sobre valiosísimos filmes nominados en otras categorías consideradas menores, como por ejemplo la mejor película documental o la mejor película internacional, que de otra manera quizá jamás se hubieran propuesto a la atención de un público masivo mundial, ni a la de muchos amantes del cine de arte siempre minoritarios, cosa que se agradece doble o triplemente, sobre todo en estas épocas de intermedio pandémico y de fortalecimiento de la difusión del cine a través de plataformas y demás soportes electrónicos ya no tan novedosos, o sea, destacar la existencia de películas aspirantes a los Otros Óscares tan notables como las siguientes.

 

 

La inteligencia multiforme. En Mi maestro el pulpo (My Octopus Teacher, Sudáfrica, 2020), predominantemente subacuático e insólito documental de Pippa Ehrlich y James Reid, el cinefotógrafo de filmes sobre la naturaleza Craig Foster expone tranquilamente a cámara y revive como buzo intrépido en el tupido bosque de algas kepi de una poza solitaria, la forma en que fue superando una aguda crisis profesional esterilizante a lo largo de 324 días, cuando decidió observar de cerca a un pulpo deliberadamente sepultado en conchas y a sus inusitadas mutaciones, ganarse su confianza, admirar su capacidad para procurarse alimento envolviendo pececillos en su cuerpo-manto y para despistar a los terroríficos depredadores minitiburones pijama, convertirse en una suerte de amigo suyo, cometer en cierta ocasión un movimiento errático que lo espanta y, emulando a los envidiados rastreadores del Kalahari, aprender a leer las huellas-signo dejadas por el molusco, seguir una pista hasta su guarida bajo unas rocas, lamentar el dolor del ser vivo al ser mutilado de un tentáculo por el enemigo jurado, contemplar el lento crecimiento de un asombroso reemplazo minúsculo y participar en acezantes persecuciones del invertebrado ya como victimario ya como víctima, gracias a otras maravillas manifiestas de esa inteligencia multiforme.

 

La inteligencia multiforme rinde fascinante cuenta de un modélico y pormenorizado prodigio zoológico que le ha tomado a la naturaleza varios millones de años para realizarlo, cual si se tratara a la vez de una contemplativa vivisección deísta-científica, una declaración de amor romántico y una cacería de nuevas certidumbres que le permiten al cineasta-buzo rehacer su vida y al fin comunicarse con su reacio hijo adolescente.

 

Y la inteligencia multiforme se rinde ante el ciclo biológico de ese ingenioso espécimen de dos mil ventosas vuelto enternecedor porque puede caminar a zancadas con dos patas y mimetizarse o desaparecer a voluntad, antes de sacrificarse suicidamente por la permanencia de su especie al generar cientos de huevecillos exhalando un último réquiem por sí mismo.

 

 

La aspiración paranoizante. En Mejores días (Shao nian de ni/Better Days, China-Hong Kong, 2019), exaltado film 4 del también actor hongkonés de 40 años Derek Tsang (Amigas del alma 16), basado en la popular novela En su juventud, en su belleza de Jiu Yuenli, la estudiosa aunque inerme Chen Nian (Donyu Zhou) sueña con emanciparse de su madre estafadora cosmética en Beiging y se prepara infatigable para el decisivo examen nacional universitario sin poder reaccionar ni contra el estrés ni contra el bullying brutal que padece, al igual que una compañera suicida cuya amistad nunca aceptó y cuyo cuerpo exánime es la única en atreverse a cubrir, antes de ser asaltada por pandilleros ubicuos en las sórdidas encrucijadas peligrosas y obligada a besar el rostro tumefacto del raterillo callejero Bei (Jackson Yee) que le ofrece su generosa protección espontánea, se enamora de ella, pronto debe alojarla castamente en su cuchitril e incluso acaba echándose la culpa cuando la chava mate accidentalmente a la líder buleadora arrojándola escaleras abajo del laberinto urbano, exacto a la mitad de presentar con brillantez inútil el temido examen paralizante.
La aspiración paranoizante adquiere un vigoroso carácter pulsional en virtud del profuso empleo de flashes mentales que se confunden con los traumáticos flash-backs de todos los personajes (hasta de un detective policial) y con las secuencias violentas trabajadas a base de cortes subliminales y a ráfagas de cámara, para generar un envolvente y sacudidor film-objeto impresionista, situado en una agresiva confluencia entre la trágica preparación a la única forma de ingreso digno a la vida adulta, el hiperretorcido melodrama sublime, el neorromance innombrable de los amantes malditos cotidianos que acaban dialogando en grandes acercamientos cada quien en su patrulla rumbo a reclusorios paralelos, el kilométrico interminable thriller criminoso aún no captado por la banalidad del mal, la denuncia del acoso escolar a nivel alucinante con vengadores cutters e intimidante caja de ratas a la vuelta de la esquina, la generación psicopática de un rostro inexpresivo creado como reacción al miedo, la crónica de las socavadoras tensiones del examen nacional que paraliza la vida urbana, y la historia de la lluvia simbólica que descubre cadáveres en los deslaves de fango.

 

Y la aspiración paranoizante concluye años después con la heroína explicando a sus alumnos que la diferencia entre “era” y “solía ser” es el sentimiento de pérdida, y acompañando resuelta a su casa a una niña buleada, seguidas de lejos por el también exconvicto Bei, en un futuro cercano donde la protección individual en las calles se ha vuelto indispensable.

 

 

La discapacidad revolucionaria. En Campamento extraordinario (Crip Camp: A Disability Revolution, EU, 2020), transgresor documental de Nicole Newnham y el diseñador sonoro que nació con espina bífida James LeBrecht, se empieza resumiendo la experiencia vivida hacia 1971 por este correalizador a los 15 años dentro de un excepcional campamento para discapacitados de todo tipo en un Janed cerca de Woodstock, y al sarcástico grito de un chavo en silla de ruedas a otro: “¿Te gustaría que se presentase como personas a los discapacitados?”, se despliegan las formidables escenas entonces TVvideograbadas in situ, donde monitores jipis con nula experiencia crearon para los campistas una utopía intempestiva y la mayor libertad y apertura jamás experimentadas, alojándolos en barracas sin jerarquía, para que jugaran a la pelota como fuera, nadaran, bailaran entre desfiguros que nadie censuraba, hicieran música con guitarras o sillas metálicas, se escucharan con respetuosa atención así emitieran gruñidos ininteligibles y se enfrentaran consigo mismos en una lección de cómo besar o en sesiones de autoafirmativo desahogo contra la sobreprotección de los padres, fomentando romances entre iguales que dieron origen a la boda de una pareja de aquejados de parálisis cerebral o conquistando a la primera noviecita afectada por la polio, desentendidos de un contagio colectivo de ladillas y convirtiendo la alegría una subversión, logrando que los afroamericanos pudieran por fin ver de frente a los blancos, para que todos descubrieran que sus vidas podían ser mejores, lloraran a mares a la hora del adiós (“Allí éramos hermanos y hermanas”) y accedieran sin saberlo a la conciencia indestructible de una discapacidad revolucionaria.

 

Y la discapacidad revolucionaria continúa con una breve pero intensa reseña histórica de las organizaciones y luchas políticas antes de dictarse leyes protectoras de personas discapacitadas, con el involucramiento pacifista de éstos para detener la guerra, con la denuncia de la literatura y el cine que los vuelven objetos de terror o compasión y asco, con una inspiradora feria cívica de seres humanos capaces de arrastrarse por las escaleras de los edificios públicos en demanda de sus derechos y cero autoconmiseración.

 

La embriaguez necesaria. En Una ronda más/ Otra ronda (Druk, Dinamarca, 2020), endemoniadamente divertido opus 11 del danés posDogma ’75 apenas cincuentón Thomas Vinterberg (Festen, la celebración 98), el aburrido exbailarín de jazz vuelto profe de historia Martin (Mads Mikkelsen genial como en La caza) y tres de sus colegas de música y psicología o deportes dan frustrantes clases a desmotivados aspirantes a bachillerato, hasta que, siguiendo la teoría del fisiólogo noruego Finn Skarderud sobre la urgencia de compensar el déficit del 0.05 % de alcohol en la sangre, deciden beber a escondidas a cualquier hora, con excelentes resultados experimentales durante semanas, lo que los alienta a subir la tasa al 0.1 % dando al traste con lo obtenido, destrozando sus vidas personales y familiares, deviniendo en alcohólicos perdidos y degradados, por lo que Martin y dos más logran a duras penas medio rehacerse, pero no así un cuarto que acaba pereciendo sobre su lancha en el mar, víctima propiciatoria de ese demoledor asomo a una embriaguez necesaria.

 

La embriaguez necesaria divide su fábula antimoral en tres partes-tempi bien marcadas, que corresponden a las etapas de una borrachera magnífica, al ir colocándose bajo el signo-eclosión del bienestar, la euforia y la cruda-escarmiento, con nula moralina y secuencias tan memorables como las excitadas ridiculeces en un supermercado, una meada adulta en el lecho conyugal y un interludio con ebrios célebres en acción (Yeltsin/Merkel/Clinton y así), o las lamidas caninas al héroe desplomado.

 

Y la embriaguez necesaria acaba invocando a Erasmo y a Kierkegaard para hacer, pese a todo, el Elogio a la locura alcohólica y una explícita refutación vitalista a El concepto de angustia, y culminar en una posluctuosa danza frenética en el muelle de la graduación unánime.

 

Y aunque no gane la mejor.

 

FOTO: Otra ronda (Druk), protagonizada por Mads Mikkelsen, está nominada en la categoría de Mejor película extranjera./ Especial

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