OSN, OFUNAM y el Cuarteto Latinoamericano: retomando la agenda
Luego de la contingencia ocasionada por el sismo del 19 de septiembre, el calendario de actividades musicales en la Ciudad de México dio oportunidad para disfrutar el programa de la OFUNAM, la Sinfónica Nacional y el Cuarteto Latinoamericano
Por IVÁN MARTÍNEZ
Es raro retomar la agenda musical; si acaso a esto que estamos viviendo se le puede llamar así. Al menos puede decirse que la cartelera musical de la Ciudad de México volvió a su orden luego de los sismos de septiembre, con conciertos en el Palacio de Bellas Artes de la Sinfónica Nacional (viernes 6 de octubre), acompañando a la pianista Yuja Wang, y del Cuarteto Latinoamericano (sábado 7), en ocasión de su aniversario número 35.
O casi: la Filarmónica de la Ciudad ha anunciado a sus músicos que las actividades se retomarán hasta finales de noviembre por trabajos en la Sala Silvestre Revueltas (anteriores al sismo, pero retrasados por éste). Y antes, en su sede habitual la Sala Nezahualcóyotl, la Filarmónica de la UNAM (OFUNAM) volvió sola el sábado 30 de septiembre en una fecha originalmente planeada para ser dirigida por Elim Chan, la joven directora hongkonesa que debió ser su titular, en el que era su programa más ambicioso de temporada: incluía un estreno de Gabriela Ortiz y otras obras de Ligeti y Mason Bates.
En su lugar, José Guadalupe Flores dirigió un programa que sirvió como aliciente para remover, reacomodar las emociones en ese aire tan raro que se respiró en la ciudad los primeros días tras el 19-S. Todavía no decido para mí si la satisfacción tras escuchar esa noche a la OFUNAM fue producto de esa sensación temerosa que reclamaba música en vivo o de la realidad de un buen concierto. Importa poco.
Flores se encargó de la Obertura a Egmont y de la Séptima Sinfonía de Beethoven y lo hizo con autoridad sonora. Ofreció de ellas versiones que sin ser lentas, se escucharon densas, pesadas; con amplitud de fraseos; y de concepción quizá cuadrada, pero coherente en su arquitectura formal toda. A pesar de los pasos en falso de la primera flauta y el par de cornos que ya deberían provocar debates internos sobre jubilaciones, se distinguió una sonoridad consistente en las demás secciones, particularmente la unidad redonda y honda de la cuerda.
La orquesta acompañó a la pianista Tamara Stefanovich el Concierto para piano de Gershwin (interesante hubiera sido resistir el cambio y escuchar a un director vehementemente tradicional como Flores acercarse al Ligeti planeado originalmente). Le quedó grande: sin ofrecer una orquestación sublime, se advirtió mayor exuberancia de estilo y ritmo en el acompañamiento que en la parte solista, muchas veces opacada por la propia pequeñez de sonido y de su lectura, vertical, a la que faltó soltura.
Los conciertos siguientes fueron sensacionales y no hay pecado en admitir que se sucumbe ante las personalidades de los artistas que los protagonizaron.
Wang es una pianista que no necesita más de tres adjetivos para ser descrita: gracia, poder y sensualidad. Sí, es lo que transmite al salir al escenario pero también lo que hace musicalmente. (¿No es ella misma símbolo de un de los nuevos feminismos, a la manera que lo hace Emily Ratajkowski, y ese empoderamiento se significa también en su arte? Sugiero a los críticos de su vestimenta leer el ensayo de la modelo, “Baby woman”.)
Es su personalidad sonora: Yuja Wang toca sexy, aunque no siempre lo haga con la madurez requerida o ello la lleve a atropellar pasajes, como lo provocó la rapidez que tomó en el tercer movimiento del Cuarto concierto para piano de Rachmaninov que le acompañó aquí la Sinfónica Nacional y su titular, Carlos Miguel Prieto. Técnicamente puede hacerlo todo y dejó claro la versatilidad que posee: la sutileza en el extremo opuesto de la pirotecnia (que quizá prefiera), la variedad de colores (quizá imperceptibles en los encores pero evidentes en los dos primeros movimientos del Concierto), la claridad –y variedad– de sus articulaciones.
Antes de acompañarle, Carlos Miguel Prieto dirigió las Metamorfosis sinfónicas sobre temas de Weber, de Hindemith, y tras el intermedio los Pinos de Roma, de Respighi. Sin hablar de desastres, faltó en ambas obras claridad de ejecución, bien por limitaciones en algunos instrumentistas, bien por falta de claridad en la concepción de la batuta, sin que ello repercutiera en el siempre muy aplaudido final, representativo de la Via Appia romana.
Al día siguiente, el Cuarteto Latinoamericano ofreció por su aniversario una fiesta balanceada y representativa de su trayectoria: el estreno de un regalo de Gabriela Ortiz, Lío de cuatro, miniatura deliciosa y festiva, aun compleja e intrincada; una lectura seria, profunda y obstinada del Cuarteto no. 8, en mi menor, segundo de los op. 59 conocidos como “Razumovsky”, de Beethoven; y una copiosa selección de tangos acompañados por el bandoneonista César Olguín.
Si la segunda parte es inenarrable como fiesta de esa música popular practicada con los más altos estándares de la música clásica, y la pieza de Ortiz fue sólo un aperitivo a lo que el Latinoamericano ofrecería después el cuarteto de Beethoven –para quien estuvo ahí o quien lo pueda buscar en el servidor del streaming– redondea las características de esta ya mítica institución: han logrado, con elocuencia y desde sus cuatro instrumentos, hablar como una sola voz. Lo han hecho por 35 años y lo seguirán haciendo para fortuna nuestra.
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