Pablo Larraín y el vampirismo corrupto

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El Conde incorpora la parafilia del derramamiento de sangre a manos de un vampiro reencarnado en el dictador Augusto Pinochet. La cinta reúne los plantamientos políticos del realizador

 

POR JORGE AYALA BLANCO
En El Conde (Chile-EU para la plataforma Netflix, 2023), alegórico film 10 en su regreso a Latinoamérica del estilista chileno santiaguino internacionalizado de 47 años Pablo Larraín (Tony Manero 12, Ema 19), con guion suyo y de su colaborador habitual Guillermo Calderón (luego de dirigir en México Maquíllame otra vez 22), premio al mejor guion en Venecia 23, el cobarde soldado desertor francés de herencia vampírica Claude Pinoche (Clemente Rodríguez) ve guillotinar a su rey, promete exterminar a todos los revolucionarios y anarquistas del mundo, encuentra la manera de robar la cabeza de María Antonieta, vaga por Europa haciendo fechorías, se nutre de corazones intactos obtenidos en cacerías nocturnas, se extravía su paradero y reaparece 250 años después en Chile convertido en el Conde traidor Augusto Pinochet (Jaime Vedell) que se casa con la aún más perversa e inescrupulosa Lucía Hiriart (Gloria Münchmeyer) y, tras derrocar al presidente legítimo Allende, se apoya en el malvado ruso blanco por él mordido-contagiado Fyodor (Alfredo Castro) para ejercer por placer la tortura brutal y ejecuciones sumarias mediante el Ejercito envilecido, roba y deja robar a la élite dando una apariencia de prosperidad nacional, pero al cabo de las décadas, repudiado y asediado por sus crímenes y latrocinios flagrantes, finge una vez más su deceso, asiste a su propio funeral y se recluye en una palaciega mansión costera en donde, harto de padecer la inmortalidad y de seguir siendo considerado como un ladrón corrupto, resuelve dejarse morir, morir en verdad cesando de saborear sangre joven nutritiva, convoca a sus hipercodiciosos cinco hijos (Mercedes/Amparo Noguera, Luciana/Catalina Guerra, Manuel/Diego Muñoz, Aníbal/Marcial Tagle, Jacinta /Antonia Zegers) con el propósito de repartir aquello que pueda rescatarse de un archivo de documentos en otrora valiosos y depósitos en centenares de bancos extranjeros, para lo cual requieren de la falsa ayuda como contadora de la hermosa monja exorcista y autosacrificialmente traidora Carmencita (Paula Luchsinger cual ángel maligno de la iglesia cómplice extrema), de quien se enamora el provecto Pinochet y recupera el gusto por la destrucción de la vida, aunque poco tiempo después, luego de ser clavada por una estaca la monjita que había logrado contagiarse del virus vampírico, y habiéndose desatado crímenes horrendos en Santiago por ese acechante usurpador lacayo Fyodor disfrazado de su jefe, el regenerado Pinochet va a ser alcanzado por la dama de hierro inglesa Margaret Thatcher (Stella Gonet) para escapar juntos de la matazón exterminadora e iniciar un nuevo capítulo en época actual del vampirismo corrupto.

 

El vampirismo corrupto impone la obsesiva e insidiosa negatividad absoluta que se articula a tambor batiente en la grisura desolada de fuliginosas imágenes en blanco/negro (magistral fotografía de Edward Lachman), la vienesa jovial marcha Radetzky de Strauss sonado como introducción y sarcástico motivo conductor, una narradora inglesa en off asegurando que la sangre de su país es amarga y oscura porque tiene algo de romana y vikinga pero que esta lamentable obrera sangre de Sudamérica es agria y huele a perro, una pesada niebla que todo lo cubre, una laberíntica mansión marítima llena de pasadizos subterráneos y frascos con corazones humanos en conserva, barriadas santiaguinas decadentes y depredables, insatisfactorios licuados de corazón, careos e interrogatorios confesionales a 180 grados, gran música en contrapunto triunfal e irónico (del acezante Concierto para violín “El invierno” de Las 4 estaciones de Vivaldi a la Tabula rasa de Pärt pasando por Britten/Purcell/Verdi/Shostakóvich/ Caplet/Ligeti), coros viandantes de religiosas infernalmente celestiales, regocijantes revoloteos vampíricos de ambos sexos en perfecta línea horizontal o haciendo piruetas en el aire, confesiones cínicas de las cochinadas de las que nadie se ha arrepentido jamás, la pormenorizada lista de atropellos tan precisa cuanto realista, una Némesis espiritual todavía en espera de advenimiento y un invariable tono narrativo melancólico y devastado.

 

El vampirismo corrupto reúne así en un solo agobio angustioso sin salida los máximos logros expresivos de los ya numerosos y muy diversos planteamientos políticos de los precedentes filmes de Larraín, pues ahí se encuentran pesarosamente la hermética atmósfera mórbida de Post mortem (08), la épica andadura subrepticia del revocador plebiscito victorioso del NO (12), el horizonte cerrado de la reclusión entre monástica punitiva y sacrílega de El club (15), la incandescente emoción derramada en la viudez eterna de Jackie (16), el vehemente amedrentamiento poético microbiográfico de Neruda (16) y la recóndita identidad reconquistada de Spencer (21), todo ello afectado por un heterodoxo y autorrepudiado matiz proceloso vuelto detonante y provocador.

 

El vampirismo corrupto sólo conoce como resortes del comportamiento humano la rapiña, la complicidad y la traición, desplegando se sátira nihilista con una furia conceptual biográfico-histórica comparable a la del Hitler, un film de Alemania de Syberberg (76) donde se consideraba irrepresentable aquel nefando dictador al que le faltaba un testículo (como al Fyodor amante de la adultera Hiriart ansiosa en vano de ser infectada con el virus de la inmortalidad), el dictador Pinochet cuya sombra se proyecta todavía hoy entre continuista y reivindicadora.

 

Y el vampirismo corrupto culmina conquistando la película en colores, pues un Pinochet recuperado y, a fuerza de consumir sangre rejuvenecedora, convertido en niño se dirige feliz a su escuela parvularia de la mano de esa homóloga Margaret que era en verdad la incógnita narradora inglesa de la saga, dispuestos ambos a incubar otra vez sin falla el inmortal Huevo de la serpiente (Bergman 78), ya que “si quieres que algo sea dicho, pídeselo a un varón; si quieres que algo sea hecho, pídeselo a una mujer”.

 

 

 

FOTO: La fotografía de la película de El Conde estuvo a cargo de Edward Lachman. Crédito de imagen: Especial

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