Palabras para resistir el desarraigo
POR DIEGO JOSÉ
Parecería obligado referir cualquier experimentación poética a los movimientos de vanguardia y someter la lectura de una obra, que ciertamente transita en concordancia con algunos de sus preceptos, a una atribución exangüe por obvia, y fácil por reduccionista. Ningún poeta se salva de clasificaciones: la poesía de Juan Gelman es una síntesis de los procedimientos cultivados por dichos movimientos, pero su originalidad estriba en algo que no se somete a escolarizaciones fáciles, más bien, que tiende a reinventarse y a restituir la esencia vital del lenguaje.
Juan Gelman empleó —como auténtico poeta del XX— la herencia de un siglo de transformaciones y rupturas, radicalizando los giros dialectales como parte integral de una búsqueda, no sólo estética sino de identidad propia, para autogestarse una forma expresiva única (desde su condición estilística) y universal (en tanto continente del sentir humano). En el centro de la vida aparece la extrañeza del lenguaje como ese algo común a todos que revela lo imperceptible o lo denunciable, el amor o la dureza: “Nacemos y nos cortan el cordón umbilical. Nos destierran y nadie nos corta la memoria, la lengua, las calores. Tenemos que aprender a vivir como el clavel del aire, propiamente del aire”.
Libro a libro, Juan Gelman fue labrándose un “hablar poético” que resistió hechuras y desestructuras hasta convertirse en el decantado fluir de Valer la pena, País que fue será y Mundar. Si bien el origen de la anomalía de su lírica puede rastrearse lo mismo en Vallejo que en el lunfardo (la jerga bonaerense de principios del XX en que Gelman, según comentó en diversas entrevistas, durante su exilio en Italia escribió sonetos para resistir a la influencia del italiano) o en las formas sobreestilizadas del habla coloquial y el barbarismo a mi parecer se ubica en la necesidad de inventarse un “decir poético” capaz de nombrar la condición transitoria del ser. Simone Weil dice: “Echar raíces quizá sea la necesidad más importante e ignorada del alma humana. Es una de las más difíciles de definir. Un ser humano tiene una raíz en virtud de su participación real, activa y natural en la existencia de una colectividad que conserva vivos ciertos tesoros del pasado y ciertos presentimientos de futuro”. Por lo tanto, la imposición política o racial del desarraigo conlleva el mayor atentado contra el individuo: cortar —o pretender separar— sistemáticamente su relación íntima con el mundo. Gelman expresa este dolor no solo en los temas que frecuenta su poesía, sino sobre todo en la transmigración gramatical con que construye sus versos, puesto que comprende que la palabra representa nuestro sentir, nuestro pensar y nuestro ser compartidos. ¿Poesía del desarraigo? Más bien de la reinvención como resistencia ante el desarraigo. Gelman transita en una lengua desterrada que le permite habitar, de nuevo, el mundo.
Lo que intento decir es que la rotura sintáctica, los quiebres gramaticales, la desarticulación versal y la innovación en los usos del léxico —incluyendo, por supuesto, las distintas jergas de barrio que Gelman incorporó desde sus primeros libros— no solo representan los atributos de su originalidad como poeta; son los rasgos más hondos de una autobiografía lingüística en la que resulta inevitable aludir, tanto a su condición judía —hijo de ucranianos orillados a huir del exterminio— como a su situación política durante el exilio argentino en la dictadura.
Las nociones de exclusión y transitoriedad nutren las capas sumergidas del inconsciente poético de Gelman, aportándole una dimensión lingüística que trasciende el ámbito de lo geopolítico: “Odesa, 1915, tenés 18 años, / estudiás medicina, no hay de comer / pero a tus / mejillas habían subido dos manzanas (así me lo / dijiste) (árbol del hambre que da frutas) / esas / manzanas ¿tenían rojos del fuego del pogrom que ( te tocaba?/ ¿a los 5 años? / ¿tu madre sacando de la casa en llamas a varios hermanitos?/ ¿y muerta / a tu hermanita?” (de Carta a mi madre); no en vano dichas nociones desestructuran el discurso para restituir la ausencia de los asideros concretos que pudieran amortiguar, con sus promesas, los distintos exilios que padece el hombre, como la muerte del hijo, la patria fracasada, el desamparo de la inocencia. Acaso el poema intente restaurar en lo íntimo lo que no tiene remedio en la historia, pues al fin y al cabo “ningún endecasílabo derribó hasta / ahora a ningún dictador”. Dicha restauración es un retorno al origen, a la raíz más honda del paraíso del que fuimos arrancados: “¿por eso escribo versos? / ¿para volver al vientre donde toda palabra va a nacer?”
La aparente arbitrariedad de sus construcciones representa el desmantelamiento de una retórica falseada por los usurpadores del discurso que atentan contra el arraigo y contra la memoria. La restauración consiste no en derrocar el poder sino en dignificar con los “disparos de la belleza incesante” la belleza propia del lenguaje y, por lo tanto, de la persona humana.
*Fotografía: Gelman expresó el dolor causado por el dasarraigo en su poesía/Archivo EFE.
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