Pancho Loco

Oct 31 • Ficciones • 1970 Views • No hay comentarios en Pancho Loco

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Un muerto regresa del pasado para dejar claro que no tuvo nada que ver con los crímenes de los cuales lo acusaron. Es la historia de un alma en pena que jamás concretó sus sueños y tampoco vivirá en paz. Este cuento forma parte del libro ¡Ahí viene el Marihuano!

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POR NOÉ ISRAEL BORJA

Autor de El muerto que nos llegó de Estados Unidos (Innova, 2018); Twitter: @nisborja

He esperado este momento por siete años para decirte la verdad. Aunque debo decir que yo no sé nada del tiempo. Todo se me borró desde el momento que Pancho Gavilán ordenó mi muerte. De esto se ha de arrepentir porque derramó la sangre de un inocente.

 

Una vez ya salí de la oscuridad donde me encuentro. Fue hace siete años, mero el día que cumplí siete años de muerto. Por un orificio me entró la luz y la clarividencia para ver y recordar las cosas tal como sucedieron. Más aún saber la versión que se tiene sobre mi muerte. Resulta que yo fui el malo, que mataron a Pancho Costa por mi culpa. Que lo mataron por andar con malas compañías.
Un muerto debe ser enterrado siete pies bajo tierra. Así lo escuché de niño. Y así enterré a mi padre porque fue su deseo que la tierra absorbiera sus huesos y que no lo metieran a un sepulcro como me metieron a mí. Yo no tengo nada qué reclamar. Estoy en paz con mis familiares. No dejé ningún dinero. Así de desventurado fui al final. Nada que ver cuando llegué de Anaheim, cuando me vine para enterrar a mi padre. Entré en la casa con mi cadena gruesa de tres oros y mi centenario que me dio tantas satisfacciones. A pesar que venía nada más a enterrar a mi padre, me quedé en la querencia del pueblo. A un muerto no le está permitido arrepentirse de nada. No le queda decir tanta palabrería. Por ello mejor me callo.

 

Mientras duermes he venido a sentarme al pie de tu cabecera para decirte que a mí me mataron por Pancho Costa, y no al revés, como el vulgo sostiene. Es cierto, yo tenía mis sombras de “mañoso”, me gustaba la coca y fanfarronear. Llegué a tener mis amistades con gente que luego se enroló en las bandas, pero hasta ahí…

 

Llegado el tiempo, los muertos salimos, y es cuando nos enteramos de embustes y malentendidos. Volvemos a nuestro lugar a esperar ese hilo de luz que es nuestra voz para limpiar nuestro nombre.

 

Hace siete años salí de mi sepulcro, como te decía…, entonces no sabía que los muertos podíamos hablar. Me mantuve callado todo el tiempo. ¿Has visto cómo entra la luz a un cuarto cerrado por el agujero de una teja rota? Así mi voz entra a tu sueño mientras duermes.

 

Aquella vez sentí que tenía que apurarme. El tiempo no se cansa de machacar nuestros huesos y dispersar nuestro polvo. Camino a mi casa, vi los campos verdes de septiembre, porque nos mataron un siete de septiembre. Vi la tierra maciza pegada al suelo después de tantas lluvias. Vi el canal desbordado de hierba lleno de agua. Entonces tuve el presentimiento del apuro. Dejé atrás el cielo intenso que añoramos los muertos. Apresuré el paso hacia mi casa. Por el camino encontré a mi madre, quien se paraba a las orillas para cortar florecitas silvestres a la vez que murmuraba: “Para mi hijo, que no dejó ni para su entierro.” Seguí mi camino hasta llegar a la casa, ahí entré y me encontré a mi mujer consumida y ya achacosa de una enfermedad. Y lo más triste que vi, porque la tristeza sestea en los muertos, fue a mi hijos. Ya iba de regreso cuando los vi sin camisa, en el mero rayo del sol, atravesando descalzos la laguna que se hace en la calle. Eran ya grandes, con un andar destartalado y sus miradas de bembos. Vi cómo eran motivo del escarnio de la gente que decía: “Son los hijos del difunto Pancho Loco.”

 

Por eso aquella ocasión no hablé. No tuve más ánimos que regresarme a mi escondrijo. O tal vez se me acabó el tiempo. Eso debió haber pasado. Y antes que se me acabe esta vez, te contaré cómo yo morí de rebote.

 

A mí me gustaba la peda y el chichisflís y era un balandrón… Lo que tú quieras. Pero yo tenía mis planes. Yo iba a ser un cantante. Iba a regresarme a los Estados Unidos a grabar mis corridos para ser un cantante rico y famoso. Yo trabajaba de repartidor de tortillas, pero si hubieran visto la sorpresa que les iba a dar… Lo hubieran visto si no me matan por Pancho Costa. Este también se había regresado del “otro lado.” Regresó pobre como se fue. Volvió para juntarse con una mujer de la vida alegre, que no tardó en dejarlo, y ahí empezó su acabose. Se entregó con ganas a la bebida y a la coca. Era albañil pero decayó en su oficio. Se hizo panteonero, es decir, a parte de hacer sepulcros, desenterraba muertos. Una vez unos fulanos fueron por él a Coyuca, de donde era, y se lo llevaron para que abriera el sepulcro de una muerta de tres días. Le pagaron bien por ese trabajo. Aquellos fulanos esperaron retirados, ocultos en la oscuridad de la madrugada grande. Él sacó un bulto, como una almohadilla que servía de cabecera a la muerta. Se los entregó a aquellos individuos. Selló el sepulcro nuevamente y aquellos hombres lo regresaron. Tardó días para quitarse la hedentina de aquella muerta. Bueno, pues de eso le vino… Luego que nos levantó Pancho Gavilán, eso le preguntaba, por el oro de la muerta. Yo pensé que todo aquello se aclararía porque Pancho Costa me había platicado que aquello no resultó ser oro, era pura baratija. “El disgusto que se llevaron aquellos fulanos”, me había dicho. Pero de pronto dejé de escuchar los quejidos de Pancho Costa. Y luego seguí yo. Ese Pancho Gavilán, el primer sanguinario de las bandas, con su vozarrón ruin disponía de uno como si uno fuera de trapo. Yo lo había visto en una topada de gallos. Hasta estuve a punto de venderle un animal. Y hubiéramos llegado a buen trato si no le llegan sus rivales. Se hizo la balacera. Yo pude escapar y llevar la noticia al pueblo de que los “armados” habían llegado. Le conté algo de esto, más aún le prometí enrolarme y componerle un corrido fregón; pero nada me valió. Ni siquiera me preguntó por el oro de la muerta. Al momento que echó una sonrisita movió el brazo izquierdo con el pulgar hacia abajo. Todavía pensé que me quería dar un susto. Pero de ahí no recordé nada hasta después de los siete años.

 

Soy Pancho Leguas, por mal decir, Pancho el Siete Lenguas; Pancho Perras, el que vio el primer enfrentamiento que habría de desatar la guerra de las bandas; soy Pancho el Tortillero, de quien truncaron sus sueños de cantautor trotamundos. Soy el que lucía en los bailes una cadena de dieciocho quilates y un centenario que al último resultaron ser hechizos. Nunca me perdonó mi mujer esto, quien pensó que con esas joyas tendríamos un punterito.

 

Soy Pancho Loco, lo que tú quieras; pero al despertar cuenta la verdad. Los muertos no nos fijamos en nada, nada más en limpiar nuestra reputación.

 

FOTO: ¡Ahí viene el Marihuano!, Ciudad Altamirano, Pungarihuato Editorial, 2020, 214 pp.

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