Las otras pandemias
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Las épocas de crisis revelan también la cantidad de charlatanerías a las que la especie humana está expuesta, como el miedo, el pensamiento mágico, las conspiraciones y las más fantásticas utopías
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POR ARIEL GONZÁLEZ
“Una pasión extraña”
El malhadado 2020 pasará a la historia por su enorme carga de dolor, tragedia y muerte, así como por los múltiples e incesantes temores que nos trajo la pandemia y –aun sin que esta termine– sus más graves secuelas. Me detengo preliminarmente en el miedo, una “pasión extraña –decía Montaigne–, no hay otra que arrastre antes el juicio fuera de su debido asiento”. Y puesto que el erudito reconocía haber “visto a mucha gente perder la razón por miedo”, justo es que concluyera: “De nada tengo más miedo que del miedo”.
Su época, el siglo XVI, tenía mucho que contar sobre este tema. Privaba todavía el miedo a lo desconocido, a las inexplicables fuerzas de la naturaleza, a la sequía, a los inviernos crudos, al hambre, a los ejércitos bárbaros o a las muchas plagas y pestes que podían sobrevenir sin que se supiera cómo ni cuándo.
Campeaba entonces de manera absoluta la religión, esa “enfermedad nacida del miedo… fuente de indecible miseria para la raza humana” como la definía Bertrand Russell siguiendo a Lucrecio. El filósofo inglés consideraba igualmente que “la ciencia puede ayudarnos a librarnos de ese miedo cobarde con el que la humanidad ha vivido durante tantas generaciones. La ciencia puede enseñarnos a no buscar ayudas imaginarias, a no inventar aliados celestiales, sino más bien a hacer con nuestros esfuerzos que este mundo sea un lugar habitable, en lugar de ser lo que han hecho de él las Iglesias en todos estos siglos”. (Bertrand Russell, ¿Por qué no soy cristiano?, Edhasa, 1999).
Sin embargo, la pandemia del Covid-19 nos ha vuelto a demostrar que, hasta hoy, ningún progreso o avance científico ha conseguido impedir que buena parte de la humanidad se sienta rodeada y muchas veces atrapada por el miedo, ese temor que hunde a la ciencia en el desprecio y que incuba las peores supersticiones, lo mismo que las ideas más irracionales. Tenía razón Jean Delumeau cuando se preguntaba en su obra El miedo en Occidente: “Refinados como estamos por un largo pasado cultural, ¿no somos hoy más frágiles ante los peligros y más permeables al miedo que nuestros antepasados?”
En pleno siglo XXI, cuando las promesas del desarrollo científico y tecnológico parecen ilimitadas en todos los campos, el contagio global de un virus instala diferentes temores y, de su mano, un auge del pensamiento mágico, descabelladas conspiraciones, propalación de innumerables fake news y el resurgimiento de distintas formas de pensamiento utópico. Todo ello aprovechando una infraestructura de hipercomunicación nunca antes vista y que se ha convertido también en el soporte más idóneo para la difusión de esta nueva irracionalidad con ropaje muchas veces “serio” o hasta “científico”.
Por supuesto, esto no es en modo alguno novedoso. Desde hace décadas se han producido distintas alertas sobre el auge que vienen cobrado fenómenos como las nuevas religiones y toda la amalgama de expresiones que tiene el pensamiento mágico en nuestros días.
A mediados de los años 70, Marvin Harris, el padre del materialismo cultural (inevitablemente polémico, dada su incisiva crítica al chamanismo intelectual que se había infiltrado en las escuelas de antropología), daba aviso de lo que más tarde no ha sido sino una sucesión de réplicas de un fenómeno que él vio crecer en el ámbito de lo contracultural: “Después de ser tildada de superstición y de sufrir años de ridículo, la brujería ha vuelto… no sólo la brujería, sino toda clase de especialidades ocultistas y místicas, desde la astrología al zen, pasando por la meditación, el Hare Krishna y el I Ching, un antiguo sistema chino de magia”. Todo esto, de acuerdo con Harris, forma parte de un estilo de vida contracultural donde “son buenos los sentimientos, la espontaneidad y la imaginación”, en tanto que “la ciencia, la lógica y la objetividad son malas”. De ahí que los seguidores de esta tendencia contracultural se jactaran “de huir de la ‘objetividad’ como de un lugar habitado por la peste” (Marvin Harris, Vacas, cerdos, guerras y brujas, Alianza Editorial, 1980).
Posverdad e infodemia
Es notable en el mundo actual la mella que algunos pensadores posmodernos –Derrida y compañía– han producido en la legitimidad de la ciencia y la verdad objetiva, al presumir que esta simplemente no puede concebirse como tal y que resulta ser un fraude en tanto que lo que creemos “real” es sólo un reflejo de nuestra ideología.
Por esa vía que tiende a deconstruir todo y a privilegiar la narrativa de los hechos, se abren innumerables perspectivas subjetivas que llegan a intersectarse, en el nivel más popular, con las de los negacionistas de la protección de las vacunas, el cambio climático o la evolución de las especies. Son aquellos que hoy mismo no están convencidos de que la Tierra sea redonda o que el hombre haya llegado a la Luna.
La posverdad, esa convicción de que cada uno puede disponer de sus propios datos con independencia de la realidad, es hoy por hoy la madre de todas las fake news. Y en medio del confinamiento masivo, del temor natural que produce la pandemia del Covid-19, esta tendencia se ha exacerbado al punto de que la Unesco y la OMS han alertado sobre lo que ya se conoce como infodemia. Un brote masivo de contenidos falsos que sostienen desquiciadas teorías acerca de cómo la tecnología celular 5G está detrás de la pandemia o esta es una creación de Bill Gates y los judíos sionistas.
El atractivo de estas “explicaciones” es que buscan trascender la perspectiva de la ciencia, que a muchos puede resultar incluso aburrida; de ahí la fascinación por “el lado oculto” entre quienes necesitan siempre de un punto de vista que vaya “más allá” de la sencilla verdad.
Futurología y utopía
El encierro no sólo ha sido el caldo de cultivo más favorable para toda clase de conspiraciones y fake news, sino también para especular ampliamente sobre cómo será el mundo después de la pandemia, y ahí se manifiesta un abigarrado conjunto de ideas y emociones que van desde el miedo y la ira, hasta las utopías negras o las esperanzas más fantásticas. De este panorama participan algunos intelectuales que oscilan entre las vanguardias y la nostalgia, y que han esbozado los más variados escenarios globales.
Menciono uno entre otros que alcanzaron grandes reflectores mediáticos: desde el marxismo lacaniano –embutido teórico que sólo Slavoj Zizek se atrevió a hacer posible– no se perdió un minuto en profetizar (una vez más) el derrumbe de la sociedad capitalista y avizorar una ventana de oportunidad para la reinvención, ni más ni menos, que del comunismo. Los acólitos del teórico esloveno y otros partidarios de corrientes aledañas vieron en las ollas populares, en la solidaridad espontánea y en otros fenómenos como la caída del consumo, la hebra que puede conducirnos al cambio social radical (quizás para llevarnos de vuelta al trueque y a la vida en comuna).
Muy de cerca, también se puso de manifiesto cierto ecologismo que a los pocos días de la cuarentena –bajo la premisa de que la crisis es algo así como una represalia de la madre tierra por el daño que le hemos asestado–, creyó ver incluso que todo reverdecía y que hasta los delfines, tigres y aves paradisiacas volvían a los lugares de los que la actividad voraz y contaminante del hombre les había expulsado.
En todo caso, la historia enseña que el pensamiento utópico, a pesar de sus grandes o nobles propósitos, casi siempre ha producido verdaderas pesadillas, en escalas que van desde las más sangrientas revoluciones, hasta los proyectos comunitarios o sectarios más delirantes en busca de la perfección, Dios o las más extrañas formas de “libertad”.
El desastre y el mundo posible
El futuro global –para bien o para mal– está algo sobrevaluado. Los escenarios distópicos y utópicos se han convertido en la apuesta favorita de algunos intelectuales, mientras que otros, con mayor discreción y mucha menor resonancia mediática trabajan no tanto en predecir el porvenir como en resolver los problemas más urgentes de hoy: encontrar una vacuna contra este virus, aportar alternativas frente al cierre de miles de empresas y la pérdida de millones de empleos en todo el mundo, generar opciones educativas para millones de estudiantes sin clases, y otros problemas no menos acuciantes.
Con la trágica y creciente acumulación de cientos de miles de muertos en todo el planeta y la pérdida de millones de empleos, no es exagerado pensar que en lo social vivimos una experiencia crítica que nos coloca, querámoslo o no, en el mismo terreno de los miedos y angustias que se vivían en la edad media. Cuando arribó este nuevo milenio, el historiador George Duby expresaba este comparativo y ya entonces observaba “una efectiva toma de conciencia de que hay gente que padece hambre y de que, mañana, podemos estar en el mismo caso. Es la inquietud que nos roe… esta angustia ante el desempleo que nos lleva a preguntarnos ‘¿y no seré yo mismo, o mis hijos, el que mañana quede sin domicilio fijo y me alimente en una olla común?’ Este miedo a colapsar atenazaba el vientre de los hombres del siglo XI. Creo que no ha dejado de atenazarlo en el curso de las edades”. (George Duby, Año 1000, año 2000. La huella de nuestros miedos, Editorial Andrés Bello, Chile, 1995).
Así como sólo desde la ignorancia y la estupidez se pudo negar la gravedad del virus y minimizar sus alcances mortíferos (donde la irresponsabilidad de algunos jefes de Estado, para vergüenza de sus naciones, quedará en la historia), del mismo modo resulta aberrante pretender que todo está o estará bien muy pronto. El mayor daño que están produciendo las otras pandemias que acompañan a esta (fake news, supercherías y utopías), es que nos impiden ver los graves problemas que enfrentamos y evaluar correctamente las soluciones que tenemos a la mano.
La experiencia de las sociedades que mejor han estado gestionando esta crisis inicialmente sanitaria y hoy económica y social, muestra la importancia que tiene el Estado para resguardar la vida material a través de instituciones que responden a reglas claras. Eso ha permitido la valoración del trabajo de los médicos y enfermeras, de los científicos, la opinión e ideas de los expertos en distintos campos; y ha favorecido sin duda la acción y solidaridad ciudadanas.
Es claro que en muchos países no hemos tenido este nivel de respuesta y, antes al contrario, la pandemia ha evidenciado de modo trágico un sistema de salud calamitoso, encima de lo cual se tiene que lidiar con la indolencia y profunda ignorancia de nuestros gobernantes. En medio de la crisis sanitaria, sociedades como la mexicana han tenido no sólo que protegerse por sí mismas de la enfermedad, el desempleo y el desplome económico, sino también defender, simultáneamente, las instituciones amenazadas por el autoritarismo y el oscurantismo.
Esta no es, como bien ha dicho Fernando Savater, una “emergencia metafísica”: es lo que es, una pandemia, una más de las que ha vivido la humanidad. Sí, y como tal es una emergencia real, que requiere de propuestas inmediatas y puntuales.
Quizás pronto o después venga un nuevo mundo, pero primero hay que tratar de blindar, salvar y ampliar en la medida de lo posible aquello que es fundamental en este: sus libertades, las leyes y los principios de justicia, sus asideros económicos centrales para garantizar empleo e ingresos mínimos, atención médica de calidad, los derechos humanos, la tolerancia, pluralidad y, por supuesto, la vida democrática, que sigue siendo el marco esencial para todo cambio factible y deseable.
Se trata de una tarea menos deslumbrante que anunciar futuros alternos o cambios radicales, finales de era o cosas por el estilo, pero es la que puede brindar un mínimo de certidumbre a este mundo profundamente adolorido y desalentado.
FOTO: Trabajadores de salud en labores de prevención en Mumbai, India./ AFP. Indranil Mukherjee
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