Panorama novohispano

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POR ALFREDO ÁVILA

 

Hay que felicitar al Fondo de Cultura Económica por la traducción del libro de Annick Lempérière, Entre Dieu et le roi, la République, aparecido en 2004, pues aunque el subtítulo señala que su objeto de estudio es la ciudad de México en los siglos del dominio hispano, la verdad es que se trata de una obra que ofrece una interpretación completa e innovadora de la historia de la cultura política del periodo del dominio español. Durante mucho tiempo, los historiadores habían sostenido que Nueva España era una colonia, sujeta a la explotación de la metrópoli como cualquier territorio conquistado. En contra, la historiografía conservadora aseguró que los dominios españoles en América fueron reinos, tan independientes unos de otros como Navarra de Castilla. Reconocían la soberanía de un mismo rey, pero no eran colonias castellanas. Los estudios recientes han venido a complicar ambas visiones: los reinos americanos sí estaban incorporados al de Castilla, aunque no fueran colonias como las británicas del siglo XIX, y había un sistema en el que algunas ciudades actuaban como submetrópolis. Este era el caso de México, la urbe de origen prehispánico que se convirtió en el lugar de residencia del alter ego del rey, en sede de audiencia y en asiento de instituciones de las que dependían los dominios hispanos en América del Norte, el Caribe y las Filipinas.

 

A este panorama, hay que agregar el complejo orden corporativo que articuló a los conquistadores y colonos con la sociedad indígena. Las corporaciones dieron salida a las demandas que los distintos grupos sociales presentaban y negociaban entre sí y ante las autoridades. Las corporaciones otorgaban privilegios (en el sentido original del término, leyes privativas) a sus integrantes, en una sociedad en la que no había igualdad ante la ley, ni era reclamada. Lempérière señala que, contrariamente a lo que el modelo absolutista supone, el monarca no tenía el monopolio de la legislación ni de la justicia. En realidad, cada corporación generaba derecho, lo mismo que la tradición. Las corporaciones —repúblicas, universidades, colegios— eran definidas como cuerpos políticos, integrantes a su vez de una república cristiana, encabezada por el católico monarca. El gobierno no era cosa del “Estado” sino de todas las corporaciones, guiadas por un objetivo único —de carácter religioso—: el bien común, del que se beneficiaban todos los vecinos.

 

Incluso las autoridades designadas por el monarca se integraban en la lógica corporativa. Las decisiones más importantes tomadas por el virrey se hacían en real acuerdo con los jueces de la audiencia. Su papel era, también, de intermediario entre las demandas de las corporaciones de Nueva España y los cuerpos metropolitanos. De esta forma, la autora desecha algunos de los prejuicios más arraigados de la historiografía sobre el periodo, como aquellos que suponen que había un “Estado” por encima de la sociedad, o que desde la época del dominio español podemos encontrar una división —y pugna— entre Estado e Iglesia. En realidad, como han probado algunos estudios recientes, estas dicotomías fueron propias del siglo XIX y los historiadores las proyectaron al pasado preindependiente para buscar sus orígenes.

 

Apoyada más en los trabajos de Serge Gruzinski que en los de Jacques Lafaye, Lempérière da cuenta de la construcción de identidades a partir de la naturaleza corporativa de la ciudad de México de los siglos XVI al XVIII. Como sucedía en prácticamente todas las ciudades europeas de la época, también en la “corte mexicana” era frecuente encontrar discursos plagados de tópicos acerca de su belleza, grandeza y magnificencia. El hecho de llamarla “corte” implicaba que era considerada una metrópoli, una ciudad digna y con los privilegios para ser sede de un monarca. Sus baluartes religiosos, las identidades corporativas que se apreciaban en procesiones, las de los gremios y cofradías, favorecieron el desarrollo de una literatura rica en referencias patrióticas, pero por la misma razón, siempre plurales. La autora señala con pertinencia que “el patriotismo de la ciudad era a imagen y semejanza del gobierno corporativo: ningún cuerpo por sí solo podía pretender encarnarlo en su totalidad”. Ni el Parayso Occidental de Carlos de Sigüenza y Góngora (en el que muchos han visto una expresión de patriotismo “novohispano”) ni la representación del ayuntamiento de México de 1771, en la que exigía que los cargos se dieran a los patricios es decir, a los más destacados miembros de la patria, son antecedentes del nacionalismo del siglo XIX sino parte de una tradición corporativa que hizo elogio del convento de Jesús María, en el primer caso, y de defensa de privilegios, en el segundo.

 

A lo largo del siglo XX, junto con la interpretación de un patriotismo criollo como protonacionalismo, los historiadores construyeron otras categorías, como la de “reformas borbónicas” para explicar el proceso revolucionario de comienzos del siglo XIX. Según esta versión, el reinado de Carlos III se caracterizó por la introducción de reformas ilustradas, que buscaban fortalecer al Estado sobre la sociedad y sus cuerpos, desaparecer el sistema de privilegios con el objetivo de hacer más eficiente la administración de la justicia regia y la recaudación fiscal. Para algunos historiadores, estas reformas ocasionaron desajustes tan graves en las sociedades hispanoamericanas que condujeron al descontento y, gracias al propio pensamiento ilustrado y al protonacionalismo, a la independencia. El trabajo de Lempérière no es el primero en señalar que esta interpretación es muy simplista, pero tal vez se trata de la obra en la que con mayor claridad se muestra que las reformas carolinas no fueron por completo ilustradas ni modernizantes. En todo caso, las corporaciones (como el rico consulado de comercio) jugaron un papel importante en los proyectos de la monarquía. Así, la modernización educativa que se buscó con el establecimiento del Colegio de Minería se hizo con el apoyo del Tribunal de Minería, una de las corporaciones más poderosas de Nueva España.

 

Algunas de las medidas tomadas por las autoridades generaron reacciones, pero estas se hicieron con los medios tradicionales, entre los que se incluían formas de publicidad antiguas, como los rumores, los pasquines, el escándalo, entre otras. Por supuesto, se desarrolló una publicidad ilustrada, pero al servicio de las corporaciones. La crisis del orden español en la ciudad de México no fue producto de las reformas ni de la ilustración. Para Annick Lempérière, la crisis se debió a la pérdida de crédito del rey, crédito que se fue erosionando desde los últimos años del siglo XVIII. Las continuas guerras incrementaron la demanda de recursos. El decreto de consolidación de vales reales desató un enorme descontento no sólo por la sangría económica que ocasionó en Nueva España sino por la manera como se implementó. Para colmo, esas cada vez mayores demandas no se traducían en el fortalecimiento de la monarquía, cada vez más dependiente de las políticas de otras potencias. En 1808, cuando la dinastía española entregó sus derechos al trono a los Bonaparte, las corporaciones de la ciudad de México fueron las protagonistas de la discusión política, empezando por el ayuntamiento, pero también lo fueron la audiencia, el consulado de comerciantes y otros tribunales que promovieron o respaldaron la destitución del virrey en septiembre.

 

El libro de Annick Lempérière ofrece un panorama de Nueva España que no está contaminado por las características de la época independiente (Estado, nacionalismo, entre otras) y, por eso, obliga a repensar la historia de México, de su independencia y de la difícil construcción del Estado nacional en los siglos XIX y XX. La supervivencia política novohispana, como la llamó Edmundo O’Gorman, no sería sólo la del monarquismo sino la de una sociedad corporativa, con una cultura política definida por la noción cristiana de bien común.

 

*Annick Lempérière, Entre Dios y el rey: la república. La ciudad de México de los siglos XVI al XIX, traducción de Ivette Hernández Pérez Vertti, Fondo de Cultura Económica, México, 2013, 395 pp.

 

* Fotografía: La historiadora francesa Annick Lempérière ofrece en este estudio una nueva visión al desarrollo de la cultura política en la Nueva España / INAH

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