Para Antonio Tabucchi, cinco años después
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El editor español fundador de Anagrama participó en septiembre pasado en “Viva Tabucchi”, homenaje póstumo que la Fondazione Giangiacomo Feltrinelli le rindió al autor de Sostiene Pereira en Milán. Presentamos este emotivo texto sobre la figura de un escritor mercurial que en 1999 fue condecorado en México
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POR JORGE HERRALDE
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Me alegra hablar sobre Antonio Tabucchi, gran escritor y buen amigo, que nos dejó hace cinco años, y de quien fui el editor en español. Mi intervención, nada académica, consistirá en unos breves flashbacks sobre sus libros y sobre nuestra relación.
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Lo primero, cómo lo descubrí. Tradicionalmente, durante muchas décadas (hasta el año pasado para ser precisos), en la Feria de Frankfurt los stands de los editores italianos y españoles eran vecinos, lo que propiciaba nuestra relación, así como la proximidad, a veces engañosa, de los idiomas. En 1983, en un stand próximo a Anagrama estaba también el de Sellerio, entonces minúsculo, y un día pasé a inspeccionar sus novedades como tenía por costumbre. En su hermosísima colección “La mirada”, con sus características tapas azules, me llamó la atención un título: Donna di Porto Pim en una edición con unos textos de contraportada y solapa decididamente minimalistas. Su autor se llamaba Antonio Tabucchi y basta. Le pregunté al joven que estaba a cargo del stand si podía ampliarme la información, pero no supo complacerme, aunque me sugirió gentilmente que podía llevarme el ejemplar y así lo hice. La misma noche leí maravillado aquel breve volumen que reunía bellísimos relatos de naufragios, ballenas y balleneros y al día siguiente, siguiendo los hábitos de la tribu, se lo comenté a varios colegas con previsible complicidad. Entre ellos estaba Christian Bourgois, que lo editó, así como haría después con gran parte de su obra. Klaus Wagenbach, otro compinche, se decidió años más tarde.
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Nuestra publicación de las obras de Tabucchi –en total 21 títulos– tuvo enseguida una buena acogida entre los lectores más literarios, “i cognoscenti”, en España y en América Latina, y conquistó muy pronto a fans tan incondicionales como el mexicano Sergio Pitol o el español Enrique Vila-Matas, o los prestigiosos críticos literarios Tono Masoliver, Mercedes Monmany y tantos otros. La primera etapa estuvo marcada por sus extraordinarios e inesperados libros de relatos, empezando en 1984 con Dama de Porto Pim, a la que siguieron El juego del revés, Pequeños equívocos sin importancia, Las tentaciones de Jerónimo Bosco, Los volátiles del Beato Angélico y El ángel negro, que fuimos publicando regularmente cada año, punteados con las novelas cortas Nocturno hindú y La línea del horizonte. También en Anagrama aparecieron las Conversaciones con Tabucchi de su traductor Carlos Gumpert, que reflexionaba sobre su obra compleja, “de tan rara levedad como hondura, tan proclive a las paradojas y a la ambigüedad como su imposible interpretación unívoca”.
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En 1994 apareció la traducción española de Réquiem, una novela escrita en portugués por Antonio, un homenaje a su otra lengua, a su otro país, el país de su esposa Maria José de Lancastre, Zé, donde pasaron largas temporadas en su casa de Lisboa. Ambos habían colaborado en traducciones fundamentales al italiano como Una sola moltitudine, de Fernando Pessoa, a quien Zé le dedicó una cuidada fotobiografía.
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Al año siguiente se produjo el fenómeno Sostiene Pereira, una novela también portuguesa pero en italiano: la historia de la toma de conciencia del viejo periodista Pereira ante la dictadura de Salazar, y su vibración épica se convirtió en un gran y merecido bestseller. Hasta entonces las obras de Tabucchi habían tenido numerosos y fieles lectores, pero este libro significó un cambio cuantitativo redoblado, con el éxito de la película, dirigida por Roberto Faenza, gracias en buena parte a un extraordinario Mastroianni en el papel de Pereira. Y mientras las obras de Tabucchi permanecen vivas en España, con pausadas pero reiteradas reediciones, Sostiene Pereira se ha convertido, con casi 200 mil ejemplares vendidos, en un conspicuo longseller, un libro de hoja perenne.
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Recuerdo su estreno rigurosamente mundial en Pisa, al que acudimos sus fieles editores Inge Feltrinelli, Cristian Bourgois, Lali y yo, en un gran teatro donde se reunió digamos “il tutto Pisa” engalanado. Recuerdo que detrás de nuestra fila estaban Antonio, Marcello Mastroianni y su hermano y colaborador, que viajaban con suma frecuencia durante la proyección al bar para regresar con copas de champán, cada vez más alegres, con risitas sofocadas como colegiales traviesos. Cuando subieron los tres al escenario, al final de la sesión, los aplausos fueron interminables. By the way, a Tabucchi no le gustó mucho la película, un “clásico” de la reacción de los autores ante sus novelas adaptadas. En España, en lo alto del podio, el gran Juan Marsé.
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Por cierto, en 1996 se estrenó en España con mucho éxito, coincidiendo con la derrota en las elecciones de los socialistas ante Aznar (leí un tweet reciente que decía: “Aznar: nunca nadie hizo tanto daño en tan poco tiempo”, y se podría añadir que lo sigue haciendo, en obligada sordina). Cuando se acababa la proyección, los espectadores aplaudían larga y emocionadamente, Sostiene Pereira se convertía en un mitin político, con rabia y esperanza, al modo de los conciertos del cantante Raimon, un símbolo de la resistencia antifranquista de los años 60 y 70.
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También destacaría su novela Tristano muere (2006), definida por Remo Ceserani en il manifesto como “una elegía trágica y amarga, una despiadada denuncia de la sociedad en la que vivimos”, uno de cuyos símbolos era “la estupidez televisiva”, un libro que presenta un fresco de sesenta años del último siglo en Italia. En su primera novela, Piazza d’Italia, Tabucchi nos brindaba otro fresco bien distinto: una refinada fábula popular, una antihistoria de Italia que reflejaba los avatares de una familia de tres generaciones de anarquistas y de perdedores.
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No podría dejar de mencionar sus dos libros de ensayo, de intención política, que Tabucchi consideraba indispensables en su obra, no en vano fue una de las voces críticas de Berlusconi más aceradas y persistentes en los medios de comunicación. En La gastritis de Platón (1988), una colección de textos editada por su traductor al francés, Bernard Comment, denuncia la condena de Adriano Sofri, líder de Lotta Continua. De entrada, Antonio polemiza con la frase de Umberto Eco: “El deber de los intelectuales es permanecer callados cuando no sirven para nada”, a lo que Tabucchi responde reivindicando al escritor (atención: escritor, no intelectual programáticamente “comprometido”) “como intelectual esporádico y clandestino” con el deber de indagar con su escritura en “lo que no se da a conocer”. El otro es El paso de la oca (2011), uno de sus últimos libros, a cuya edición en España otorgaba una gran importancia (no pocos de los textos habían aparecido en El País) y en el que destacaba la siguiente frase: “Un poeta escribió que las dos filas de dientes afilados son la prueba de que los lobos no se alimentan de sueños”.
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Como he dicho, la acogida de las obras de Tabucchi en España fue temprana y sostenida, con el crescendo de Sostiene Pereira, y en cuanto a mi relación personal y editorial con Antonio fue excelente a lo largo de las décadas. Era un conversador cordial, agudo y juguetón, con la sonrisa y la risotada disponibles en todo momento. Tuvimos innumerables encuentros en Barcelona, Madrid y en su casa de Lisboa, en la Feria de Frankfurt, a menudo en su piso de París, que había pertenecido al gran escritor francés Marcel Schwob (el autor de Vidas imaginarias, que inspiró, como es sabido, Historia universal de la infamia de Borges, como él mismo confesó, y también La literatura nazi en América de Bolaño, tres obras imprescindibles), en la Rue de l’Université, que prosigue la Rue Jacob, calles muy literarias en cuyos extremos están dos editoriales tan significativas como Gallimard y Seuil.
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Pero Antonio también tenía un carácter digamos mercurial, extremo. Así, en un episodio en la Rue Jacob, durante un Salon du Livre, en un hotel donde también se alojaba un autor entonces casi desconocido, Andrea Camilleri, telefoneó Tabucchi desde México. Lo había invitado el ayuntamiento del DF, la capital. Con gran pompa, se habían organizado un sinfín de actos en su honor, con altas personalidades y grandes escritores mexicanos. El alcalde le había entregado ceremoniosamente las llaves de la ciudad. En suma, el reconocimiento y la felicidad suprema. Después Antonio había programado una semana de descanso, tras tantas emociones, en un hotel en Yucatán, junto al mar, pero según su llamada, dicho lugar era un infierno, lleno de turistas alemanes que aullaban sin cesar. Tenía, pues, que dejarlo de inmediato. Era una cuestión de vida o muerte, por lo que yo, como editor suyo y presuntamente gran conocedor de México, debía encontrar una solución. Alarmado por su tono desesperado (y por la exigencia imprevista y complicada de mi intervención desde París), telefoneé a varios amigos, entre ellos al gran escritor Juan Villoro, que resultó providencial: su hermana y su pareja, que resultó ser un gran lector y admirador de Tabucchi, vivían entonces en Yucatán y se presentaron inmediatamente en el dichoso hotel en misión de rescate. Empezaron a hablar y el lector de Tabucchi empezó a comentar y alabar sus libros con gran entusiasmo y muy rápidamente, en pocas horas, se produjo una cura milagrosa: encantado con la compañía, se reconcilió con el hotel y con la vida, y se desactivó el drama.
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Podría contar otras anécdotas de Antonio y su carácter mercurial, de su hipersensibilidad de artista y de sus derrapajes emocionales, y Zé, claro, podría añadir muchísimas más, pero este ejemplo es bien significativo. Mencionaré también otro bien distinto: su gran admirador mexicano Sergio Pitol pasó por casa de Antonio y Zé en un viaje por Italia, cuando Pitol acababa de publicar en Sellerio su novela La vida conyugal, una singular comedia muy macabra. Al día siguiente me telefoneó Antonio y me dijo lo bien que lo había pasado con Sergio, tan culto y encantador, y se alegraba de cómo se había recuperado de su desastrosa y tremenda vida conyugal que creía ver reflejada en la novela. Cuando le conté que Sergio era gay y sin pareja estable Antonio se quedó enormemente sorprendido.
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Y termino estos recuerdos repitiendo y repitiendo con Georges Perec je me souviens, je me souviens, yo me acuerdo, yo me acuerdo, como tantos otros, del querido Antonio Tabucchi, de su presencia cordial y juguetona, y de la tan gozosa y nutritiva lectura de sus libros.
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FOTO: El escritor italiano, admirador de Pessoa, fotografiado en 2004 durante una visita a Barcelona. / EFE
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