“Para quien está enfermo de vacío, todo se convierte en un pozo”: María del Mar Escobedo en entrevista
Una de las voces emergentes de la literatura colombiana habla sobre su novela Tu sombra de pájaro, donde la sangre, las aves y los misterios descubren una vida de dolor
POR JUAN CAMILO RINCÓN
Lorena e Isabel viven en un apartamento donde se respira un vapor rosado que huele a metal y a flores. Las dos primas atraviesan los días entre la oscuridad de los ventanales cerrados y la sangre que mana cuando a Lorena “le llega la luna”. Isabel la cuida buscando un amor que le urge y necesita, y entre las dos construyen un vínculo que pasa por lamerse las heridas y sentirse acompañadas frente a la ciudad ajena que hay afuera.
Tu sombra de pájaro (Laguna Libros, 2023), María del Mar Escobedo, es una historia de amor, miedo, cuidado y enfermedad, teñida por una narración de tintes fantasmagóricos y sombríos que busca trascender los vacíos y que va más allá del desamor, con los pájaros como símbolos que le dan sentido al universo, a los personajes y a la historia.
Usted dedica las primeras líneas del libro a hablar de un ave, el kagú, y fue inevitable buscarlo inmediatamente en Google. ¿Por qué escogió esa ave en particular para empezar la historia?
Tuve que decidir cuidadosamente cuál iba a ser el primer pájaro de la novela. En general, las aves son muy inteligentes. Son frágiles, precavidas y valientes. Son fuertes, hermosas y peligrosas. Pero el kagú es diferente: es un ave muy limitada, con un destino triste y solitario. Es el único miembro de su familia (Rhynochetidae, yo nunca puedo acordarme de esa palabra) y solo vive en el sotobosque de Nueva Caledonia. Es, además, un ave en peligro de extinción (decir vía de extinción es peor, porque deja menos lugar a la ilusión) que no puede volar, por lo que se ve forzada a hacer su nido en el suelo, o en las ramas bajas, lo que favorece muchísimo a sus depredadores. Los kagú solo ponen un huevo cada vez, así que nunca tienen hermanos, o no como las aves tienen hermanos. No comparten el nido, no se ayudan a salir del huevo, no se mantienen calientes en la noche, no compiten por la comida. No aprenden ninguna de estas habilidades. Las aves, en general, viven en la tierra, en los árboles y en el aire, y algunas incluso en el agua. Los kagú, ya hemos dicho, no pueden volar, no saben nadar y no corren particularmente rápido, y, por si fuera poco, su plumaje es brillante, entre blanco y cenizo, lo que los hace visibles desde cualquier lugar. Lo único que pueden hacer para huir del peligro es desplegar su cresta para ganar algunos segundos, agarrar impulso, saltar lo más alto posible y planear; deslizarse a otro lugar y esperar que ahí no haya ratas, ni zorros, ni otras criaturas hambrientas. Yo creo que así es Isabel al comienzo de la novela: una criatura frágil y limitada, con un destino triste y solitario, que no puede ni huir de sus problemas. A ella solo le queda buscar un refugio y desear que sea seguro.
¿Qué representan los pájaros en su vida y en su narrativa? Toda esa información sobre tantas aves, sus polluelos, el canto, los clubes de cazadores de gorriones…
Al menos en la primera parte de mi vida, los pájaros fueron una presencia constante. Viví casi toda mi infancia y adolescencia en una casa en la que había un jardín interior y ahí teníamos toda clase de pájaros. Mi madre rescataba palomas y copetones heridos, y teníamos, además, canarios, glosters, gorriones de Java, alondras blancas, diamantes babero, cacatúas… y yo crecí viéndolos poner huevos y tener hijitos. Ellos me despertaban todas las mañanas, y luego había que limpiar las jaulas, darles de comer, ponerles platones con agua tibia para que se bañaran, sacarlos al jardín para que se asolearan, entrar las jaulas cuando empezaba a llover. Y desde siempre me pareció que ellos eran criaturas de otro mundo, uno diferente al nuestro, el que compartimos con los gatos y los perros y las arañas. Me parece, aún hoy, que nunca los vi como mascotas, sino como criaturas a las que debíamos cuidar, a quienes nos debíamos; unas criaturas que son más símbolos que animales. Y como símbolos me parecen fuente inagotable de posibilidades creativas. Si lográramos entender cómo funcionan los pájaros, en qué piensan, cómo recuerdan, tal vez conoceríamos todas las historias y todos los secretos. Así que investigar, leer sobre pájaros, fue una parte deliciosa de este proceso de escritura, que disfruté enormemente y de donde salieron todos los datos específicos sobre los polluelos y el canto y los clubes de cazadores de gorriones.
Es interesante encontrarse con una mirada particular sobre el amor y las relaciones afectivas en Isabel: con su exnovio (Jacobo), con su prima Lorena, con ella misma. Cuéntenos sobre eso.
Isabel es, como el kagú, una criatura solitaria. Todo el amor que conoce es, en el fondo, una forma de abandono. Su padre, adorado, ha muerto demasiado pronto, cuando ella todavía lo necesitaba. Su madre, siempre distante, no recuerda haberla gestado ni parido y no logra entablar una relación con ella. Sus hermanastros, o lo más próximo a eso, la convierten en una pieza de sus juegos adolescentes y abusan de ella. Jacobo, su novio, su único apoyo y todo su mundo (un mundo pequeño, insatisfactorio y mediocre, pero su único mundo al fin y al cabo) se va a estudiar a otro país sin avisarle nada y la deja sola, sin trabajo y sin dónde vivir. Luego está Lorena, esta criaturilla peligrosa, enferma e indefensa, que necesita de Isabel para vivir, y que la devora lentamente sin acabar nunca con ella. Isabel no sabe amar ni ser amada. Todos los que deberían haberla cuidado la han lastimado y la han dejado sola, y eso la llena de heridas que no logra cerrar. Y a Lorena le gusta lamer esas heridas. Isabel no ama, aunque lo intenta desesperadamente, y tampoco es amada, por más que sea su deseo. En el fondo, el único sentimiento que le es concedido es, en el mejor de los casos, una versión parasitaria del amor: la necesidad. Isabel necesita a Lorena tanto como Lorena a ella, y ese es todo el vínculo que tendrán con el mundo.
Esta es una novela muy orgánica y de sensaciones: hay agua, sangre, café, musgo, barro, hierbas y flores secas, olores, vértigo, aire caliente. ¿Qué representa esto en su narrativa y cómo le permitió construir la historia de Isabel y Lorena?
De lo que más me interesa cuando escribo es la plasticidad del lenguaje. La posibilidad de generar atmósferas e ilusiones, y de buscar esa sensación vertiginosa que se parece a la vida a través de las atmósferas. Una de las formas que tengo para crear esa ilusión de vida en el universo de la novela es construir una cadena de símbolos. El agua y la sangre son dos elementos simbólicos fuertes y recurrentes. Por un lado, el agua y su naturaleza cambiante que, como las aves, habita en todos los mundos: sólido, líquido y gaseoso. El agua que también es hielo, vapor y barro. Y la sangre, que une a Isabel y a Lorena, porque son primas. La sangre que se derrama con violencia en las calles de Medina y sin violencia dentro de la casa. La sangre que bebe el canario. La sangre que se mezcla con el agua y con la tierra. Y así las palabras crecen y se dan vida unas a otras, como Isabel a Lorena (y viceversa), y va naciendo ese mundo en el que los personajes luego hacen cosas. Un mundo en el que no corre el agua, o el viento, en el que no se moja la tierra ni se hieren los cuerpos, en el que no hay placeres o miedos o animales o ruidos en las calles, es un mundo de papel, en el que no vive nada ni nadie, sino donde apenas se registran las ideas de ese algo o ese alguien. En esa medida, sin agua no habría tierra, sin tierra no habría sangre, sin sangre no habría pájaros y sin pájaros no habría Lorena. ¿Y qué sería, entonces, de Isabel?
También es muy interesante el trabajo alrededor de un suspenso muy bien construido. ¿Qué lecturas han alimentado esa tensión que usted logra desarrollar desde las primeras páginas?
El suspenso es, para mí, el mejor recurso para contar una historia. Creo que las cosas más fascinantes son aquellas que nos suspenden en el tiempo, que nos alejan del mundo y concentran toda nuestra energía en tratar de entender, de descubrir qué ocurrió, qué está pasando, qué queda por venir. La magia, el desamor, la tristeza, la maldad, todas tienen orígenes y caminos ocultos o secretos. Y el miedo es, tal vez, la emoción que mejor crece y se propaga en el entorno misterioso. Tal vez sea porque, una vez aclarado el misterio, el miedo se queda sin lugar y sin tiempo: cuando apuntamos con la linterna, la sombra desaparece de la pared. Pero mientras dure la oscuridad y la confusión, el miedo encuentra tierra fértil. Para construir este suspenso en el que viven Isabel y Lorena acudí a fuentes conocidas: cuentos de hadas, historias tristes, cuentos de fantasmas y películas de terror. Los hermanos Grimm, Poe, Tennessee Williams, Shirley Jackson, Charlotte Brönte, Mary Shelley y Jennifer Ackerman fueron algunos de los autores que me acompañaron en este proceso. En cuanto al cine, Kubrick, Hitchcock, Bergman y Béla Tarr fueron de gran ayuda y consuelo para mí. Quería encontrar un punto medio entre lo realista y lo fantástico, entre lo gótico y lo latinoamericano, entre lo onírico y lo urbano. La relación entre Lorena e Isabel es confusa y se enrarece a medida que pasa el tiempo, de la misma forma en que Medina se deforma y se oscurece, y dentro de todas hay algo violento que hierve y que se agita.
Las sensaciones de asfixia, de “ser ajena” a todo, de desconocer y estar desencajada también son una constante en la novela. ¿Fue algo deliberado, intencional dentro de la historia?
La sensación de asfixia, de ser ajena, de estar incompleta y perdida, es la esencia de Isabel. Esa es su enfermedad. Y, en mi experiencia, la enfermedad te quita todo lo que te permite vivir, todo lo que se parece a la vida. Te deja sin aire, tanto metafórico como literal. Te saca de tu cuerpo, de tu rutina; te aísla, te pierde, te controla. Y para contar una historia que habla, entre otras cosas, de la enfermedad, me pareció necesario componer una atmósfera así. Porque para quien está enfermo de vacío, todo se convierte en un pozo, en un abismo. El amor es una forma de abuso, la imaginación es un escape, el estudio una distracción, y el silencio es insoportable.
¿Cómo fue la construcción de Medina, una ciudad que uno supone es imaginaria y que, a su modo, también es protagonista?
Para Isabel, cuyo mundo se vuelve Lorena, Medina termina siendo una extensión de su cuerpo y de su enfermedad, así que yo necesitaba una ciudad que fuera como ellas: caótica, extraña, algo dulce e inhóspita, en la que cualquier cosa pudiera pasar. Y Bogotá es así. Quería, entonces, una ciudad que se pareciera a la mía, pero que también pudiera ser como otras ciudades latinoamericanas. Quería mantener esa sensación que da Bogotá de ser muchas ciudades diferentes conectadas por parques, esquinas y nubes de lluvia. Y quería que tuviera un carnaval. Creo que no tener carnaval nos pesa mucho a los bogotanos. No tener un momento del año para festejar, para unirnos en celebración y baile y ebriedad y desahogo. No tener un espacio y un ritual para exorcizar nuestros demonios, un borrón y cuenta nueva para el ánimo colectivo. Acaso por eso tenemos fama de fríos, de distantes, de acelerados, de antipáticos. ¡Entiéndannos, llevamos todos nuestros años a cuestas!
¿Qué es lo que más le gusta de Lorena y de Isabel como personajes?, ¿cuál fue el mayor reto en la creación de cada una?
De Isabel me gusta su sensibilidad, que es tan dulce y única como inadecuada, por lo que resulta, a la vez, tierna y lamentable. Hay cierto valor, cierta belleza insoportable y trágica en los personajes con destinos solitarios, o que están destinados a fracasar. Pienso en la idea de los Destinitos fatales (de Andrés Caicedo, mi amor adolescente), esos personajes trágicos, jóvenes, hermosos y ardientes, y creo que Isabel es, de alguna forma, uno de estos personajes, que se las arregló para escapar de su destino por muchos años. Y tal vez por eso la quiero tanto, por su resistencia a la derrota inevitable, su aire de angelita empantanada. El mayor reto con Isabel fue articular su mundo interior con el exterior, pues en esa relación está la voz que cuenta toda la historia. El mayor reto con Lorena fue, precisamente, construir un personaje que tiene voz pero no habla, porque habla solamente a través de Isabel. Esa relación vicaria y parasitaria, en la que una le cuenta a la otra la historia que ambas viven y ambas recuerdan, fue lo más difícil de todo.
FOTO: Mar Escobedo nació en 1990, en Bogotá, y estudió cine, creación literaria y una maestría en escrituras creativas. Crédito: Cortesía Laguna Libros
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