Pasiones encontradas y audiencias perdidas
POR IGNACIO M. SÁNCHEZ PRADO
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Amo al cine mexicano. Es una pasión que resistí por muchos años, que ha crecido con el tiempo y que hace quince años no hubiera pensado en sentirla ni en declararla. No nació al mismo tiempo que mi cinefilia, cuyo punto de origen fue la Muestra Internacional de Cine a mediados de los noventa. Recuerdo haber asistido a una en la cual vi varios filmes que me han acompañado con el tiempo: El convento de Manoel de Oliveira, Underground de Emir Kusturica, La mirada de Ulises de Theo Angelopolous, El aroma de la papaya verde de Tranh Ang Hun y alguna película de Woody Allen, que probablemente era Balas sobre Broadway. Como iba a la Cineteca muchas tardes después de la secundaria y la prepa (mi escuela estaba a unas cuadras), no recuerdo la totalidad de las películas de dicha muestra o cuáles vi más o menos por esas fechas, pero sin duda vi en esos momentos mi primera película de Zhang Yimou, El fabricante de estrellas de Tornatore y, quizás, mi primer filme de Ken Loach. Lo que sí me queda claro es que, si había en dicha muestra una película mexicana, decidí no verla y ni siquiera puedo acordarme de cuál era (¿quizá La reina de la noche de Ripstein?). Mientras me olvidaba del cine mexicano, otro momento fundacional de mi cinefilia fue un ciclo en 1995 o 1996 de la obra completa de Wim Wenders, que abarcaba desde su primera película hasta Historia de Lisboa. Todo esto sin contar que cada sábado iba con mi madre a uno de los multicinemas emergentes (los Multicinemas de Plaza Universidad, los entonces flamantes Cinemark CNA y Cinemex Manacar), a ver prácticamente todos los estrenos estadounidenses de la semana. Lo más absurdo de mi reticencia es que vería por esas fechas mis tres primeras películas mexicanas en una sala de cine, que a la fecha son tres de mis películas favoritas: Profundo Carmesí de Arturo Ripstein, Entre Pancho Villa y una mujer desnuda de Sabina Berman e Isabel Tardan y En el aire de Juan Carlos de Llaca. Hoy, dos décadas después, el cine mexicano es un elemento fundamental en mi vida. Experimenté como espectador el renacimiento del cine comercial con filmes como Sexo, pudor y lágrimas, fui parte de la generación de adolescentes y veinteañeros que se enamoró de Ana Claudia Talancón y Martha Higareda y que se asombró ante filmes como Y tu mamá también. Siempre he tenido sentimientos encontrados respecto a Amores perros, una película que me deslumbra en cada visita pero nunca me ha gustado. Y, hace una década, opté por volverme investigador y crítico de cine, tras dedicarme por años a la literatura mexicana, lo que terminó en un libro que publiqué el año pasado y en el hecho de que la mitad de mis cursos como profesor universitario y la mayoría de mi trabajo de investigación están dedicados al cine nacional. Soy propietario de una colección de casi mil DVDs originales de cine mexicano, algunos de los cuales me han costado mucho trabajo y dinero conseguir, y veo al menos cinco películas mexicanas de todos los periodos por semana. No es inusual que, mientras mi esposa trabaja y yo estoy escribiendo en la casa, tenga prendido el canal De Película o alguna otra estación de cine mexicano en el cable de los Estados Unidos. Y cada vez que vuelvo a México hago un gran esfuerzo por comprar los DVDs con las novedades y por ver todo lo que esté en cartelera.
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Empiezo con esta anécdota personal, porque el punto de partida de mi relación con el cine mexicano fue la misma postura que muchos tienen: una enorme reticencia a verlo, la sensación de que vive una crisis desde la Época de Oro, la constante decisión de preferir otras películas, el desprecio hacia filmes comerciales debido a la participación de estrellas de la televisión en ellos. Es una industria con una producción prodigiosa (más de cien largometrajes por año) y una distribución atroz (8-10 por ciento de las pantallas) debido a cuatro factores: la desleal competencia de Hollywood en la distribución, el poder fáctico que tienen dos compañías que controlan más del noventa por ciento de las pantallas, una crítica de cine que en el mejor de los casos se interesa poco en el cine mexicano (y que, cuando se interesa, lo destaza sin piedad) y un público en general que ha carecido por décadas de una relación con el cine nacional y de alicientes para preferirlo por encima del cine importado. Y sin embargo, hay muchos argumentos para ver nuestro, como pude constatar en los últimos meses. El prejuicio que críticos y espectadores tienen respecto a un cine nacional que seguimos pensando “en crisis” no debe ser motivo para que sus filmes no sean reconocidos. En mi último viaje al DF pude ver dos películas que me encantaron –Viento aparte y Elvira, te daría mi vida pero la estoy usando, que reseñé para este medio. Me convencí una vez más de la importancia de ver un filme como el primero, que presenta con gran inteligencia la situación de violencia de nuestro país, o el segundo, que equilibra su cariz comercial y su enorme oficio cinematográfico en una película de factura extraordinaria. También hay que darle la oportunidad a las muy disfrutables películas palomeras como A la mala, una divertida comedia romántica que recién sale en DVD o a películas que sin ser estrictamente comerciales o de arte, cuentan historias de relevancia social y/o emocional como la reciente Las horas contigo de Catalina Aguilar Mastretta o la celebrada Güeros de Alonso Ruizpalacios. México es un país donde se produce cine de arte de primera, como hemos visto gracias a cineastas como Carlos Reygadas, así como documentales magníficos como el reciente Ecos de la Montaña, que tuve ocasión de presentar en un festival de cine latinoamericano en San Francisco a una audiencia enamorada a primera vista de ella.
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La narrativa sobre el cine mexicano internalizada por muchos espectadores y críticos cuenta la historia más o menos así: después de un notable periodo silente, el cine mexicano comenzó a partir de los treinta a producir películas de una calidad extraordinaria, que gracias a factores como el declive de la competencia europea y el enorme talento que confluyó en esos tiempos, permitió la existencia de una Época de Oro de quince a veinte años, que a su vez terminaría debido a la crisis generada por el regreso del cine de Hollywood a las pantallas, crisis que, salvo algunos destellos como el Nuevo Cine de los setenta o de los noventa, no se ha superado. Esta narrativa es correcta si uno habla de la infraestructura institucional y económica, de innegable precariedad en muchos momentos, pero ha tenido como consecuencia el ninguneo de nuestro cine. El hecho es que, si uno ve las películas (lo cual puede implicar esfuerzos casi heroicos para conseguirlas en copias decentes o la frustración de precariedades como las malas copias en el internet), se vuelve necesario desafiar, o al menos, complementar esta historia reconociendo que un gran cine surgió incluso en las condiciones más adversas. En los sesenta, aparte de Jodorowsky y Buñuel, existen películas extraordinarias e icónicas, como Cinco de chocolate y una de fresa y Los caifanes (ambas absolutamente inconseguibles en México en DVD original y legal, lo cual es realmente escandaloso), un cine experimental de gran factura (como el dueto de filmes Los bienamados, también inconseguible) y películas que, muy en el espíritu de los sesenta, desafiaban convenciones sociales, como Patsy mi amor y Damiana y los hombres (también inconseguibles). En los setenta, además de obras maestras como El lugar sin límites o Canoa existen obras que supieron navegar la adversidad de la época, como Cuartelazo y Cananea, mientras que en los ochenta coexistieron con las sexycomedias y el cine de ficheras películas extraordinarias como Deveras me atrapaste, Doña Herlinda y su hijo o Días difíciles.
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Mi punto es que, aún si uno considera el hecho de que el cine mexicano ha sufrido de vaivenes institucionales muy pronunciados y que producir cine en México ha sido un viacrucis por décadas, no se contradice otro hecho importante: no hay época del cine mexicano en la cual no se haya producido un corpus de películas de primer nivel. El cine mexicano siempre ha obtenido premios en festivales a nivel mundial (un reciente libro documenta esto). Iré incluso más lejos: aún las películas con reputación de atroces tienen un interés histórico indudable. El cine del Santo y las películas de Juan Orol tienen muchos seguidores, y detractores, pero en su excentricidad y torpeza se registran muchas de las ansiedades que causaba la vertiginosa modernización del medio siglo en la conciencia de sus espectadores. Olivia Cosentino, quien contribuye en este número, está en el proceso de realizar un trabajo de archivo sobre el cine de Lucerito, mostrando la importancia que tiene para entender tanto el ecosistema mediático de la época como la formación de culturas juveniles de gran impacto. Y el cine de ficheras y las sexycomedias, como han demostrado estudiosos como Sergio de la Mora, tienen gran interés en el estudio de los conceptos de clase y género en nuestro país.
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No me interesa elaborar más sobre las razones por las que existe esta incapacidad de ver al cine mexicano con mayor esfuerzo o sutileza –situación que tiene que ver con una relación rota tanto de la crítica como de los espectadores con el grueso de la producción. Pero existen diversas razones por las cuales es necesario reconstruir dicha relación y repensar nuestro concepto del cine mexicano. Una cinematografía nacional es un archivo de historias, memorias y experiencias de modernidad, un patrimonio fundamental no sólo para la identidad nacional (algo a lo que se suele reducir a la Época de Oro) sino para la construcción de una memoria compleja a nivel político, estético y social. El largo historial de descuido de nuestro patrimonio fílmico es sintomático de esto. Se perdió mucho en el incendio de la Cineteca (y en la desidia que le siguió) y los archivos de cine, pese a los muy valiosos esfuerzos tanto de la Cineteca como de la Filmoteca de la UNAM, carecen de recursos y apoyos suficientes para su preservación y difusión adecuada. Para alguien que no se dedica profesionalmente al estudio del cine, resulta imposible ver una cantidad de obras fundamentales del cine mexicano. Además de las antes mencionadas películas, uno puede señalar el hecho de que grandes filmes como El conde de Montecristo de Chano Urueta, varias películas de Roberto Gavaldón, obras decisivas de Arturo Ripstein (como sus magníficas versiones de La mujer del puerto y La reina de la noche) y hasta obras recientes de directores mayores como Las vueltas del citrillo y Ciudadano Buelna de Felipe Cazals son inconseguibles en DVD. Aunque las plataformas de streaming comienzan a llenar huecos, siguen siendo insuficientes y excluyen comunidades espectadoras enteras. Por ejemplo, el encomiable esfuerzo de FilminLatino es inaccesible en los Estados Unidos, lo cual los lleva a perder toda una comunidad de potenciales espectadores interesados en el cine hispanohablante. Además como espectadores y críticos hemos permitido que un número abrumador y escandaloso de nuestras pantallas estén dominadas por el peor cine estadounidense. No es inusual que uno castigue a películas mexicanas por defectos que se le perdonan a las obras menores de algún auteur de moda o a las películas hollywoodenses y europeas de medio pelo que, insólitamente, alcanzan mejor taquilla que muchas de las mejores películas mexicanas. Tampoco es inusual que, cuando se estrena una película mexicana con posibilidades de encontrar una audiencia, varios de los críticos con acceso a los medios masivos opten por recomendar casi cualquier otra alternativa. Lo triste del asunto es que ya sabemos que se puede hacer un cine que llegue a los espectadores, como demostraron de manera abrumadora No se aceptan devoluciones y Nosotros los nobles, que vencieron en la taquilla a varios filmes de la oferta de Hollywood. El problema es que ambas películas han sido también, en México, objeto de un desprecio inaudito de parte de los críticos y algunos sectores de la comunidad cinematográfica, en vez de tratar de discernir cómo es que lograron conectar con gente que probablemente no ha visto ninguna otra película mexicana reciente.
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Es necesario reconstruir esta relación, y esto sólo puede lograrse trazando un camino en tres direcciones. Primero, desde la crítica, hay que escribir más y mejor sobre cine mexicano, enfocándose en valoraciones justas de los filmes, sin ser complacientes pero también evitando vapulear sin necesidad, y en la puesta en conversación de la producción con otros filmes. Hay días que me pregunto cuánto cine mexicano ven en efecto muchos de los críticos (no todos, hay otros que evidentemente le siguen la pista), porque me resulta inexplicable el ninguneo de algunas películas mexicanas excelentes en semanas en las que se privilegia la reseña de algún filme europeo autoindulgente, o de una de esas películas mediocres de Estados Unidos que se lanzan directo en DVD en su país de origen pero que tratan a las pantallas mexicanas como el botadero necesario para recuperar parte de la inversión. Segundo, respecto a la crítica y la industria, es necesario hacer las paces con el cine que sí alcanza a las audiencias, aún cuando éste sea burdamente comercial. Yo creo que en vez de despreciarlo, a Eugenio Derbez se le debe aplaudir el haber hecho una película que movilizó una cantidad asombrosa de espectadores y tomar su éxito como punto de partida para pensar con seriedad cómo podemos transformar los éxitos intermitentes en una industria comercial más estable y viable. Y como espectadores hay que verlo, hay que ir al cine, comprar los DVDs, ordenar películas On Demand, verlas en la televisión y en las plataformas digitales. Hay que ver el cine reciente y el de todas las épocas. No gustará todo, como sucede con cualquier consumo cultural, pero hay muchas sorpresas en ese cine. Y si invertimos un poco de nuestro tiempo y dinero en nuestro cine, es muy posible que haya más de ese cine de primera en los años que vienen. Creo que el amor por el cine mexicano no tiene por qué ser una pasión excéntrica: estoy seguro que hay muchos otros espectadores que pueden compartirlo.
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*FOTO: La historia de Viento aparte, dirigida por Alejandro Gerber, se centra en dos hermanos que en su largo camino a casa de su abuela se enfrentan a las condiciones de violencia que existen en el país.
En la imagen, los actores Valentina Buzzurro y Sebastián Cobos, quienes personifican a Karina y Omar, protagonistas de la cinta/Especial.
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