Patear el pesebre
POR JULIO PATÁN
Pregunta malintencionada: ¿dónde se origina el ostensible divorcio de la casi totalidad del estamento literario mexicano o, más aun, del amplio estamento de los escritores mexicanos y el lector común, el lector, digámoslo en términos castizos, de a pie? Respuesta certera y por lo tanto igual de malintencionada: en los escritores mismos. Este es el punto de partida de la Genealogía de la soberbia intelectual. Ahí, en el gremio de los escritores, es donde Enrique Serna, al que aparentemente le gusta patear el pesebre, encuentra el eje de un libro que camina en muchas direcciones, pero que no pierde el norte y cumple con lo que promete: es una genealogía de la soberbia intelectual, una radiografía histórica del engreimiento. Por lo tanto, es también una obra que no se circunscribe a las fronteras de la patria nuestra.
Del señor presidente al señor profesor
En efecto, son muchos los territorios que visita Serna. En riguroso desorden y solo para empezar, está el tema punzante y desolador de las demasiadas componendas entre los intelectuales y el poder que ha registrado la historia desde los sofistas hasta Sartre, sin excluir a los cortesanos de la Francia monárquica o al Renacimiento italiano. En este sentido, el libro se inscribe en una nómina muy meritoria de títulos que sin embargo no aparecen en una obra llena de referencias bibliográficas: el Mark Lilla de The Reckless Mind, desde luego el Julien Benda de La traición de los clérigos (o de los intelectuales, en otra traducción igualmente válida) y en menor medida El arte de medrar de Maurice Joly, esa joya. Pero tampoco es que dichas referencias se echen de menos. Serna procede de manera contundente, sin dejar un títere con algo sobre los hombros, y encuentra apoyo en cabezas —va otro casticismo— al menos igual de bien amuebladas, destacadamente la de William Hazlitt (recomendemos de paso la notable traducción que hizo Jesús Silva-Herzog Márquez de su De la relación entre los tragasapos y los tiranos) y la de Gabriel Zaid, de lo más útil a la hora de pasar la podadora por la intelligentsia nacional.
Y es que lo de patear el pesebre viene muy a cuento en este caso, porque en México son particularmente promiscuas las relaciones de la intelectualidad no ya con los poderosos, con el señor presidente, que desde luego lo han sido y lo son, sino con el aparato estatal mismo, al menos desde que los gobiernos nacidos de la Revolución decidieron patrocinar la creación no muy para bien, un tema tabú que Serna afronta sin cortapisas, porque aun cuando su trabajo rebasa las fronteras nacionales no solo no las descuida, sino que las tiene siempre en la mira. Pocos se han metido en esos berenjenales, quizá porque ni siquiera en México es del todo bien visto que te declares vegetariano con un pedazo de bistec entre los dientes. Serna se mete, y no deja de atender ni el caso de Octavio Paz, elogiado en mayor medida que discutido pero cuestionado al fin; ni el de Carlos Fuentes, que recibe un vapuleo de mucha mayor consideración; ni, sobre todo, el de Elena Poniatowska, a la que le abolla el Cervantes sin contemplaciones. Nunca, al menos lejos del pasquín y la comodidad del seudónimo, se había leído una crítica de tal intensidad y sobre todo de tan amplio espectro en el contexto intelectual mexicano.
Pero hay otros pesebres que patear. Zaid no es menos útil a la hora de meterse en otro tema tabú, el de la academia. Habrán constatado los lectores que en este país esbozar, por ejemplo, una crítica contra la UNAM genera respuestas equivalentes a las que tienen los movimientos conservadores frente al tema del aborto: un rechazo furibundo, sin matices, sin margen para el diálogo, que supone algo así como un crimen de lesa humanidad, por la gravedad de la blasfemia. Igual que Zaid, Serna llega más lejos. Su Genealogía… incluye un cuestionamiento de fondo a la pertinencia del saber académico mismo, que demasiado a menudo consiste en un código encriptado concebido para mantener la imagen semisagrada de los pocos afortunados que lo detentan, es decir, un modo de conservación de prebendas que en poco o nada ayuda a la población que lo financia con sus impuestos, a la manera de lo que pasaba con las castas sacerdotales, o para el caso al debate cultural mismo. Una vez más, no es una discusión que se mantenga en las fronteras mexicanas. Muy atendiblemente, sobre todo para quienes se hayan soplado la carrera de filosofía en los años 90, la crítica se extiende a Heidegger o Derrida, dos prodigios de confusión que nadie ha terminado de explicarnos con claridad, tal vez porque no hay nada que explicar.
Diatriba y ensayo
Serna tiene un pie metido en la diatriba, un género que trae salud y movimiento a entornos librescos del tipo del mexicano, tan dado a la pachorra. Su libro, sin embargo, es sobre todo un ejercicio de literatura ensayística en el más estricto sentido: es un juego placentero, gozado, de idas y vueltas por la lectura, de ironía, de vínculos entre épocas, autores y temas que se dirían a años luz. Es, vaya, un ejercicio de crítica literaria.
No le son ajenos estos asuntos a Serna, como recordará quien haya leído El miedo a los animales, esa muy graciosa novela negra, dotada asimismo de espíritu de diatriba, en la que un policía judicial, nada menos, termina por constatar que el gremio literario mexicano es un poco más inescrupuloso que el policiaco. Pero el ensayo permite muchas veces lo que la novela prohíbe, al menos la novela que está bien hecha. Por ejemplo, permite debatir sobre el sentido de la lectura, o uno de sus posibles sentidos. Llevar los libros a la mayor cantidad posible de lectores, democratizar la lectura, lo que desde luego no significa empobrecer la escritura sino abandonar la pedantería, el barroquismo abstruso, el vacío encriptado y la timoratez crítica o el espíritu acomodaticio, parece una meta irreprochable, casi diríamos una causa justa, en el entendido de que Serna es felizmente libre de causas, como cualquier autor de respeto.
Se echa de menos en el libro, en cambio, una disquisición algo más elaborada sobre el papel de la lectura profunda, rica, como contrapeso del presunto papel embrutecedor de los medios —¿de veras son intrínsecamente nocivos, de veras están en las antípodas del buen espíritu creativo, de veras son recibidos tan acríticamente por la población media?— o del mercadeo editorial de naturaleza más canibalesca. Pero se trata de una carencia secundaria que en poco afecta al resultado. El análisis de Serna es lúcido y refrescante. Sobre todo, es uno de esos análisis que deja la sensación de que al fin alguien se decidió a iniciar una pelea que llevaba pospuesta demasiado tiempo. Ojalá que aparezcan rivales a la altura, aunque, dados los antecedentes que tan bien conoce el autor, más vale no hacerse muchas ilusiones. Él, en todo caso, no se las hace.
Enrique Serna, Genealogía de la soberbia intelectual. Taurus, México, 2013.
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