Paul Auster y Tomás Eloy Martínez: encuentro en Nueva York
POR LA NACIÓN/GDA
Durante los años que vivió en Estados Unidos, Martínez publicó gran parte de su obra (La novela de Perón, La mano del amo, Santa Evita, Las memorias del general, Ficciones verdaderas, El sueño argentino, El vuelo de la reina y El cantor de tango) y se hizo amigo de Auster. Cuando se conocieron, La trilogía de Nueva York (Ciudad de cristal, Fantasmas y La habitación cerrada) era ya objeto de culto; Auster había publicado también El país de las últimas cosas, El Palacio de la Luna y La música del azar. De esa amistad sale este intercambio de visiones entre pares a los que une la literatura y separa la pertenencia a una lengua: el mundo anglosajón y el hispanoamericano.
PA: Uno de los primeros temas que deberíamos tocar es la cuestión de la traducción. Los Estados Unidos han decaído en este rubro tan terriblemente en los últimos veinte o treinta años que nos estamos provocando un gran perjuicio al no traducir suficiente literatura extranjera. Estamos aislándonos del resto del mundo. Es una especie de repetición, en el campo literario, de lo que estamos haciendo en la política. Lo mismo sucede en el cine.
TEM: Sí. Es quizá una cuestión de mercado. Lo que no se conoce no existe y, por lo tanto, no tiene valor.
PA: Así es. Los norteamericanos nos encerramos mucho, los Estados Unidos se aislaron tanto que parecen interesados en ellos mismos. Nuestra curiosidad sobre los demás se ha reducido y eso crea una falta de comprensión de las otras culturas que en la política provoca grandes problemas. En mis años de formación había libros traducidos de Europa y de América del Sur. La gente hablaba mucho de los escritores extranjeros. Se convertían en parte de nuestra cultura, de algún modo.
TEM: Si tus años de formación fueron los finales de la década del 50 y la primera mitad de la del 60, entonces hablás de la época en que se tradujo a Rulfo, aunque sin éxito. Y a Borges, con un éxito creciente, sobre todo en la academia.
PA: Sí, también estoy pensando en escritores como Günter Grass, que se convirtió en una gran celebridad con El tambor de hojalata; en los franceses del nouveau roman, Robbe-Grillet, Duras, Sarraute. Todos traducidos, debatidos. Creo que fue a fines de los años 60 cuando llegó el boom de América Latina para los lectores norteamericanos.
TEM: Hacia 1967, 1968, con Cien años de soledad. Poco antes se habían publicado las traducciones de Rayuela, de Julio Cortázar, y La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes.
PA: Sí. La novela de García Márquez tardó dos o tres años en llegar al inglés. Causó un gran impacto. Fue inspirador y movilizante para mucha gente aquí. Pero ahora sucede muy, muy poco. Deberías sentirte orgulloso de que al menos tres o cuatro de tus libros se hayan traducido.
TEM: También nosotros estamos encerrándonos. Años atrás, se discutía con pasión en los cafés sobre Kafka o Beckett, sobre el nouveau roman y, por supuesto, sobre J. D. Salinger y Mailer. Hoy son escasos los escritores norteamericanos de tu edad que causan pasión. A tu amigo DeLillo, por ejemplo, se lo conoce muy poco.
PA:¿En Sudamérica? No lo puedo creer.
TEM: Los pocos que lo conocen lo admiran mucho. Pero es una admiración de minorías. No es tu caso. Tu obra es muy leída en los países de lengua castellana.
PA: No soy consciente de ello. Sé que he sido traducido y publicado en América del Sur. Y que me leen. Me siento afortunado. Cuando era un autor inédito e intentaba que me publicaran, me rechazaron muchas editoriales. Cuando terminé La ciudad de cristal, mi agente de entonces lo hizo circular y fue rechazado por diecisiete o dieciocho editoriales. A algunos les había gustado y llamaban para decirlo: “Realmente nos encantó, pero no creemos que sea comercial. No creemos que vaya a vender, aunque si le cambiara el final, tal vez ayudaría…” Lo lamenté mucho pero no iba a cambiar el final.
TEM: ¿Cuál es tu idea sobre la frontera entre realidad y ficción?
PA: Cuanto más envejezco, más delgada me parece. Creo que ahora cruzo todo el tiempo de un lado al otro. Es algo muy misterioso, un tema muy difícil para que la mente logre siquiera asirlo. Si somos parte del mundo real, cualquier cosa que nos alcance es parte del mundo real. Si puedo imaginar otro mundo dentro de mi cabeza, ¿acaso ese mundo no existe de alguna manera? ¿Y la ficción no es eso, en el fondo: inventar otros mundos, otras realidades, que resulten verosímiles?
TEM: Ése es el quid del asunto y la tarea más compleja del novelista: impregnar de verosimilitud una realidad que sólo existe porque la imagina y permitir que los lectores sientan esa realidad imaginada como verdadera. Cuando escribo ficciones, tiendo a creer que todo lo que imagino es real. O tal vez no sólo lo creo: lo deseo. ¿Recordás “El narrador”, ese ensayo breve de Walter Benjamin que está en la última parte de sus Iluminaciones?
PA: Lo leí hace demasiado tiempo.
TEM: Benjamin señala que en el núcleo de toda novela está la búsqueda del sentido de la vida, la del personaje, la del narrador, la de la especie humana. La vida sólo cobra un sentido pleno en el momento de la muerte, pero mientras recorre ese camino, necesita alimentarse de sueños. Lo que confiere valor a las novelas, dice más o menos Benjamin, no es el relato de un destino ajeno e instructivo. No hay materia tan hostil a la novela como la construcción de moralejas, porque el alimento primordial de la novela es la libertad. Y la duda. Y el riesgo, todos valores distantes del afán pedagógico de las moralejas. Lo que importa no es el acto de leer un destino ajeno e instructivo, sino lograr que las llamas que consumen ese destino ajeno transfieran calor a nuestro destino. Las novelas nos permiten ser ese otro que no nos atrevemos a ser en la realidad. ¿Qué es la especie humana, a fin de cuentas, sino la imaginación de Dios?
PA: ¿Y qué es Dios sino la suma de los deseos de la especie humana?
TEM: A medida que envejecemos, la realidad se nos desvanece más y más. De pronto tenemos ya todo el cuerpo sumido en la ficción. Nos volvemos ficciones. Los personajes de tus últimas novelas han ido avanzando en edad al mismo tiempo que vos. Algunos van más lejos. Son moribundos, como el cineasta de El libro de las ilusiones.
PA: Creo que eso se debe a que algunas cosas del cuerpo comienzan a descomponerse y a que se acentúa la conciencia de la propia mortalidad. Lo que te digo es sólo una conjetura, no podría explicarlo. Poco antes de cumplir sesenta años, mi cuerpo empezó a cambiar. Pequeñas cosas. En el fondo se trata del gran drama de estar vivo: el hecho de que dejaremos de estarlo en algún momento.
TEM: Pienso lo mismo. La primera vez que caí enfermo, muy enfermo, me pregunté “¿Por qué yo, por qué ahora? ¿No podría el derrumbe esperar un poco?”. Y después, cuando sobreviví a otra enfermedad grave, me dije: “¿Por qué yo? ¿Por qué se me concede una gracia que se les niega a tantos?”. Lo peor es que nos iremos de este mundo sin tener respuesta para esas preguntas esenciales.
PA: Por eso escribimos ficciones: para entender. En las novelas podemos rehacernos, empezar desde cero en cada libro nuevo. Ésa es la aventura de escribir: la novedad. Nunca has escrito este libro antes, en consecuencia tienes que enseñarte cómo hacerlo a medida que avanzas. Siempre me siento un principiante. Y el pasado no afecta en absoluto. El hecho de que haya escrito otros libros no significa nada. Cada vez que comienzo algo, soy nuevo. Si sintiera que estoy escribiendo de algún modo el mismo libro que he escrito antes, sin darme cuenta, sería terrorífico. Aterrador.
TEM: ¿Reescribís hasta encontrar estructura y tono?
PA: No, en general dejo el texto a un lado y luego lo comienzo completamente otra vez.
TEM: Yo comienzo una historia y cuando me doy cuenta de que he tomado un desvío falso, tengo que volver atrás. Por lo general empiezo todo desde cero. ¿Te ha sucedido alguna vez?
PA: Más de una vez. Cuando escribí El libro de las ilusiones, un día me di cuenta de que había trabajado durante dos o tres semanas en la dirección equivocada, y rastreé el texto hacia atrás hasta la misma oración donde había hecho el giro incorrecto. Quité todo lo que había escrito desde allí y volví a empezar con esa oración como punto de partida.
TEM: Yo he tenido que escribir todas mis novelas por lo menos dos veces. La excepción es El cantor de tango, que sin embargo es la que más les ha gustado a los críticos anglosajones. Terminé dos versiones completas de Santa Evita y tres de La novela de Perón. Lo curioso es que son muy diferentes entre sí. Nunca he publicado las que me salieron mal y no pienso hacerlo. ¿Qué estás escribiendo ahora?
PA: Un libro muy raro. No me gustaría hablar de él porque no está terminado. Llevo escritas poco más de cien páginas. Sólo puedo decirte que el protagonista, el narrador, tiene 72 años. El núcleo de la historia es precisamente sobre alguien que inventa otros mundos y este hombre que halla un lugar allí. El único modo en que él puede liberarse es matando a la persona que lo ha creado.
TEM: ¿Encontrás puntos de contacto con tu libro anterior, Viajes por el Scriptorium? Ahí los personajes se desprendían de su vida en las novelas y buscaban al autor para interpelarlo.
PA: Sí, pero este otro libro va más allá. Y el tono es muy diferente. Cada uno de los personajes piensa y habla de un modo característico. Esa es la aventura. Esto es algo nuevo, en desarrollo. ¿Y vos estás trabajando en otro libro?
TEM: He retomado la novela que interrumpí cuando me enfermé a comienzos de 2006. La enfermedad cambió mucho mi visión del tema. Lo que ya había escrito, unas 200 páginas, trataba de transfigurar en ficciones la vida que yo no había vivido en mi país durante la dictadura. Siempre sentí una enorme melancolía por ese tiempo perdido. Si no he podido vivirlo, puedo recuperarlo por medio de la escritura, me dije. Ser en la novela el otro que no pude ser en la realidad, como proponía Benjamin. Pero el hecho mismo de que mi vida se haya situado durante ese tiempo en una zona de sombra, que la realidad cotidiana se me haya escurrido y haya desaparecido de mí, me hizo cambiar de idea. Ahora escribo no sobre lo que está sino sobre lo que no está. He tardado mucho en saber cómo contarlo. Todavía no me siento seguro. Cuando llegue al final sabré si lo que estoy buscando está escondido en alguna de las páginas. Fue muy útil releer el comienzo de tu novela El país de las últimas cosas, aunque lo que estoy escribiendo tiene poco que ver. La música de ese comienzo está llena de luz. Siempre quiero que mi lenguaje derrame cierta música. Si no hay música, por imperceptible que sea, no hay eficacia.
PA: Ay, ay. En tu país han sucedido tantas historias que parecen irreales.
TEM: Entre nosotros, la irrealidad es desde hace mucho muy real. “Las Malvinas son argentinas”, dice un gran letrero al salir del aeropuerto de Buenos Aires. Durante la guerra, días antes de la derrota en las islas, una revista tituló: “Vamos ganando”. Años antes, el presidente de la dictadura anunció que su gobierno actuaba con “total respeto por los derechos humanos”, el mismo día en que se arrojaban al mar, todavía vivos, los cuerpos de veinticinco prisioneros. Juan Perón había dicho, tiempo antes, “La única verdad es la realidad”, pero no había explicado que la realidad era disfrazada sistemáticamente con ficciones. Y así crecimos, desorientados, sin saber dónde estaba una y dónde las otras.
PA: Mi país tiene un pasado manchado. Los norteamericanos hemos cometido crímenes a lo largo de años en distintos lugares del mundo, por no hablar de los de aquí dentro: la esclavitud, la masacre de la población indígena.
TEM: Cuando en América Latina vivimos bajo una tempestad de dictadores, en las décadas del 60 y 70, advertimos que era preciso escribir la historia desde otro lugar. Lo que no podía hacer la historia, lo hacía la novela. Los dictadores prescribían su propio discurso de la historia, pero las novelas podían reflejar la cara del poder tal como ese poder se vería después. Roberto Arlt ya había escrito entre nosotros novelas proféticas. Pero el gran modelo de esa respuesta al poder en la literatura argentina es un clásico de mediados del siglo XIX, Facundo, de Domingo Faustino Sarmiento. Facundo atraviesa todos los géneros con una libertad infrecuente. Es una biografía ficticia, un tratado sociológico, un panfleto político, un estudio de tipos y costumbres. Yo siempre lo he leído como una novela épica. Al modificar la realidad histórica, crea otra realidad más fuerte. El Facundo de Sarmiento se ha instalado en la imaginación nacional con más verdad que el Facundo de los documentos. Los libros también pueden crear la realidad.
PA: Pasa en todos lados. Ciertos libros, han tenido un enorme impacto. A veces no son los mejores, pero sí son muy leídos e influyen mucho sobre la gente. La cabaña del tío Tom, la novela de H. Beecher Stowe sobre la esclavitud, cambió la visión de millones de personas sobre qué sucedía, y fue un gran paso hacia el fin de la esclavitud. Un libro. Un libro. ¿Hablas de eso con tus amigos escritores? Con García Márquez, por ejemplo.
TEM: Hablamos de literatura, de los autores que nos gustan. Pero sobre todo hablamos de los hijos, del amor, de la vida. ¿Y vos?
PA: Con Don DeLillo tampoco hablamos de nuestros libros. Sólo un poco. Nuestros diálogos son del tipo: “¿Estás trabajando?” “Sí. ¿Y vos?” “Sí”.
TEM: ¿Qué sucede con The New York Times?
PA: Creo que les gusta atacarme. Cuanto más cerca estás de casa, más quieren atraparte. Me pueden admirar fuera de Nueva York, pero aquí prefieren pegarme. No hay nada que pueda hacer al respecto.
TEM: ¿Y qué pasa en Brooklyn, tu casa?
PA: Nada malo. Me han dado un gran premio por mi escritura y en 2006 el presidente del municipio, Marty Markowitz, declaró el “Día de Paul Auster en Brooklyn”. Recibí una gran proclamación, un discurso lleno de “en el presente acto” y “por tanto”, “le concedemos a usted el.”. Fue muy divertido. Me sentía como un personaje en el final de El Mago de Oz. Quizá te pasa a vos en Tucumán.
TEM: En Tucumán siempre han sido muy generosos conmigo. La universidad me ha concedido un doctorado honoris causa. Cuando hablo allí me llenan de cariño. A veces no sé cómo corresponder.
PA: Escribiendo. Es la obligación del héroe local. Hacer lo que sabe de la mejor manera.
*FOTO: La conversación entre Paul Auster y Tomás Eloy Martínez tuvo lugar en Nueva York en 2007./Cortesía La Nación/GDA.
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