Paul Celan: al norte del futuro
El semestre del verano de 1967 nos llevó, al colombiano Alonso Ruiz Alzate y a mí, a participar en el seminario de literatura comparada que impartía Peter Szondi en la Universidad Libre de Berlín. Por ese entonces, el profesor Szondi era el crítico literario más interesante y sugestivo de Alemania, destinaba la mayor parte de su actividad docente a la estética de la época de Goethe y al idealismo alemán. Sin embargo, Szondi dedicó aquel semestre a la obra de Paul Celan y nos hizo leer el poema “Stretta”; en cada una de las sesiones interpretó el texto línea por línea y nos reveló, de modo incomparable, el sentido de esa “oscuridad” poética. El profesor Szondi tenía entonces treinta y ocho años, era alto y corpulento, de pelo entrecano y ojos negros, de manos largas y nerviosas. Era hijo de Leopold Szondi, eminente siquiatra judío de Budapest. El profesor Peter Zsondi se suicidó en 1971. A partir de entonces su vida fue, para nosotros, una leyenda.
En marzo de 1944, cuando los ejércitos alemanes ocuparon Budapest, la Gestapo deportó a la familia Szondi al campo de exterminio de Bergen Belsen donde permanecieron nueve meses. Por un azar milagroso la familia Szondi logró salir del infierno de Bergen Belsen y trasladarse a Suiza. De acuerdo con un antiguo tratado, los oficiales del ejército alemán negociaron con el representante de los judíos húngaros, Rudolf Kasztner, la entrega de setecientos prisioneros a cambio de camiones, motocicletas y comida.
Invitado por la Academia de las Artes, Paul Celan llegó el 16 de diciembre de 1976, por primera y última vez, a Berlín Occidental. El invierno había llegado también con una tormenta de nieve que azotó durante tres días la ciudad. Una ráfaga de viento ártico cubrió el barrio de Dahlem, donde se encontraba el Instituto de Literatura Comparada. Las calles amanecieron cubiertas de un lodo grisáceo que impedía avanzar a los autobuses. La temperatura descendió a doce grados bajo cero y, al anochecer, soplaba un viento que se metía en los huesos y helaba la sangre. Como consecuencia de los rigores del clima, se suspendieron las actividades de la universidad. No obstante, Szondi invitó a los estudiantes del seminario -el martes 19 de diciembre- a la presentación de un autor y la lectura de sus poemas. Muchos se habían ido de vacaciones de fin de año, sólo asistimos diez o doce alumnos. Para nuestra sorpresa, nos encontramos con Paul Celan en el salón de clases. Celan tenía cuarenta y siete años y era, sin duda, uno de los mayores poetas contemporáneos de la lengua alemana. Leyó, esa tarde, poemas de sus libros La rosa de nadie y Hebras de sol. Su voz temblaba y sus párpados infatigables parecían gobernar los textos. Hablaba un alemán muy claro, sin huella de dialecto, que pronunciaba con una ternura próxima al dolor. Celan era además un lector extraordinario, su entonación y sus pausas perfectas obedecía a un guión, nos ayudaban a entender mejor sus poemas.
Para nosotros, es una suerte -explicaba Szondi esa tarde de diciembre de 1967- que Celan haya escrito en alemán algunos de los poemas más hermosos de la mitad de este siglo. Esos textos no son sino la cicatriz de nuestra época. No niegan la dignidad del miedo, ni el consuelo de la confianza. Es la suya una poesía ardiente, brotada de la vida y el diálogo del hombre con el mundo. En sus poemas brillan los nombres de las cosas, aparecen diáfanas las plegarias y los colores cobran una existencia prodigiosa. Resucitan a las víctimas, se afanan a los sobrevivientes y dicen su misterio antiguas teogonías hebreas. Hay amapolas y memoria, urnas y arenas, tallos y lámparas. Todo un universo hecho con las manos llenas de dolor y el alma interrogante. Celan es un poeta que ha dejado un rastro de fuego en la lengua alemana.
El frágil espacio del lenguaje
A principios de 1968, la vida de Paul Celan era también una leyenda. Se sabía que era un sobreviviente, pero nadie podía decir dónde y cómo había salvado la vida. En 1971, Dietlind Meinicke publicó Sobre Paul Celan, en la editorial Suhrkamp, el primer recuento de ensayos acerca del poeta, donde afirmaba que la familia Celan había muerto en Auschwitz, y que Paul consiguió trabajo de enfermero en el ejército soviético, una suerte de héroe del socialismo científico. La verdadera historia es más simple. Y más triste.
Paul Celan nació el 23 de noviembre de 1920, en la ciudad de Czernowitz, antigua capital del reino de Bucovina, provincia del Imperio Austrohúngaro, en el linde exacto entre Rumania y Ucrania. En esa región convivieron, no hace más de ochenta años, cuatro culturas diferentes: la alemana y la judía, la latina y la eslava. En la ciudad de Sadagora, a unos treinta kilómetros de Czernowitz, nació su madre y floreció el jasidismo, la más depurada expresión de la mística judía.
La vida en Sadagora remitía al ávido universo de la tradición oral, a la resurrección del mito jasídico, a la fuerza mágica de sus héroes. El rabino Balschelm, maestro de la Cábala, que transformó en práctica viva, cotidiana, la sabiduría de los libros herméticos. Trivialidad e imaginación, mística secreta y magia pedestre, se confundían en un hervidero de historias, parábolas y fabulaciones, cuyo proferimiento custodió la tradición por más de tres siglos. Al transmitirlas de boca en boca, consumaron el ritual religioso, rescataron el habla vivificante, se fincaron el frágil espacio del lenguaje.
Celan viene de muy adentro de ese pueblo, admiraba a Martin Buber, el filósofo judío que reunió por primera vez, y en alemán, las historias jasídicas. A principios de siglo, los Antschel -Celan es un anagrama de Antschel- eran judíos de lengua alemana, súbditos del Imperio Austrohúngaro.
En 1938, Paul Celan se fue a estudiar medicina en Francia, porque la Facultad de Medicina de Bucarest no admitía estudiantes judíos. En julio regresó de vacaciones a Czernowitz y, un mes más tarde, Hitler y Stalin firmaron el Pacto de No Agresión. La Unión Soviética ocupó Bucovina y Celan quedó atrapado en un rincón de la Historia. En la noche del 13 de junio de 1941, la policía política soviética deportó a cuatro mil judíos de Czernowitz. Su destino fue una fosa común en Siberia.
Una semana después sucedió lo que temía el Estado Mayor Soviético. Los ejércitos alemanes cayeron sobre Rusia y el Ejército Rojo abandonó Bucovina. Antonescu, el líder rumano fascista, firmó la alianza con las potencias del Eje, las tropas rumanas entraron a Czernowitz y desataron una cacería de judíos, moldavos y ucranianos. Al día siguiente llegó un comando de las SS y ordenó el exterminio de la comunidad judía. Incendiaron el gran templo del siglo XIII, ejecutaron a siete rabinos y, el 11 de agosto, confinaron a los judíos en un ghetto; en tres meses los fueron deportando a Trasnistria, una región del sur de Ucrania, que Hitler les había prometido a los rumanos como pago por su alianza con Alemania. Bajo las lluvias incesantes del otoño, a principios de septiembre, quince mil judíos iniciaron el camino hacia la muerte.
La discreta, dolorosa, rima alemana
Paul Celan estaba convencido, al cabo de nueve meses de continuos sobresaltos, de que había logrado sobrevivir con sus padres a la barbarie alemana. No sólo lo creyó, sino que lo escribió a sus amigos en el exilio. Los Antschel habían abandonado el ghetto y regresaron a la ciudad gracias a la ayuda del alcalde de Czernowitz. Sin embargo, en junio de 1942, comenzó una nueva ola de deportaciones masivas; los fines de semana, las tropas de las SS irrumpían en la madrugada, sacaban a los judíos de la cama y los llevaban a la estación de trenes. Se trataba de la puesta en marcha de la “solución final” (Die endgültige Lösung), el exterminio del pueblo judío.
La estrategia de Leo, Friederike y Paul Antschel fue, en esos días, esconderse en casa de varios amigos, burlando la vigilancia de la casa de los agentes de la Gestapo. Desde que vieron los primeros vagones atestados de gente que partían de Czernowitz rumbo a Polonia, se dieron cuenta de que estaban condenados a un infierno inimaginable.
Celan consiguió un escondite en la fábrica de cosméticos de Valentin Alexandrescu, un empresario rumano, pero su madre rehusaba esconderse. Un fin de semana, después de la cena, Celan les dijo que la fábrica de Alexandrescu ofrecía todas las seguridades, y que podrían permanecer allí uno o dos años. Paul abandonó la casa convencido de que sus padres le seguirían. Los esperó toda la noche en las oficinas de la fábrica, pero no llegaron. El lunes, al regresar a su casa, encontró la puerta clausurada. Sus padres habían sido deportados. En los campos de trabajo de Transnistria, Leo Antschel murió de tifoidea y, meses después, un oficial alemán le disparó a Friederike un balazo en la nuca. Paul se trasladó a un campo de trabajo al sur de Moldavia, a unos kilómetros del Mar Negro, en el Ponto Euxino, donde desterraron al poeta Ovidio. Celan nunca se perdonó a sí mismo, nunca supo por qué abandonó la casa sin sus padres. Años después, a los veinticinco años, Celan era jefe de redacción en el suplemento cultural de un diario de Bucarest y escribía poemas en alemán, su idioma materno, el idioma de los asesinos de su madre. ¿Qué podía hacer en Rumania un poeta judío que escribía poemas en alemán? Después de la Segunda Guerra Mundial, el alemán era el idioma de los verdugos, como si la lengua de Heine o de Rilke tuviese la culpa del genocidio nazi. En el poema “A un lado de las tumbas”, Paul Celan escribió:
¿Me permites madre, como ayer, ay, en casa, la discreta
dolorosa rima alemana?
Los judíos de la lengua alemana
“Acaso soy uno de los últimos que deben vivir hasta el final -escribía Celan a sus parientes en Israel hacia agosto de 1948- el destino de la cultura judía en Europa. ¿Por qué escribo ‘deben vivir’? Porque un poeta no puede dejar de escribir, mucho menos si es judío y su idioma de escritura es alemán”. A fines de los años cuarenta, Celan logró escapar de Rumania y se dirigió a Viena, ciudad dividida por los aliados; y, unos meses después, decidió establecerse en París y estudiar literatura alemana. En 1950 concluyó sus estudios y ocupó el puesto de profesor de alemán en la École Normale Supérieure.
Los veinte años en París vieron nacer y morir muchas esperanzas, surgir sus libros principales (Amapola y memoria, De umbral en umbral, La rosa de nadie, Hebras de sol, De parte de la nieve), apagarse y debilitarse muchos entusiasmos; vieron encender su pasión por la pintora Gisèle Lestrange y crecer a su hijo Eric. Lo cierto es que en medio de aquellos años de intenso trabajo literario, de magníficas traducciones al alemán de Shakespeare, Nerval, Rimbaud, Paul Valéry, Apollinaire, Emily Dickinson, Pessoa, Ungaretti, Ossip Mandelstam y la ilusión, cada vez más incierta, de regresar a Czernowitz, Celan nunca pudo olvidar esa noche de septiembre de 1942 en que abandonó a sus padres.
Sobrevivir a los seres más queridos supone un golpe físico, sicológico y moral abrumador; pero en Celan fue absoluto: despojado de la vida en Bucovina, quedó solo, a merced de los espectros. Cualquier persona tiene derecho a olvidar. Nadie puede reprocharse el deseo de desvanecer el horror y la muerte. La vida sólo es posible si hay olvido. Tal vez haya algo más piadoso para los muertos que el recuerdo: el olvido. El perdón no es sino una ratificación moral del olvido. Paul Celan no pudo olvidar ni perdonarse.
Hacía 1965 aparecieron las torturas síquicas. La depresión convocó otras desgracias: el insomnio, las dudas, el desánimo y, sobre todo, lo más importante: la convicción de que sin el árbol dorado de otros tiempos, su poesía no tenía sentido. Celan se internó, varias veces, en una clínica siquiátrica y combatió a sus fantasmas pero no pudo o quiso salir adelante. A finales de los años sesenta, el poeta era un hombre solitario y devorado por el remordimiento. Una noche de abril de 1970, se lanzó al Sena desde el puente de Mirabeau. Un pescador encontró su cadáver en una orilla del río, casi dos kilómetros más adelante.
La lengua adánica
Hay dos especies de poeta, decía Oscar Wilde. Los primeros aportan las preguntas; los otros, las respuestas. Hay que saber si uno es de los que responden o de los que preguntan, pues el que pregunta nunca es el mismo que contesta. Hay obras que esperan, nos advertía Wilde, y que no son comprendidas durante mucho tiempo; traen respuestas a preguntas aún no formuladas, pues la pregunta llega mucho tiempo después que la respuesta, ¿a cuál de esas dos especies de poetas perteneció Paul Celan?
En los años sesenta Paul Celan se impuso en el público de la República Federal de Alemania. La lectura de Celan era, y es, un capítulo del dolor alemán. El poema “Fuga de muerte” pasó a formar parte de los libros de texto, un clásico de la literatura alemana. Por lo menos siete veces intentaron ponerle música. A principios de los años cincuenta, Theodor W. Adorno escribió que, después Auschwitz, escribir un poema era acto de barbarie. Quince años más tarde, al leer la poesía de Celan, rectificó su sentencia y escribió que el sufrimiento perenne tiene tanto derecho a expresarse, a pesar de todos los pesares, como el torturado tiene derecho a gritar y que, por esa misma razón, él se había equivocado. Los críticos literarios debieron admitir que dos de los mejores poetas alemanes contemporáneos, Paul Celan y Nelly Sachs, eran judeo-alemanes.
Al recibir, en 1962, el premio Geor Büchner, Celan escribió:
Algo sobrevivió en medio de las ruinas. Algo accesible y
cercano: el lenguaje. Sin embargo, el lenguaje mismo tuvo
que abrirse paso a través de su propio desconcierto, salvar
los espacios donde quedó mudo el horror, cruzar por las
mil tinieblas que mortifican el discurso. En este idioma, el
alemán, procuré escribir poesía. Sólo para hablar, orientarme,
inquirir, imaginar la realidad. De este modo, la
poesía siempre en camino hacia la lengua adánica.
Si el mal de la historia se traduce en el mal de la literatura, los nazis no asesinaron el idioma de Paul Celan.
Nadie de su generación violentó con tal saña y ternura al idioma alemán, nadie lo convirtió en un constante desafío y una exploración radical, acaso porque nadie se vio tan lejos y, a la vez, tan cerca del mismo idioma. Sólo recuperando esa tradición que en verdad no le pertenecía, sirviéndose de todos los recursos de ese idioma, pudo acceder a una identidad drenada hacía tiempo por el terror y el oprobio. La continua ruptura del discurso poético, el empleo magistral de las preposiciones, la permanente invención de voces compuestas que se niegan sin cesar a sí mismas, convierten a Celan en uno de los más grandes poetas alemanes contemporáneos.
Paul Celan menciona la idea de la lengua adánica. Ese idioma mítico que siempre dijo la verdad y que, por algún irrevocable estado de gracia, despertó a las cosas de su sueño, les dio un nombre y las hizo existir. La lengua adánica no es sino la justicia exacta de las cosas. Las cosas son como Adán las nombró. Palabra y mundo, una sola cosa. En la felicidad plena no hay recuerdos. El tiempo presente del verbo es el mañana perfecto. La caída del hombre le dio al lenguaje la memoria y los sueños.
El deseo de mantener intacta y central una reserva incalculable de recuerdos. En el fondo, Celan nos dice que las lenguas empezaron alguna vez pero la palabra nunca; ni siquiera con el hombre. Una cosa ha precedido necesariamente a la otra; porque la palabra sólo es posible con el verbo. Toda lengua particular nace, como los animales, por vía de fecundación y desarrollo, pero el hombre nunca pasó de la afonía al uso de la palabra. Siempre hemos hablado, por eso la cultura judía definió al hombre como alma hablante.
En mayo de 1975 comencé a traducir poemas de Paul Celan. Desde entonces he procurado afinar algunas versiones, entender mejor otras y acercarme a su enigma. Celan rechazó siempre incluir notas aclaratorias a sus poemas. No obstante, creo necesario agregar una aquí, en relación con el poema de “Tubinga, enero”. Este poema alude al confinamiento de Hölderlin en una torre a orillas del río Neckar. Durante cuarenta y tres años, Hölderlin vivió enfermo de una demencia paranoide y al cuidado de un carpintero. Al final de su vida, el poeta vidente sólo podía pronunciar las palabras “palaksch, palaksch”, expresión que significa “sí y no”. Por otra parte, Stretta es un término musical. Se trata de una reducción temporal, vale decir: concentración de temas en apretado contrapunto, sobre todo en la fuga, donde la entrada de la segunda voz, antes de que haya concluido el tema, casi siempre en la parte final, se resuelve en un estrecho tejido de voces.
Traducción: José María Pérez Gay
WOLFSBOHNE
Flores de Alemania, oh mi corazón se convierte en un cristal
que no puede mentir, donde la luz se prueba cuando…
Alemania.
De los abismos, Friedrich Hölderlin
…como en las casas de los judíos (en recuerdo de la Jerusalén
destruida) deben dejarse siempre cosas sin acabar…
El valle de la campiña, Jean Paul
Corre el cerrojo: hay
rosas en la casa…
Hay
siete rosas en la casa.
El candelabro de las siete lámparas
está en la casa.
Nuestro
hijo
lo sabe y duerme.
(Muy lejos, en Michailovka, en
Ucrania, donde
ellos asesinaron a mi padre y a mi madre, ¿qué
floreció allí, qué
floreció allí? ¿Qué
flor, madre, con su nombre,
te dolía allí?
Madre, tú que decías frijol del lobo,
tú no:
Lupino.
Ayer,
uno de ellos llegó y
te asesinó
una vez más
en mi poema.
Madre,
madre, ¿qué
mano estreché cuando,
con tus palabras
viajé a Alemania?
En Aussig, dijiste siempre,
en Aussig a orillas del Elba,
en plena huida
madre, allí vivían
asesinos.
Madre, he
escrito cartas.
Madre, no llegó ninguna respuesta,
Madre, llegó una respuesta.
Madre, he escrito cartas a—
Madre, ellos escriben poemas.
Madre, no los escriben,
si no fuera el poema, que
yo escribí,
por amor a ti,
por amor a tu Dios.
Alabado sea, dijiste,
el Eterno, y tres veces
glorificado,
Amén.
Madre, ellos guardan silencio.
Madre, ellos permite que
la infamia me difame.
Madre, nadie interrumpe la conversación de los asesinos,
la infamia me difame.
Madre, nadie
Madre, ellos escriben poemas.
Oh
Madre, cuánto del más extraño campo
sembrado tiene tu fruto.
¡Lleva y alimenta
a los que allí matan!
Madre, estoy
perdido
Madre, estamos
perdidos
Madre, mi hijo se parece a ti).
Corre el cerrojo: hay
rosas en la casa
Hay
siete rosas en la casa.
El candelabro de las siete lámparas
está en la casa.
Nuestro
hijo
lo sabe y duerme.
(21 de octubre de 1959)
(Poemas póstumos)
RETRATO DE UNA SOMBRA
Tus ojos, huellas de luz de mis pasos;
tu frente, temida por el brillo de las dagas;
tus cejas; travesía de las pérdidas;
tus pestañas, mensajeros de cartas largas;
tus rizos, cuervos, cuervos, cuervos;
tus mejillas, campo de armas de la mañana;
tus labios, huéspedes tardíos;
tus hombros, estatua del olvido;
tus pechos, amigos de mis serpientes;
tus brazos, árboles ante la puerta del castillo;
tus manos, tablas de juramentos muertos;
tus caderas, pan y esperanza;
tu sexo, ley del incendio del bosque;
tus muslos, alas en el abismo;
tus rodillas, máscaras de tu cortesía;
tus pies, campo de batalla de las ideas;
tus plantas, gruta del fuego;
la huella de tu pie, el ojo de nuestra despedida.
(Poemas póstumos)
FOTOGRAFÍA: José María Pérez Gay en la Feria del libro de Guadalajara 2011./Archivo EL UNIVERSAL.