Paul McGuigan y la agonía gloriosa

Jun 30 • Miradas, Pantallas • 4737 Views • No hay comentarios en Paul McGuigan y la agonía gloriosa

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Liverpool, 1978. Gloria Grahame, diva del cine de los años 50 próxima al retiro profesional, comienza una aventura amorosa con su joven vecino, también actor, quien años después plasmará en sus memorias los detalles de esta tormentosa relación

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POR JORGE AYALA BLANCO

En Las estrellas de cine nunca mueren (Film Stars Don’t Die in Liverpool, RU, 2017), fervoroso film 8 del veterano TVserialista escocés de 54 años Paul McGuigan (mundialmente desconocido aquí: La casa ácida 98, El caso Selvin 06, Victor Frankenstein 15), con guión de Matt Greenhaigh basado en las memorias de Peter Turner, la oscareada estrella hollywoodense en prematura y oculta decadencia apenas quincuagenaria Gloria Grahame (Annette Bening inapelablemente arrobadora) cesa de maquillarse para un alusivo involuntario Zoológico de cristal de Tennessee Williams en la escena londinense de 1981 y a la hora de ser llamada a escena se desploma en el fondo de su camerino, sólo para resurgir en la extraña querencia de un incómodo departamento pobre de Liverpool donde dos años atrás vivió protegida por la generosa matrona Bella (Julie Walters la exdevota maestra de danza de Billy Elliot) y tuvo y sostuvo e intentó mantener pese a desatinos y adversidades (hasta en Los Ángeles y en Nueva York) un intenso amorío con el sensible actor teatral incipiente casi tres décadas más joven Peter (Jamie Bell el mismísimo multiafilado exniño danzarín de Billy Elliot y exsádico K de Ninfomanía 2), con quien habrá de reencontrarse en un nuevo terreno aún más solidario y afectuoso, siendo ahora ya la doliente incapaz de esconder por más tiempo la condición solitaria con cáncer terminal que provocó unilateralmente su ruptura amatoria, mutilada de un seno y rechazando someterse a quimioterapia alguna o aceptar ningún paliativo médico que perturbe su estoica agonía gloriosa.

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La agonía gloriosa se aboca en primera instancia y última distancia a la producción y el estudio de una cierta calidez inabarcable, una calidez grávida, la calidez que deriva de las barrocas ambientaciones de interiores de época con paredes incrustadas en caprichoso papel tapiz y en frontales planos generales abiertos a todo género de espacios fractales que sin duda proceden del mejor neoclasicismo de Terence Davies (Voces distantes, aún vivas 88, El largo día termina 92), la calidez de una fotografía con apegados tintes deliberadamente apagados en femenino y hasta lustrosamente mortecinos de Urszula Pontikos, la calidez que liga a los vibrantes personajes populares urbanos tomados de la más encanallada plebe barrial de Mike Leigh (Dulce vida 90, Secretos y mentiras 96) con los nacos miembros la familia Taylor (ese obtuso hermano hiperrealista práctico, esa madre rabiando por una innecesaria escala en Manila rumbo a la despedida perpetua de un tercer hijo vuelto australiano, el archicinéfilo padre chismoso de pub), la calidez que une al esplendor de los aposentos neoyorquinos con el sol radioso de Los Ángeles y la perpetua grisura hormigueante inglesa, la calidez de un Liverpool tan presente en espíritu y esencia como el emblemático Manhattan de Woody Allen (79), la calidez a diestra y siniestra, la calidez musical de Joshua Ralph que se hace acompañar de igual a igual hasta de la regia balada orgánicamente épica todoabarcadora California Dreamin en cover de José Feliciano, la calidez de una biopic estelar tradicional pero jamás previsible ni convencional, sino más bien anticonvencional y previvisible, pese a estar predestinada a la tragedia, a registrar el último aliento, a reseñar los postreros días felices cual vacaciones póstumas antes de tiempo y luctuosamente amenazadas por todas partes, a atrapar la cálida bocanada que precede a la más extensa e intensa de las extinciones.

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La agonía gloriosa consigue que las constantes transiciones estructurales por bloques entre presente y pasados sean no sólo claras, contundentes e inventivas, sino fastuosas, transiciones audiovisuales que son coronación pero también vehículo y garantía de una fluidez narrativa sin barreras ni baches ni altibajos, transiciones hacia una irrupción del tiempo pretérito o de retorno al presente que jamás se realizan por corte directo (antiResnais): transición del doloroso refugio a la intrigante magia del primer encuentro con sólo un panning lateral a la izquierda lamiendo el estrecho muro del ensimismamiento, transición digitalizada que desprende al héroe memorialista desde la intemperie de un plano de conjunto en avance hacia otro espacio cerrado en otro tiempo rearticulado, transición que parte del rumor oceánico de los peces y de la obsedida repetición de la misma frase rumbo al mundanal ruido de las habitaciones estrechas y las calles o las bambalinas, transiciones que materialmente hacen flotar al amado amante Peter sobre ráfagas de temporalidad concreta y coagulada.

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La agonía gloriosa se enfoca sin piedad ni ahorro idílico en el gozo del cuerpo femenino dentro de todos los ámbitos y bajo todos los hábitos sensuales y consensuales (“¿Y quién no quiere acostarse conmigo?”), desde la impudicia libertaria y discreta aunque tardía de Gloria tras hacerse arquetípica en papeles de promiscua con labios y miradas incitantes aparte de provocar escándalo con cuatro divorcios (que incluyen al gran Nicholas Ray y un exhijastro) tal como lo expone una tía arpía (Frances Barber) durante la visita a la suntuosa mansión de la madre imponente (Vanessa Redgrave), desde la insigne envejeciente anticipada a su época y esforzadamente fuera del cliché de la mujer mayor dándose gusto con un semental joven, desde la ironía desentendida del cuidado de cuatro hijos que lúcidamente dice no buscar la atención de un quinto, desde la socarrona confesión mutua de pasados romances bisexuales por anticipado comprensiva, desde los misterios gozosos de la romántica primera parte y el ocultamiento/superación de las ansiedades y dolorosos desgarramientos de la agonía en la segunda parte.

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Y la agonía gloriosa revela el significado secreto de lo sublime a modo de Réquiem sonriente y bondadoso que culmina con la verdadera Gloria Grahame al recibir su Óscar de 1952 lanzando un paralizante discurso lacónico (“Muchas gracias”) pronto convertido en su arte de vivir.

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FOTO: Las estrellas de cine nunca mueren, protagonizada por Vanessa Redgrave y Jamie Bell, se exhibe en las salas comerciales de la Ciudad de México. / Especial

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