Paul Verhoeven y la obstinación femimonacal

Ene 29 • destacamos, Miradas, Pantallas, principales • 6778 Views • No hay comentarios en Paul Verhoeven y la obstinación femimonacal

 

Durante el azote de la peste, una hermosa monja ve florecer su vida consagrada a Dios entre el dolor y el despliegue erótico, en tanto que deberá fingir que padece estigmas para obtener el poder dentro del convento

 

POR JORGE AYALA BLANCO
En Benedetta (Francia-Bélgica-Holanda, 2021), provocador filme 15 del otra vez reciclado erotómano holandés aún hiperviolento a sus 82 años Paul Verhoeven (RoboCop 87, Bajos instintos 92, Elle: abuso y seducción 16), con guion suyo y de su habitual colibretista David Birke basado en el ensayo histórico Afectos vergonzosos, sor Benedetta: entre santa y lesbiana de la estadounidense Judith C. Brown, la hermosa novicia toscana predestinada a servir dolorosamente a Dios por su fatal nacimiento matricida Benedetta Carlini (Virginie Efira ajena a sí misma) ha sido desde muy niña (Elena Plonka) recibida a precio de oro por la seca madre abadesa Felicità (Charlotte Rampling desdeñosa) en el convento de las monjas teatinas en la ciudad italiana de Prescia luego amenazada por la peste negra del siglo XVII, y allí ha sido condenada a usar sayales mortificantes y a sobrecompensar sus penitencias con visiones blasfematorias donde se le aparece su crucificado o no esposo Jesús (Jonathan Couzinié) para orillarla a cometer sacrificiales actos impuros, pero pronto conocerá a la instintiva novicia de los abusos familiares rescatada Bartolomea (Daphne Patakia cual fierecilla salvaje), con quien va a establecer una ambigua relación mutable, que pasa de la protección al sadismo cotidiano haciéndola rescatar cartuchos de hilar en agua hirviendo y por fin al descubrimiento de goces sensuales compartidos entre el sufrimiento autoinflingido y la transgresión que llevan a sor Benedetta a fingirse con milagrosos estigmas sagrados de la pasión crística en manos y cabeza antes coronada de espinas (como san Francisco de Asís y santa Catalina de Siena), lo que, por ambición de redituable celebridad de parte del arribista prelado rector Cecchi (Olivier Raboudin), la conducen a una fulminante toma del poder en el convento, junto con la desgracia de la despectiva sor Felicità y de su rebelde protegida sor Christine (Louise Chevillotte), quien será obligada a la autoflagelación en el lugar santo y orillada a lanzarse al vacío, cuando ya la empoderada Benedetta ha logrado el preservador cierre de la ciudad para salvarla excepcionalmente de la peste, esa terrorífica pandemia que sin embargo ha de irrumpir tras los muros fortificados, a través de la persona del cruento nuncio papal Alfonso (Lambert Wilson sañoso) que somete a juicio inquisitorial, bajo el cargo de Crimen Nefandus, tanto a la mentirosa denunciada Benedetta como a su traidora amante Bartolomea ya doblegada por la tortura, rumbo a una hecatombe personal y urbana, extendida por la obstinación femimonacal.

 

La obstinación femimonacal comienza haciendo de las visionarias alucinaciones vividas por la heroína un segundo discurso en paralelo, pronto reproducidas en la vida real, jamás sólo tonificante sino brutales hasta lo choqueante súbito (el rapto por Jesús a campo abierto, el decapitado de un guerrero o el hundimiento a espada de la mollera de otro, la simple irrupción atropellante de un carruaje feudal) y lo mind fucking (asaltos conyugales por la divinidad, fusión con el crucificado para contagiarse reproductoramente de sus llagas, habilitación de una afilada estatua virginal cual estimulador genital que oculta en un libro litúrgico), imágenes-choque casi postsurrealistas que no rompen con una vigorosa estructura a base de virtuosísticas escenas cortas, espectacular fotografía de la téchiniano-ozonesca Jeanne Lapoine y orgásmica música en contrapunto anímico de la Anne Dudley en otro Juego de lágrimas (Jordan 92), reclamando con entecos cadáveres arrojados a la fosa tanto la cruda erotomanía gráfica de las Delicias turcas (74) como la mortífera fantasía medieval de Conquista sangrienta (85) del precoz joven neerlandés Verhorven exacerbado.
La obstinación femimonacal instala de lleno su fábula renacentista en el más desmitificador y agnóstico sentimiento trágico de la vida, lejos de cualquier caricatura tremendista o banalizadora aguada del innombrable Santo Oficio, entre el Dreyer de su gélida cacería de brujas con histéricos dientes apretados o aullantes de Días de ira (43) y un cerebralismo posmedieval en los bordes del thriller detectivesco tipo El nombre de la rosa (Eco-Annaud 86), que acremente remite a la multimaquinadora perversidad clerical de la Contrarreforma, al crispado confinamiento conventual presuntamente al rescate de las mujeres y de la feminidad virginal, a los falsos éxtasis, sus visiones apocalípticas, sus ingeniosas imposturas del más irracional juego de abalorios vuelta lógica de impactos conceptuales, haciendo eco al discurso en torno a la sangre y el dolor redentor que obsede a la Benedetta de los besos y los coitos carnívoros (“¿Quieres sufrir para demostrar tu amor?”/ “Dios te habla a través del dolor”), lo sagrado ateológico del Erotismo según Bataille, un verdadero tratado sobre el goce carnal de todos siempre tan temido hasta volverse decadente de raíz y sobre el degradado amor escarnecido y estigmatizado, acorralado y corroído de antemano, donde la sanguinolencia de las ardientes llagas místicas se hermanan con las humillantes huellas de la peste en el seno o por doquiera en la piel putrefacta.

 

Y la obstinación femimonacal abandona finalmente a su heroína extrema titular, luego de haber ya en la hoguera salvado milagrosamente el pellejo y habiendo amanecido desnuda con su satisfactoria iniciadora sexual en una simbólica gruta, la piadosa y contradictoria Benedetta renacentista que ahora, en un incontenible arrebato, enfila de regreso a la ciudad apestada, como si nada hubiese representado el haber uncido su vida al impulso de la resiliencia, cual si la capacidad para resurgir de sus cenizas y sufrimientos debiera ser eterna e indemne, con el cerebro esculpido por una irresoluble dialéctica del placer y el displacer, para subsistir hasta los 70 años castigada en el canino suelo de una comunidad providencial y mágica o santamente por ella preservada del epidemiológico desastre.

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