Pedro Almodóvar y el retorno maléfico
En Extraña forma de vida, el realizador español propone un inusual western queer sobre la peligrosa química que comparten dos hombres; un tributo a la cinta Secreto en la montaña, de Ang Lee
POR JORGE AYALA BLANCO
En Extraña forma de vida/Strange Way of Life (España-Francia, 2023), segundo cortometraje angloparlante como autor total del monolingüe director manchego gay de culto a sus 74 años Pedro Almodóvar (luego de un soberbio cocteasiano La voz humana 21), el voluminoso expistolero gay cuarentón Silva (aquel chileno Pedro Pascal de la macroTVserie Juego de tronos) atraviesa por fin el desierto a caballo, tras un cuarto de siglo, en busca de su envejecido y solitario examante de juventud hoy encumbrado como inflexible sheriff justiciero Jake (Ethan Hawke) en el amargo pueblaco sin arroyos de Bitter Creek, es bien recibido a pesar de las reticencias recíprocas, discuten e intercambian reproches melodramáticos, se embriagan juntos y hacen sexo como en otros tiempos, pero a la mañana siguiente queda en claro que la visita del distanciado errante no es desinteresada ni únicamente nostálgica, pues lo que en realidad pretende es evitar la captura de su violento hijo Joe (George Steane), buscado por la ley por haber matado a una prostituta, ya que “Tarde o temprano acabaría así”, según se disculpa el joven homicida en su casa aislada al ser contactado por su padre dos días después y lograr darse a la fuga, aunque sólo luego de provocar un fiero enfrentamiento tripartita con pistolas apuntadas en triángulo cambiante, a resultas del cual el empecinado perseguidor Jake va a salir malherido por el padre protector criminal in extremis Silva, si bien será él mismo quien habrá de encargarse de procurar la devota curación de su querido amigo en su lecho agónico, cual contradictorio fruto de su retorno maléfico.
El retorno maléfico se asume orgulloso y desafiante como un western heterodoxo en todos sentidos, un juego con el universalizado exgénero norteamericano por excelencia, añorantemente rodado en los deprimidos escenarios pelones de la Almería de numerosos antiguos spaghetti y paella-westerns de los 60-70, autoimponiendo como necesario y fundamental el plagio-tributo posmoderno al grandilocuente primer western abiertamente homosexual de la Historia del cine: Secreto en la montaña de Ang Lee (05), del que no sería más que una radiosa y gozadora variación melódica, impidiendo que las acciones violentas o románticas westernistas puedan avasallar nunca las desatadas gamas cromáticas o autárquicas de la fotografía omnisubordinadora del egregio veterano José Luis Alcaine, ajustándose al erizado postmorriconismo de la música de Alberto Iglesias aunque con canción-tema en portugués encargada a la legendaria Amalia Rodrigues y a Alfredo Marceneiro (para ser interpretada por el brasileño Caetano Veloso), y por encima de todo recurriendo a una estructura narrativa de supercondensada obra vanguardista weberniana, donde aquello que podría muy bien desarrollarse en una y media o dos horas se torna apenas motívico, gracias a la esencialista edición de Teresa Font apegada al guion autoral y según la aún hoy avanzadísima fórmula del compositor expresionista austriaco límite Anton Webern (1883-1945) que jamás desarrollaba los sensacionales temas musicales de su invención, solamente los exponía y los reducía a su mínima expresión insinuante y sintética al interior de obras sobrecargadas pero de duración ínfima pero hipnótica, absorbente y fascinante.
El retorno maléfico parece abocado y decidido a convertir todavía en mito o concatenación de mitos históricos del oeste, presentes, pasados y futuros e instantáneos, todo lo que visualiza y toca, el mito de las andantes patas metonímicas del caballo que se acerca amenazadoramente surgido de la nada, el mito de un esencializado Érase una vez en el oeste (Leone 68) al reducírsele a un carpintero funerario (Pedro Casablanc) que pondera en el vacío la belleza de sus ataúdes y a un callejero cantante melifluo (Manu Ríos) o a un alguacil cero a la izquierda (Daniel Rived) rellenando el fondo del encuadre simétrico del reencuentro pasional, el mito de la hawksiana lucha viril amando a puñetazos, el mito de la luz de las velas irradiantes, el mito de la mano impulsiva abriéndose camino bajo el cinturón ajeno, la mito de la sabia e infalible curación primitiva a cuchillo, y sobre todo el mito de la fogata nocturna que une la libido deseante y la ensoñación añorante de los examantes distantes durante el insomnio para pasar indistinta y continuamente del uno al otro evocando sus figuras juveniles (Silva/José Condessa, Jake/Jason Fernández) baleando botijas de vino para rociar con ellas a las hembrazas burdeleras (Sara Sálamo, Oihana Cueto, Daniela Medina) que compartían antes de desfogarse voluptuosamente entre sí (en la mejor secuencia del film), todo ello entroncando con el mito de una actualizada fluidez de las opciones sexuales de los héroes a través de las décadas individuales o del tiempo recuperador del mito, mito, humito: el Mito perenne del western imaginario.
El retorno maléfico conjunta, ensambla y corrige así tres tipos de cine distintos: un estridente cine genérico hace mucho en folclórica extinción como lo es el sinuoso western con todas sus mitologías barthesianas, un cine resurreccional de viejos estremecimientos marca Almodóvar (desde unas Mujeres al borde de un ataque de nervios 88 vueltas Pistoleros gays al borde de un ataque de histeria, hasta La voz humana a punto de tornarse inhumana), y un cine-cantar de gesta jamás indigesta y vastamente espaciotemporal y luminoso, o sea, tres especies de cine en mutación perpetua y enfrascados en una conversación emblemática cual protagonistas de una escenificación crasamente etérea.
Y el retorno maléfico va a culminar en el conmovedor e inspirado sinceramiento de los examantes distanciados del vehemente western queer en el posible lecho de muerte (“Hace años me preguntaste qué podrían hacer dos hombres viviendo juntos en un rancho, te lo contesto ahora: cuidar el uno del otro, protegerse mutuamente, darse compañía”), mientras sus equinos inquietos se agitan en el corral del frente.
FOTO: El cortometraje es protagonizado por Ethan Hawke y Pedro Pascal. Crédito: Especial
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