Pepe Vargas al teléfono
ANTONIO HELÚ
Publicaciones Literarias Exclusivas de El Universal Ilustrado (1925)
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RETRATO
PRIMERA PARTE
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—Preguntan por ti…
—¿Por mí?
—¿Por quién?
—Por teléfono, por tí.
Pepe Vargas abandonó sobre la mesa la revista que ojeaba y se dirigió hacia el aparato telefónico. Tomo el audífono con la mano izquierda y púsoselo en el oído, dio la última fumada a su cigarro, y mando la boca a la bocina, exclamó al tiempo que despedía el humo:
—Bueno.
—¿Con quién hablo? —oyó que interrogaba una mujer del otro lado.
—Con Pepe… José Vargas. ¿Y yo, con…?
—¿Es usted el que escribe las crónicas de teatro?
—Para servir a usted, señorita. Pero, ¿con quién la…?
—¿Conque es usted el grandísimo sinvergüenza que firma Otelo?
—Soy Otelo… y seré el grandísimo sinvergüenza que usted dice, si eso le complace, señorita.
—Es usted un majadero.
—¿También?… Bueno, también. Pero note usted usted que me está cogiendo completamente desprevenido.
— Le he hablado para pedirle una explicación…
—Así me pareció desde el principio.
—…Porque en la crónica de ayer se permitió usted decir que mi marido …
—¿Su marido? ¿Pero es posible que tenga usted marido?
—No sea usted insolente, y déjeme hablar.
—Soy todo oídos, señora mía.
— Se permitió usted decir que mi marido era…
— No es posible.
— ¿No es posible qué?
— Que siendo usted tan joven, tenga ya marido.
— Es que no estoy de guasa.
— Tiene usted razón.
— ¿Me dejará usted hablar?
— Soy todo oídos, señora de mi alma.
— Decía usted…
— Yo no; usted.
— ¿Se ha propuesto no escucharme?
— Soy todo oídos, señora de mi vida.
—Bueno. Pues decía yo, que decía usted, que mi marido era un mal cómico de la lengua. Y eso, señor “Otelo”…
—¿A ver? Repítalo usted.
—¿El qué?
—Lo de Otelo.
—Señor, que no estoy de guasa.
—Ni yo, señora, créame. ¿Sabe usted quién fue Otelo?
—¿Se propone usted burlarse?
—¡Dios me libre! Quería unicamente explicarle mi actitud. Estoy celoso, señora.
— Dé usted gracias …
—Estoy atrozmente celoso, señora.
—Dé usted gracias a que está el teléfono de por medio, si no…
—¿Si no?
—Le daría un par de bofetadas, por mal educado…
—Sería capaz de conservarlas en alcohol, como recuerdo.
—Pues no le he hablado para escuchar sandeces, ni para que se burle usted de mí. Le estoy exigiendo una explicación.
—Y yo estoy tratando de dársela, señora. Vea usted: siento celos contra su señor marido.
—¿Eh?
— Estoy celoso. Y el motivo de mis celos es él. Y si no fuera por usted, lo mataría y…
—Pero… ¿es que mi marido y la esposa de usted…?
—Yo no tengo esposa, señora.
—Entonces… no comprendo
—Muy sencillo: usted es una guapísima mujer por quien más de cuatro están locos de remate. Yo soy uno de ellos.
—Pero, señor, ¿está usted galanteándome, o explicándome lo que me interesa?
—Las dos cosas. Es usted tan linda —y no vaya a ponerse pretenciosa— es usted tan arrebata… tan arrebatadoramente bella, que no hay quien la resista.
—Déjese ya de bromas.
—Juro a usted que en mi vida he hablado con mayor sinceridad. Me tiene usted enamorado, me tiene usted enajenado, me tiene usted… Pero, ¿a que no se ha dado cuenta? ¿Será posible que no lo haya notado? Yo, perdido por usted. Yo, celoso por su marido, a quien de buena gana le torcería el pescuezo.
— ¡Oiga usted!
— ¡Le torcería el pescuezo! ¿Se da cuenta ahora, por qué dije lo que dije? Por amor a usted, por celos, por envidia.
— Eso no justifica…
— Eso lo justifica todo. Usted es demasiado inteligente para comprender que el prestigio artístico de su marido, no está ligado con el suyo. Usted se impone con su arte, con su belleza, con su talento. Porque usted es una verdadera mujer inteligente. ¿Me comprende?
— Creo que sí.
— Criticando a su marido, a quien odio, logré hacer resaltar el mérito de usted, a quien adoro. Él es una lámpara simple, de petróleo. Usted es inmensa, eléctrica, de nitro. No hice sino apagar la de petróleo, que viene siendo él, para que brille más la eléctrica, que viene siendo usted. ¿Me comprende?
— Creo que sí.
— Yo creo que no. Verá: usted es un collar de perlas, ¿eh? fíjese bien: usted es un collar de perlas…
— Gracias.
— No hay por qué. Y su esposo una piedra falsa. Al principio habrá algunos que se fijen en el collar de perlas, y otros en la piedra falsa. Pero cuando se les diga que la piedra es falsa, todos se fijan en el collar de perlas. ¿Me comprende?
— Ahora sí.
— Ahí tiene usted. Es un favor que le he hecho, por el que no le cobro nada, y por el que no permitiré, tampoco, que dé la gracias.
— Gracias.
— No hay por qué. No tiene usted la culpa.
— ¿La culpa?
— Sí, la culpa.
— ¿De qué?
— De ser tan guapa y de tenerme enamorado.
— ¿Va usted a chancearse nuevamente?
— Le digo a usted que es muy en serio. Una mujer bella y con talento ha sido siempre mi ideal. Usted lo es.
— Bueno, pero…
— Y sólo a una mujer así, seré capaz de amar. He guardado durante tanto tiempo mi cariño, mis ternuras, mis ensueños de felicidad, de amor, que sólo usted, mujer excepcional, es digna de ellos. No los merecería otra. Para usted es todo, para usted reservo todo, a usted daré todo, señora.
— ………
— Y ya era tiempo. ¡Felices! ¿Se fija usted señora? ¡Vamos a ser felices! Porque sabré hacerla dichosa, yo, a mi vez. Sabré proporcionarle ese placer que produce el verdadero amor. Porque usted no sabe todavía lo que es vivir. Y yo voy a enseñárselo. ¿Me escucha usted?
— Sí, señor.
— ¡Qué hora de goce, ésta, señora! Créame que jamás he hablado así a mujer alguna. Quiero seguir haciéndola, decirla otras cosas, hablarla al oído y que me conteste usted, también así, en voz baja. Quiero verla, estar cerca de usted. Esta tarde, mañana… ¿Cuándo?
— No…
— ¿Cuándo?
— No…
— ¿Cuándo?
— Esta tarde no podría.
— ¿Mañana?
— Mañana…
— ¿A mediodía?
— Sí.
— ¿En el Parque?
— Sí.
— ¡Gracias! Hasta mañana.
— Hasta mañana.
Y oyó que colgaban el audífono.
— ¡Uf! ¡Caramba! —hizo cuando se volvió a la mesa de trabajo. Y fue apoderándose de él la sorpresa. —Pero, ¡cuidado que es guapa “La Chayito”!
/
II
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— Diga, diputado.
— ¿Puede escucharme durante cinco minutos, señor Vargas?
— Le agradeceré que no pase de cinco minutos.
— Pierda cuidado. Quiero proponerle tema para un editorial.
— Diga usted.
— ¿Está en su facultades ordenar que se haga, o hacerlo, llegado el caso?
— Aquí hago y deshago, diputado.
— Tanto mejor. Temí que el director pudiera oponerse.
— El director no se mete en mis asuntos.
— Pues se trata de la minoría de la Cámara. Ya habrá usted visto que se pone insoportable.
— Le advierto, diputado, que con la minoría están mis simpatías.
— Sin apasionamiento señor Vargas. Usted sabe tan bien como yo, que con cualquier pretexto, o mejor, por el afán de distinguirse, las minorías vienen oponiéndose sistemáticamente a los trámites de las comisiones y a las iniciativas de los que, dicen ellos, forman mayoría. Claro está que no consiguen nada con sus procedimientos. Pero, como fácilmente se colige, a la postre, a más de ser cansado, acaba eso por poner en evidencia que la Cámara está perdiendo tiempo.
— ¿Y qué se propone usted?
— Eso correrá por cuenta de ustedes. Con su ayuda, será fácil hacerlos más prudentes.
— ¿En qué forma?
— Una serie de editoriales, por ejemplo, escritos por usted. Y sabiendo aprovechar cualquier oportunidad para decirles algo, en el texto de las noticias más o menos relacionados con la Cámara. ¿Le parece?
—¿Sabe una cosa, diputado?
— ¿Qué?
— Que ahora más que nunca, cuentan los de las minorías con todas mis simpatías.
— Escuche usted, señor Vargas. Como quiera que se trata de un negocio de publicidad, se han puesto cinco mil pesos a la disposición de… de quien haga los editoriales, o de quien ordene hacerlos.
— ¿Sabe usted hacer cuentas, diputado?
— ¿Cómo?
— Saque usted lápiz y papel y anote: tengo un sueldo diario de veinte pesos, Gastos de mi madre, míos, en casa, comida, ropa, sirviente y demás, de 10 pesos cada día. ¿Cuánto me sobra para gastar diariamente en lo que me venga en gana?
— Oiga…
— Como usted ve, no tengo necesidad de recurrir a cosas sucias.
— Usted ha entendido mal, señor Vargas.
— Para eso, diputado, me haría diputado.
— ¿Cómo dice?
— Que sería tanto como convertirme en diputado.
— ¿Por quién lo dice?
— Puede haber excepciones, pero hablo en general.
— ¡Hombre, señor Vargas, no sea usted irónico!
— ¿Qué?… ¿Irónico? ¡Caray! Pues escuche usted otra ironía: los diputados son unos sinvergüenzas, y se creen que los demás también lo son.
— Eso ya va más directo, señor Vargas.
— No, no crea usted.
— Supongo que no lo dijo usted por mí.
— ¿No?… ¡Ah, pues no! Lo dije por quienes le pusieron a usted en la cabeza la idea de cohecharme, ofreciéndome dinero.
— La idea de los cinco mil pesos fue mía.
— Pues le aseguró a usted que sólo fue por ellos.
— ¿Es decir, por… ?
— ¡Sí, hombre, por usted!
— ¿Y mide usted las consecuencias?
— Cualesquiera que sean.
— Esta tarde, pues espero que se hallará usted allí, o que nombrará padrinos.
— Estoy a su disposición.
— Perfectamente.
/
III
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— ¿Vargas?
— Sí, señor.
— ¿Están ya los “Comentarios”?
— Sí, señor.
— ¿Y cambió usted la crónica, como le dije?
— También, señor.
— Haga usted ahora el editorial para mañana, contra la minoría de la Cámara.
— Pero…
— ¿Qué? ¿No se siente usted capaz?
— Sí, señor director, bien sabe usted que sí. Pero ahora mismo tuve un altercado porque me negué a hacer un editorial en ese sentido.
— ¿Con quién?
— Con uno de las mayorías.
— Pues por satisfacer los deseos de un diputado de las mayorías, quiero que lo haga.
— ……….
— ¿Ha oído usted?
— Sí, señor.
— ¡Ah! Y no olvide hacerle una recomendación al cronista de la Cámara.
— Sí, señor.
— En sus manos dejo el contenido de todas las noticias aprovechables para atacarlos ¿Puedo confiar en usted?
— Sí, señor.
— Bien. Recuerde que contraje el compromiso con un diputado de las mayorías.
/
IV
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— Preguntan por ti…
— Por teléfono, por mí, ¿no?
— Sí.
— ¡Pues que aguarden!
— Eso se lo dices tú.
— Bueno, allá voy.
— ¿Quién habla?
— Ramírez. Quería decirte que mañana se reúne el sindicato.
— ¿Mañana?
— A mediodía. Habrá elección de directiva y figuras como candidato. Es indispensable tu presencia.
— ¿Por qué indispensable?
— ¡Porque figuras como candidato, hombre! Los estatutos…
— No podré asistir.
— ¿Por qué?
— Tengo una cita a mediodía, exactamente.
— Es en serio, Pepe. Tratan de expulsarte porque has mostrado poco empeño. Te ofrecen la última oportunidad.
— Diles que me expulsen.
— Puedes faltar a la cita.
— Pero no quiero.
— Mira, Pepe…
— Es inútil. Será mejor que vengas esta tarde a verme.
—¿Para?
—Necesito padrinos.
—¿Qué estás diciendo?
—Que mañana tengo un duelo.
—¿Un duelo? ¿Un duelo o una cita?
—Un duelo primero, una cita después.
—¿El duelo con quién?
—Con un diputado. Esto del periodismo es asqueroso, Ramírez. Trató de cohecharme, nos hicimos de palabras y… el desafío.
—Pero, ¿no hay manera de impedirlo?
—Es una porquería.
—No entiendo, Pepe.
—El negocio que rehusé, lo aceptó el director, por cinco mil pesos.
—Tampoco entiendo.
—Mira, Ramírez: me ofrecieron dinero por escribir ciertos artículos, y los mandé a paseo. Trataron con el director más tarde y aceptó. Ahora el director me obliga a escribirlos.
—¿Y qué le has dicho?
—¿Al director?
—Sí.
—¡Me enfurecí! Me negué al principio, terminantemente.
—¿Y él?
—Insistió.
—¿Y accediste?
—Por complacerlo, y después de mucha súplicas. Pero no deja de ser sucio, una proposición que da asco. ¡Comprar convicciones! Es que no saben lo que significa dignidad, Ramírez, no lo saben. Son faltos de moral, faltos de pudor, faltos de honradez. Y lo peor es que el director lo quiere, y yo he de hacerlo. ¿Qué opina del deber, Ramírez?
—¿Sabes lo que yo haría en tu lugar?
—¿Qué?
—Mandar al diablo el periódico con director y todo.
—¡Cómo!
—Sí, Pepe. Abandonarlo, dejar de trabajar con él. Tú eres honrado.
—¡Y quién ha dicho que él no lo es? ¿Quién te ha dicho que el director no es también honrado?
—Sin embargo, en esta ocasión se ha mostrado sin escrúpulos.
—Mira, Ramírez: yo siento un gran respeto por mi director, a quien debo todo lo que soy, ¿comprendes? y exijo que tú también, cuando hables de él, te expreses con respeto. Mi director es persona honorable, y lo acontecido no fue sino un negocio como cualquier otro, a lo que tiene perfecto derecho. ¡Acaso el periódico no es suyo? Puede darle la orientación que se le antoje, ¿comprendes? Y mi debes es obedecerlo en todo.
—Bueno, perdona, Pepe. Entendí mal seguramente.
—Yo, dentro del periódico, no tengo, no debo tener más criterio que el que profesa el di…
—¿Han terminado ustedes?
—¿Eh?
—Central. ¿Han terminado ustedes?
—Sí, señorita. Pero ahora vamos a empezar usted y yo.
—¿Cómo?…
—Voy a decirle unas cuantas cosas sobre los teléfonos. Si yo los hubiera inventado, mi primera ocupación hubieran sido las telefonistas. ¿Sabe usted? Evitar por cualquier medio que las telefonistas pudieran ponerse en comunicación con los que hablan.
—Pida usted el número, señor.
—¿Y si no quiero? Ahí tiene usted el resultado de que el inventor haya sido un necio. O usted está perdiendo el tiempo, o lo estoy perdiendo yo. A menos que alguno de los dos cuelgue el… ¡Vaya! Lo hizo. Abur.
/
V
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—¿Eres tú, madre?
—Sí. ¿Tienes mucho trabajo?
—Un poco, madre. Ya sabes que si no “me apuro” no sale el periódico.
—¿Podrás acabar con todo hoy en la mañana?
—Al contrario. La mayor parte del trabajo será en la tarde. ¿Por qué?
—Debemos ir hoy al pueblo, a visitar a tus abuelos.
—Pero no hoy. Iremos otro día.
—No, hoy, hijo. Tu abuelo está muy malo. Dile al director que él haga hoy el periódico, y te deje faltar un día. Pasado mañana regresas.
—Imposible, madre. Yo soy quien da las órdenes aquí, y el que indica lo que debe hacerse, bien lo sabes. El director no podría. Y menos hoy y mañana, que son los días que estaré más ocupado.
—Pero, hijo, porque faltes esta tarde y el día de mañana, no se irá a disgustar tu director.
—No es por él, es por el periódico.
—Pues que el periódico deje de salir un día. Hasta es mejor: así verán los demás que ustedes no tienen necesidad de sacarlo diariamente.
—Pero, ¿qué estás diciendo, mamá? No sabes lo que es el periodismo.
—¿Es que no quieres ir a ver a los abuelos?
—Sí quiero. ¡Cómo no! Pero no puedo, madre.
—¡Por un día que faltes! Tú has hecho ya muchas veces el periódico; ahora que lo hagan ellos.
—He de asistir, además, a la junta del sindicato porque quieren nombrarme jefe suyo.
—Que te nombren otro día.
—Y mañana he de comer con el Presidente de la República y sus ministros.
—¿Y quieres más a todos esos que a tus abuelitos?
—Es para que veas que estoy comprometido.
—Pero, Pepe, ¿por qué no quieres ir a verlos?
—Si no es eso, madre, no es eso.
—¿Quieres que les diga que eres muy ingrato y ya no te acuerdas de ellos?
—¡No, madre!
—¿Por qué te has vuelto malo, hijo? Abuelito te quiere mucho, sabes que está enfermo, y no vas a verlo.
—Es que…
—Le diré que ahora no quisiste obedecerme, porque se trataba de ellos.
—Mamá, mamaíta, ¡por favor!, comprende…
—Sabes que sólo nosotros podemos cuidar de ellos. A nadie más tienen. ¿Y si muere abuelo?
—No digas eso, madre.
—¿Verdad que tú tendrías la culpa?
—Sí, pero eso no sucederá.
—Si estuviera yo muriendo, ¿no vendrías a verme?
—¡Claro que sí, mamá!
—¿Y dejarías cualquier cosa por venir a verme?
—Sí, madre.
—¿Y a abuelito no?
—También.
—Pues obedéceme, hijo. Quiero que me acompañes al pueblo a verlos.
—Pero…
—¡Quiero que me obedezcas, Pepe!
—Está bien, madre.
—¿Vendrás?
—Sí.
—Dile a tu director que yo te dije que le pidieras permiso, ¿eh?
—Sí.
—Anda, pues, hijo. Aquí te espero.
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LOS ACONTECIMIENTOS
SEGUNDA PARTE
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En cualquier número que fuesen, jamás hicieron mella en el ánimo de Pepe Vargas, las grandes complicaciones. Y no tanto porque le sobrase ingenio para solucionarlas, cosa que bien probado había, cuanto por la simplificación a que llegaban, según su método de ir eliminando. Así, en este caso las complicaciones eran, ¿cuántas? ¿cuatro? Pues, no señor, tan solo una: la visita a los abuelos. Solucionada ésta, renacía otra, solo una: el duelo. Y luego, según el resultado, la asistencia al sindicato o a la cita. Tiempo habría después para pensarlo.
—Pero ¡caramba! Donde menos se piensa, salta la liebre —se decía, calculando lo que de verdad tuviera el adagio.
—Precipitóse el reto mientras él saboreaba la seguridad de su conquista. Y en tanto preparaba los detalles del desafío, se requería su presencia en la casa del abuelo enfermo.
—Donde menos se piensa, salta la liebre.
Su natural, agradecido y respetuoso, que le hacía contradictorio al propio tiempo, lo indujo a aceptar la humillación de escribir unos artículos, justificar la director, y prometer a su madre acompañarla al pueblo. Todo ello, cuando más sobradas eran las razones que tuviera para negarse a hacerlo.
—Donde menos se piensa, salta la liebre —repitióse por vez última.
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II
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O estaba muy grave, o era que en verdad el pobre abuelo se moría.
Así lo aseguraba, al menos, el alcalde del pueblo, “muy franco, muy sincero amigo de los dos ancianos, y una autoridad, también, en medicina”.
—Habrá que llevarlo a la ciudad. Aquí, ¿sabe usted, abuela?, no tenemos esos aparatos y esas medicinas que usan los médicos aristocráticos. Allá es otra cosa.
Y los vecinos daban la razón al señor alcalde. Curaciones milagrosas que no deberían ser contadas, si no se sucedieran diariamente.
—Doña Laura, nada menos, que estuvo varios años sin poder “menearse”, después de un mes de estar en la ciudad, regresó saltando y corriendo, y más juguetona que un chiquillo.
—¿Y don Joaquín, el abogado? Fue a curarse el ojo “chueco”, y cuando regresó lo vieron todos: el ojo era más grande, más negro, más brillante. Aunque es cierto que estaba aún algo “torcido”.
Hasta el abuelo, reclinando sobre el codo, escuchaba con asombro.
Y no era eso todo. Ella misma viera una vez a don Joaquín frotarse duramente las pestañas y caérsele “todito” el ojo, que fue hacerse cien pedazos contra el suelo, tal que si fuera de vidrio el malhadado. Pues vuelta de don Joaquín a la ciudad, y vuelta a aparecer con otro ojo, más brillante y más bonito todavía. Si esos no eran milagros, que viniera el diablo a desmentirlo, si podía.
Decidióse, pues, el viaje del abuelo. Y habría que darle prisa, antes de que el nieto la emprendiera al pueblo. Irían acompañados del alcalde. La “autoridad también en medicina”, tenía el proyecto de visitar a “la primerísima autoridad política de toda la nación”.
—A ver qué le sacamos, ¿saben ustedes? Nuestro pueblo ha menester de una pequeña ayuda del Poder Ejecutivo Federal, para convertirse en una población elegantemente civilizada. Juzgo excusado asegurarles, ¿saben ustedes?, que emplearé sonoras y galanas frases para convencer al presidente. Ustedes me conocen.
A las ocho, bien arropado y sintiéndose más enfermo que nunca, ya estaba el abuelo ocupando dos asientos en el tren. A las doce apoyando un brazo sobre los hombros del alcalde, descendía al andén, en la estación de la ciudad.
—A casa del nieto, ¿no es así, abuela?
—Y allí fueron, sumidos los tres en el pequeño auto que, entre tumbo y tumbo, de los que no era el abuelo quien mejor parte sacaba, los condujo hasta la casa.
Se le instaló al momento. Mucha comodidad en esta casa, con todo y ser pequeña.
—Avisarle al nieto, ¿sabe usted, abuela? Él, seguramente conocerá médicos de fama.
Pero ya llegaba el médico, llamado por la madre. Se le mostró el enfermo. Y explicaron: el abuelo sintióse mal la víspera y acostóse por la tarde, y como vieran que el abuelo se moría, (pues seguía sintiéndose mal al día siguiente), optaron por traerlo a al ciudad. En el pueblo…
—Esto no es nada —interrumpió el doctor tendiendo la receta. Un purgante esta noche, y mañana estará bien. No hay cuidado.
—¿Lo ve usted, abuela? Ya lo decía yo —y el alcalde expandió orgullosamente el pecho.
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III
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El diputado tenía la costumbre —desde que fuera diputado— de tomar “la copa” en compañía de dos “colegas”, todos los días antes de comer. Aquella tarde lo hacía a las tres. Y vio la ocasión de relatar el hecho y solicitar los servicios de sus dos acompañantes:
—Mañana me bato, compañeros. Serán ustedes mis padrinos.
—¿Eh? ¡Hombre, hombre! ¿A ver?… ¿Quiere usted que nos sentemos?… ¡Mozo, sirve otras!
Y así que hubierónse sentado:
—Cuéntenos, colega, ¿con quién es el desafío?
—Con José Vargas.
—¿El periodista?
—Sí.
—¡Caray, caray!… ¿Toma usted los mismo?
—¿Qué?… ¡Ah!, sí, lo mismo.
Guardaron silencio un momento atentos a ensartar las aceitunas y los trozos de queso, con palillos para dientes.
—Pues estamos a su disposición, colega. Cuente usted con nosotros.
Sólo era cuestión de llegar a un acuerdo con los padrinos de Vargas. El desafío a pistola, claro estaba. —¡Otras copas de lo mismo, mozo!— A pistola le daría la gran paliza al periodista. Su intención no era matarlo: le apuntaría a un brazo o una pierna. Porque, después de todo, el tal Vargas no dejaba de ser algo simpático. ¡Y el miedo que se apoderó del infeliz, cuando le lanzó el reto! Se le notó en la cara. Era de dar lástima, pero la cosa estaba hecha.
—Hay que sentar un precedente, colega. Que sirva eso de ejemplo.
—Por eso lo hago, compañero. ¡A ver, que sirvan otras!
Él estaba seguro de que saldría con éxito. ¡Pues no faltaba más! Y que no se dijera después que abusaban del fuero. No le disparó un tiro allí mismo, porque se viera que los diputados sí conocen las leyes del honor. Y que dijeran luego algo los periodistas, si podía.
A los compañeros les encantaba esa tranquilidad y esa sencillez con que el colega relataba. Estaba demostrando una vez más, que era todo un valiente. Lo felicitaban. Bien sabían ellos que, en realidad, no era necesario el desafío. Pero el periodista ameritaba un castigo. —Gracias, otra vez lo mismo.— De cualquier manera, estaban dispuestos a ayudarlo en todo. Ellos se honrarían con servir a un valiente.
Y pasaron así de la tragedia al análisis, del análisis a la lógica, de la lógica al sentimiento, de lo sentimental a lo épico. Y antes de dos horas, uno de los compañeros pronunciaba un discurso.
—Que esperen. Obligación tienen los padrinos de vuestro adversario, estimadísimo colega, de esperar. Que esperen. Demostrémosles, de una vez por todas, que no nos corre prisa, que sabemos hacer las cosas a su debido tiempo y cuando hay necesidad. Sí, señores, cuando hay necesidad. Bien sentado habéis, colega, vuestro cartel de hombre valiente, de muchas y diversas ocasiones, y obrar con calma ahora será una muestra más de que sois experto y entendido en el asunto. Brindemos por vuestra felicidad y porque el duelo no se lleve a cabo. —¡Mozo, ya sabe que no nos gusta revolver!
—¿Que no se lleve a cabo el duelo?
—Sí. No hay necesidad. Vuestro cartel como valiente, queridísimo colega, bien sentado está. Sed generoso, tened compasión, y perdonadle la vida al periodista. Será otro acto de heroísmo que la nación contemplará admirada.
—Pero yo soy muy valiente, compañero.
—¡Claro está que lo es usted! ¡Pues no faltaba más! Y es por eso que no tiene usted necesidad de desafiarse. Vamos a tomar las otras, colegas.
—Créanme ustedes, compañeros, que yo no tengo miedo.
—A su salud.
—Salud.
—Salud.
Si querían, estaba dispuesto a demostrarlo; él era muy valiente, Y tenía razón el inteligentísimo compañero al aconsejarle que no se desafiase. Por lástima al infeliz de Vargas. Nada más por eso.
Ya las ocho, y así que hubieron acabado de “tomar la copa” decidieron hacer un paseo en auto, para tomar el fresco de la noche.
Y el diputado, sintiendo que le ardían las entrañas, exclamó entre hipos:
—Chofer… yo soy muy valiente… Pero ten la bondad de llevarnos por la sombra.
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IV
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No era “La Chayito” mujer de pocos sesos y poca reflexión. Examinaba las situaciones fríamente, con esa seguridad de la mujer bella que sabe recibir un elogio cuando acierta, y no ignora que se la disculpa cuando llega a equivocarse. Se preocupaba siempre, sin embargo, por alcanzar el elogio, Porque “La Chayito” era vanidosa.
Pero no fue en esta ocasión tal su desconcierto, que no sabría decir si había obrado bien o mal. Su conversación con Pepe Vargas parecióle extraordinaria. Fueron diversas emociones las que experimentó en el transcurso de ella, y sus primeros ímpetus, de grande indignación, fueron amenguándose conforme hablaba el otro. Su propósito decidido de obtener una explicación y ganarse la sumisión del periodista, se desvaneció gradualmente, y ella, que se imaginara dueña del momento, permitió, sin darse cuenta, que fuera él imponiéndose hasta demostrarse el más fuerte. ¿Cómo había sido? Ni un sólo momento calculó que el periodista escuchara sus primeras palabras sin sobresalto alguno. Que se inmutara, que se deshiciera en excusas, ¿no hubiera sido lógico? ¿Por qué, entonces…?
Con malas artes, con malas artes logró imponerse Pepe Vargas. ¿La dejaba hablar, acaso? Decisión y ánimo no le faltaron para decirle más de cuatro cosas. Pero la interrumpía el otro con chanzas contra las que no podía enfadarse, la interrumpía con preguntas que la fueron desarmando. Desarmando, eso era. Con evasivas —que no dejaron de ser, además, una explicación— la fue llevando a otro terreno. Y ella, débil ya, dejóse atrapar como una niña. Fue una sorpresa.
No obstante… estaba ella segura de haberse conmovido. No en balde le pareció sincero, ya al último, el acento de Pepe Vargas. Se le juzgara lleno de emoción, se le creyera realmente enamorado cuando hablaba de su belleza, de su talento, de su arte. Y sintiérase ella subyugada, escuchando las augurios de felicidad y amor. ¿Fue una sorpresa?…
No se sentía capaz de definir. Su situación actual era de agrado y arrepentimiento a la vez. Una sensación de niño: como el que va al cine a divertirse. Y teme que sus padres lo reprendan al regreso. Y se obstinaba ahora, en salvar de toda culpa a Pepe Vargas. Le agradecía en lo más íntimo ese rato dulce que le proporcionara hablándola de amor. Se había mostrado impetuoso, arrogante, lleno de ardor en las frases que la cautivaban. Y le disculpaba: estuvo apasionado y respetuoso, enamorado y discreto. Fuera ella, pues, quien obrara precipitadamente.
Pero no eran ya sus sentimientos los que le preocupaban. Sólo quería tener presentes los hechos esenciales: Pepe Vargas, inteligente y joven periodista, estaba enamorado de ella por su talento y su belleza, y ella había aceptado una cita que le propusiera aquél.
Lo primero la satisfacía, la complacía en su vanidad de mujer de teatro, cortejada y admirada, con la ventaja de que muy pocas, si alguna había, podrían asegurar que Pepe Vargas se hubiera enamorado de ellas. Cierto o no el amor del periodista en este caso, le bastaban sus galanterías y la preferencia de la que iba a ser objeto, de hoy en más, públicamente.
La cita era el problema. Su deber, si había de cumplir el compromiso, la obligaba a asistir. Pero, ¿sería obrar bien? Apartándose del punto de vista tal, que no debía inmiscuirse en asuntos de esta especie, desde otro punto de vista cualquiera, ¿convenía hacerlo? Desde luego no. Fuera a mostrar muy poca sensatez. Bien que mientras hablaba con Pepe Vargas por teléfono, hubiese contestado sin reflexionar, casi obligada por él, que no la daba tiempo a ver las consecuencias. Mas, ¿qué alteración no sufría su talento, en el concepto que de él se había formado Pepe Vargas, si después de treinta horas había obrado precipitadamente? Ir, ¿sería conducirse con cautela, como una mujer que sabe lo que se espera? La más elemental prudencia, le decía que no. El temor de parecer ligera o completamente subyugada, le decía que no. Su propia dignidad le decía que no.
Y resolvió no ir.
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V
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—Se nos ha ido la tarde
en cantar una canción…
Pepe Vargas cantaba los versos del poeta a media voz.
—“… en perseguir una nube
en deshojar una flor.
A Pepe Vargas se le había ido una hora en esperar a “La Chayito”…
… En esperar a “La Chayito” recorriendo el parque de un extremo a otro, varias veces. A las doce y quince atribuyó el retraso de la artista a la impensable poca formalidad de la mujer. A las doce y media creyó ver en una excepcional prolongación del ensayo, la causa del retraso. A las doce cuarenta y cinco, se dijo que probablemente no vendría “La Chayito”. Y a la una, en fin, juzgó pertinente no esperarla más.
Ahora, en esta noche majestuosa, que caía serenamente absorbiendo la luz del dia que iluminaba a la ciudad, pepe vargas se sentía accesible a todas las virtudes. De buena gana se daría un baño espiritual. Zambullir el alma y dejarla limpia y pura, habría de ser una delicia.
Se sentía asqueado. Un artista que pretende defender a su marido y acaba por entregarse, en pensamiento ya que no de hecho, al mismo que ofendiera a su marido; un diputado que lanza un reto y, luego, faltando a todas las leyes del honor, elude el desafío; el director de un periódico que vende su criterio al mejor postor; y él, Pepe Vargas, aceptando ser el cómplice de todos: del director, de la actriz, del diputado… ¡Puf, qué asco! Le causaban asco todos. Se causaba asco él mismo.
Necesitaba un baño espiritual. Una zambullida de alma en algo limpio. Renunciar temporalmente a los paseos con amigos, a las conversaciones con artistas, al contacto con hipócritas, como eran todas esas gentes con quienes él, en su calidad de periodistas, trataba diariamente.
Quince días le bastaban. Quince días de descanso que pasaría con su madre y sus abuelos en el pueblo.
—Y se nos irá la vida
sin sentir otro rumor,
que el del agua de las horas
que se lleva el corazón…
¡Quince días al pueblo, a darse baños de pureza!
Y abandonado el balcón, fue a sentarse frente a la máquina de escribir para dar fin a su tarea diaria. Y empezó a escribir:
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“LAS PLAÑIDERAS DEL CONGRESO”
“Los miembros de la minoría de la Cámara…”
FIN
Antonio Helú
México, D.F., 1925
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ILUSTRACIÓN: Archivo EL UNIVERSAL
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