Pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad
Ahi, serva Italia, di dolore ostello,
nave senza cocchiere en gran tempesta,
non donna di province, ma bordello!
Dante, Purgatorio, canto VI
Es notorio el pesimismo del florentino Nicolás Maquiavelo acerca de la naturaleza malvada de los hombres. El hombre para él no es ya el “animal político” de Aristóteles, sino un “animal malvado” dominado por un ciego e insaciable egoismo, sin ninguna grandeza ni en el bien ni en el mal. Exactamente lo que había dicho siglos antes Tácito: “Habrá vicios mientras haya seres humanos”. En el capítulo XVII de El Príncipe, Maquiavelo reitera: “De los hombres se puede decir generalmente esto: que son ingratos, volubles, simuladores, dados a esquivar los peligros, ávidos de dinero, y cuando tú les favoreces, son completamente tuyos, te ofrecen su sangre, su patrimonio y sus hijos; esto, cuando la necesidad está lejos, pero cuando se acerca, cambian en tu contra”. Sobre esta tenebrosa premisa, Maquiavelo construye su ciencia política, y alecciona a su príncipe: “Quien gobierna un estado tiene que suponer malvados a sus súbditos”.
Este pesimismo acerca del ser humano no pertenece sólo al Florentino; es común a toda su época, pertenece tanto al Renacimiento como a la Reforma de Martín Lutero. Cuando el Renacimiento concluye y con él desaparecen la medida, la serenidad que lo habían supuestamente caracterizado, se empieza a no confiar ya en el hombre e inicia la meditación de los grandes moralistas modernos sobre la naturaleza humana. Y la indagación psicológica y moral concreta y sin velos da inicio precisamente con Nicolás Maquiavelo, Francesco Guicciardini, Stefano Guazzo, seguidos por Michel de Montaigne que encabeza la lista de los moralistas franceses del siglo siguiente, a los cuales se unirán los ingleses y españoles. Objeto de sus obras, es la reflexión sobre el hombre, su psicología, sus virtudes y sus vicios, sus debilidades más que su grandeza: un sondeo sin misericordia en los abismos del ánimo humano.
Sin embargo, el pesimismo maquiaveliano, que no maquiávelico, no es pasiva aceptación de la realidad; en contradiccción con su desconfianza en el género humano no renuncia a su anhelo de una sociedad perfecta y a la esperanza de renovación espiritual y regeneración del pueblo italiano y, más aun, a su “redención”, término cargado de religiosidad laica, sin aspiraciones metafísicas. Ahora bien, la necesidad de reforma, regeneración, redención es propia del moralista. En Maquiavelo coexiste la voluntad de unir ethos y kratos, una profunda aspiración al deber ser que se puede conseguir sólo con la fuerza de las leyes y de la política. La política tiene para él un valor ético, al igual que para el Platón de la Republica, para quien el estado debería ser “modelador del alma”, tener como meta la formación del individuo.
En 1513, hace 500 años, Maquiavelo escribe de un tirón, en seis o siete meses, El Príncipe, un “opusculo” de 26 capítulos. Su estilo es conciso, rápido, breve. Escribe como le sale, sin preocuparse de la forma y, sin embargo, resultó maestro de estilo. Como dice el gran Francesco De Santis: “donde no pensó en la forma, resultó maestro de la forma. Y, sin buscarla, halló la prosa italiana”. La fama de Maquiavelo pronto rebasó los Alpes y El Príncipe se volvió la obra más discutida, celebrada y al mismo tiempo execrada de la literatura política de todos los tiempos. Si en los primeros años del siglo XVI, la revolución heliocéntrica del polaco Nicolás Copérnico transformó la imago mundi y la cosmogonía tradicional, provocando una transformación antropológica ab imis (una pérdida de identidad que registrarán siglos más tarde Luigi Pirandello en El difunto Matías Pascal y J. L. Borges en “La esfera de Pascal”), no menos importante fue la que introdujo Maquiavelo en el campo de la política y que estremeció a toda Europa: la política como actividad autónoma, con sus leyes y sus necesidades más allá del bien y del mal, la demarcación neta entre la esfera privada y la pública. La visión política del Florentino rompe la unidad, aunque teórica y de pantalla, entre ética y política, y desenmascara la realidad del quehacer político y el drama del poder que Shakespeare llevará a su teatro.
El Príncipe abre el paso a la primacía de la razón de estado, un término que Maquiavelo no usó, pero que fue utilizado por Giovanni Botero a finales de siglo en sentido antimaquiaveliano. Botero, como buen católico obsequioso de las sutilezas leguleyas y de la casuística de la Contrarreforma, hace una distinción entre mala razón de estado y buena razón de estado (por supuesto, según la conveniencias). A partir del siglo XVI, la problemática de la razón de estado estará en el centro de todas las discusiones en Europa. Vemos a Don Quijote convaleciente razonar con el cura y el barbero de “lo que llaman razón de estado”. El conflicto entre razón de estado y sentimientos individuales entrará de pleno a la literatura. Será, por ejemplo, el gran tema de la tragedia moral de Pierre Corneille, cuyo interés por el mundo de la política lo orientará a escoger como protagonistas a hombres estado, magistrados, de preferencia romanos de la República, porque, como él dice, la romana es la más política de todas las historias (un juicio que siglos después manifestará Hannah Arendt en La condición humana). El conflicto entre la razón, la voluntad y el amor es el tema de las tragedías Le Cid y Polyeucte de Corneille. “Sobre mi pasión, mi razón es soberana”, dice Paulina.
Es difícil condensar en el reducido espacio de un artículo los alcances del pensamiento del Florentino y platicar también de su obra literaria. Voy a detenerme sólo en los tres conceptos en los que se fundamenta su doctrina: necesidad, virtud y fortuna. En cuanto a la necesidad, el Florentino no comparte la exaltación del libre albedrío del hombre, defendido por los humanistas del XV y confirmado, a finales de siglo, por Pico della Mirandola en su De dignitate hominis. Rechaza también la tesis humanista de la naturaleza social y política de los hombres, que sería sólo una leyenda. El libre albedrío, la libertad absoluta, la “elección” daría vía libre al desenfreno de los más bajos instintos humanos. De la contemplación de la trágica realidad italiana de su tiempo, nace la convicción del Florentino de que sólo la política puede salvar al mundo, regenerarlo y reconducirlo a las leyes de la Necesidad; porque la política es la negación de lo individual, y la necesidad requiere la renuncia al ilimitado poder de la naturaleza humana, a su arbitrio y su elección. Lo público, insiste, debe prevalecer sobre lo individual, lo privado: “No el bien particular, sino el bien común hace grandes a las ciudades” (Discursos, libro II, II). Ahora bien —continúa—, el hombre libre en su elección se ha desviado de su condición natural, se ha alejado de la necesidad, que es la racionalidad contraria a la licencia, y hay que restablecerla con la fuerza de la ley, integrarla en la perfección de la naturaleza que gobierna el cosmos y todas las cosas. Como escribe a su amigo Francesco Vettori: “la naturaleza es perfecta y quien la imita no puede ser criticado”. Si en el mundo humano gobernara el orden de la naturaleza y si el hombre se inclinara espontáneamente a la vida social y política, al “bien común”, en lugar de que a la voluntad egoísta de su particular interés, no serían necesarias la virtud del príncipe y la política, y no habría ninguna escisión entre libre albedrío y necesidad. Friedrich Meinecke comenta que la necesidad es para el Florentino la fuerza, el medio para dar a la masa inerte la forma requerida por la virtud.
La virtud es otro cimiento del pensamiento maquiaveliano, estrictamente ligada, como se verá, a la fuerza opuesta que es la fortuna. De la virtud el Florentino no da una definición y debemos por tanto inferir su contenido del contexto de su obra. La virtud es un valor moral en sentido político, y puede ser juzgada por el éxito. Se trata de una cualidad que presenta aspectos positivos y negativos; no se trata de la ambivalencia humana sino, más bien, de una dualidad intencional, racional, del príncipe nuevo frente a una u otra vía. Concepto extremadamente complejo, la virtud tiene una fuerte carga semántica: energía de la voluntad al servicio de un proyecto, fuerza de ánimo, previsión y cálculo frente a la Fortuna siempre cambiante, penetración psicológica, rapidez en la decisión pero supeditada al cálculo, alternancia entre bien y mal según la necesidad, intuición y, sobre todo, capacidad de transformación y de adecuación frente a las circunstancias siempre cambiantes de la realidad.
Es difícil, casi impensable, que un ser humano pueda reunir todas la cualidades contenidas en la “virtud” que Maquiavelo exige del Príncipe nuevo. ¿Cómo puede conciliarse la visión pesimista de Maquiavelo respecto de la naturaleza del hombre, con la figura perfeta del príncipe que, evidentemente, está sujeto a esa misma naturaleza? Sin embargo, el príncipe nuevo, héroe y superhombre o amante de la patria hasta el punto de inmolarse por ella, debe redimir esa naturaleza humana de la corrupción, inclusive asumiento sobre sí mismo el mal que la razón de estado exige. Hay, creo, una identificación de Maquiavelo con el príncipe, ya que estaría dispuesto a “perder su alma” por el bien de Italia, como escribe en su célebre carta del 10 diciembre de 1523 a Francesco Vittori.
Para tener una idea exacta del contenido de la virtud maquiaveliana, me parece imdicado compararla con la mètis de la antigua Grecia. Según Detienne y Vernant, la mètis es una forma de inteligencia, astucia y pensamiento, un “modo de conocer” dirigido a la acción: “Implica un conjunto complejo, pero muy coherente, de aptitudes mentales y de comportamientos intelectuales, que combinen la sagacidad, la previsión, la flexibilidad del espíritu y la simulación, la destreza para zafarse de los problemas, la atención vigilante, el sentido de la oportunidad, habilidades diferentes y una experiencia adquirida. Todo ello se aplica a realidades fugaces, movedizas, desconcertantes y ambiguas que no se prestan a una medida precisa, sino al cálculo exacto [el subrayado es mío] o al razonamiento riguroso” (Les ruses de l’intelligence. La mètis des Grecs).
Ahora bien, el prototipo del hombre que encarna la mètis en toda su extensión se encuentra al inicio de nuestra cultura occidental, y es Ulises, el astuto, polimorfo y polifacético héroe homérico de las mil caras, que asume un rostro diverso para cada situación, que desafía cualquier circunstancia adversa hasta llegar a su Ítaca y allí destruir con astucia y valor a sus adversarios. La fuente del príncipe nuevo no hay que buscarla en una u otra figura de la realidad del tiempo de Maquiavelo, sino en el imaginario europeo, precisamente en Ulises, arquetipo del hombre occidental que persiste hasta la literatura más reciente, Joyce y Canetti, por ejemplo. Por supuesto, al contrario de Ulises, que lucha por su propia sobrevivencia, el príncipe debe luchar para la sobrevivencia y el bienestar de su Estado, por encima de sus pasiones personales y en contra de sus intereses. Ulises encarna la mètis para la propia sobrevivencia, el príncipe nuevo debe encarnarla para la de su pueblo, lo que implica la renuncia a su yo.
En la tercera parte de El Príncipe, a partir del capítulo XV, después de haber afirmado la autonomía de la política respecto de la ética, empiezan los consejos que da Maquiavelo al gobernante y enumera las cualidades verdaderas y “no imaginarias”, positivas y negativas, que debe tener un príncipe para llevar a buen término su empresa, y las que le causan alabanza o reprobación:
“Cualquiera diría que es cosa muy loable encontrar en un príncipe todas las cualidades consideradas buenas, pero no siendo posible tenerlas ni practicarlas enteramente, porque no lo consiente la condición humana, es necesario que sea tan prudente que sepa evitar la infamia de las que significarían la pérdida del Estado, y rehuir las que acarrean tales consecuencias […] y también preocuparse de no incurrir en la fama de aquellos vicios, sin los cuales puede difícilmente salvar el Estado, porque, considerándolo bien, habrá cualidades que parezcan virtudes y que respetándolas causan su ruina, y otras que parecen vicios y que, al respectarlas, producen seguridad y bienestar”.
En el penúltimo capítulo de El Príncipe (XXV), esencial también para entender la riqueza polivalente del concepto de virtud, Maquiavelo enfrenta la relación entre fortuna y virtud. Este es un tema central en su obra como en todo el pensamiento renacentista, y asimismo en la Edad Media que consideraba la Fortuna como intervención de la Divina Providencia y, por tanto, no admitía rebeldía sino sumisión a ella. A la opinión corriente de que la fortuna, esta fuerza irracional, ciega y violenta, mudable, inconstante, “impía” al igual que el hado griego, es árbitra de las acciones de los hombres, Maquiavelo rebate que la fortuna es árbitra sólo de la mitad de nuestras acciones y la otra mitad se rige por nuestra voluntad, virtud y cálculo. Ya Aristóteles había sostenido que “cuanto más se somete el hombre al intelecto, tanto menos está sometido a la fortuna”. La fortuna, dice Maquiavelo, “muestra su poder donde no hay virtud ordenada para resistirle”. El hombre dotado de virtud puede, hasta cierto punto, someterla a su voluntad. La realidad está siempre en movimiento, y hay que supeditarla y obligarla al efecto deseado. La fortuna puede, además, volverse estímulo, un fenómeno positivo y dinámico que pone en movimiento la virtud, la energía de un príncipe. Con una de sus bellas metáforas, dice: “Comparo aquélla [la Fortuna] con un río que cuando desborda inunda la llanura, derriba árboles y casas, arranca terrenos de un sitio y los lleva a otro”. Pero, añade, el hombre prudente construye diques y calzadas para prevenir las inundaciones y los estragos:
“De igual suerte, la fortuna demuestra su poder cuando no hay fuerza ordenada que le resista, y con mayor razón cuando se piensa que no hay reparo alguno para refrenarla. Echando una mirada a Italia, teatro de tantos trastornos por ella misma provocados, se ve que es tierra sin reparos ni defensas, y que si tuviera los diques convenientes, como Alemania, España y Francia, la inundación no hubiera causado tan grandes variaciones, y acaso no hubiera ocurrido”.
Concluye: “Los príncipes que perdieron sus estados no acusen a la fortuna sino a su ignavia, porque no han pensado nunca, en los tiempo tranquilos, que éstos pueden mudar. […] Ustedes, cuando ven el sol, no creen nunca que va a venir el tiempo de la lluvia. El Príncipe, pues, debe acomodarse a la variación de los tiempos”. En una carta a Pier Soderini, concluye: “Quien fuera tan sabio que conociera los tiempos y el orden de las cosas y a ellos se acomodara, tendría siempre buena Fortuna”.
Después de 25 capítulos, concisos y lógicos, en el último, el XXVI, la palabra redención se repite a menudo, apasionada invocación a los italianos para liberar a su patria de los bárbaros —Exhortatio ad capessendam Italiam in libertatemque a barbaris vindicandam—, a esa Italia más esclava que los judíos, más servil que los persas, más dispersa que los atenienses, sin cabeza, sin orden, abatida, desgarrada, saqueada; invocación a un príncipe, a un hombre de la “Providencia”, una especie de Veltro (lebrel) dantesco que echaría a la loba, símbolo de la corrupción y de la avaricia, y guiaría al pueblo a su redención. Los tiempos de crisis, cuando el Estado está en decadencia, son favorables al retorno, a la regeneración, y el Florentino da ejemplos de pueblos que fueron esclavizados y que, después, por una fuerte autoridad adquirieron libertad y salvación; como el pueblo judío reconducido por Moisés a la libertad y a la patria. “Aquí [en Italia] —dice–— hay una disposición grandísima y no puede haber gran dificultad donde hay disposición”. “Me parece —insiste— que ocurren tantas cosas a favor de un príncipe nuevo que no sé qué tiempo mejor pudiera ser más propicio que éste”. En el Arte de la guerra había exhortado: “No quiero que se abandonen a la desesperanza o pierdan confianza porque este país parece nacido para resucitar las cosas muertas, como se ha visto con la poesía, la pintura y la escultura”.
El visionario Maquiavelo que anticipa de tres siglos la unidad de la península italiana termina su “opúsculo” invocando al pueblo y al príncipe Lorenzo de Medici, para que se hagan cargo de la misión de una Italia unida, siguiendo las huellas de los hombres ilustres que redimieron a su patria.
Todo el capítulo culmina en un final apasionado, cuyo estilo mismo se vuelve roto y convulso, y que cierra con cuatro versos de la “Canción a Italia” de Petrarca:
Virtú contra furore
prenderà l’arme; e fia el combater corto:
ché l’antiquo valor
negli italici cor non è ancor morto.
*Fotografía: Lorenzo de Médicis es invocado por Maquiavelo al final de “El Príncipe”, para que se haga cargo de la misión de una Italia unida. Retrato pintado por Rafael (1516-1520)
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