Philip Roth: Cajitas chinas
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Esta remembranza recoge dos encuentros periodísticos con Philip Roth, un autor que solía evadir las preguntas sobre su vida privada
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POR DAVID LIDA
En 1988, cuando yo era un reportero novato, la edición estadounidense de la revista Vogue me envió a entrevistar a Philip Roth, a propósito de la publicación de Los hechos, su primer libro autobiográfico. Había leído casi todas sus novelas, algunas dos o tres veces. La exuberancia de su prosa, su relación agridulce con la educación judía que recibió, su franqueza sexual, su rabia incontinente y, sobre todo, su sentido del humor desenfrenado, le hizo, en aquel entonces, el escritor que más admiré.
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En la Biblioteca Pública de Nueva York busqué todas las notas disponibles sobre él. Al leer las entrevistas con Roth, me pareció que había una contradicción. Las novelas eran, no obstante la seriedad de los temas, divertidas y graciosas. Cuando sus amigos hablaron de él, el primer adjetivo que utilizaron fue “chistoso”. Pero cuando él hablaba con los reporteros, solía emplear el lenguaje quisquilloso de un profesor estricto y meticuloso. Era como si tuviera miedo de que el mundo no tomaría en serio al creador de Alexander Portnoy (que se masturbó con una ración de hígado crudo que iba a formar la cena familiar más tarde, ciertamente la escena más notoria de sus 33 libros).
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Para Roth, publicar una autobiografía fue, de cierta manera, una provocación. Los que lo criticaban insistían en que el ciclo de novelas que había publicado antes de Los hechos —El escritor fantasma, Zuckerman desencadenado, La lección de anatomía, La contravida y La orgía de Praga— eran nada más que refritos de su propio existencia. El protagonista de esas novelas era Nathan Zuckerman, alguien que —como Roth— era un novelista que creció en Newark, en Nueva Jersey; al igual que Roth, escribió cuentos en su juventud que deleitaron a los lectores, pero que le aislaron de sectores conservadores de la comunidad judía. Como Roth, publicó un bestseller explícitamente sexual.
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Roth tenía 55 años cuando lo conocí. Era delgado, estaba en forma, y, hasta cierto punto, lucía elegante como si se tratara del profesor más glamoroso de una universidad. Era encantador, cortés, paciente y, de forma sutil, controlador. Antes de contestar cualquier pregunta, quería saber qué clase de nota pretendía escribir y de qué extensión. Sólo me concedió la entrevista bajo la condición de que, después de terminar la nota, le pasaría a él todas sus citas, con la posibilidad de su intervención con el fin de “fortalecer” el lenguaje.
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Pero una vez que entramos en la charla, sí, me hizo reír. Hablando sobre las diferencias entre él y el protagonista de las novelas, dijo: “No soy el mismo schmuck que Zuckerman” (schmuck es una palabra yiddish, el equivalente a pendejo). Cuando le pregunté si alguna vez había querido tener hijos (nunca los tuvo), y cómo era la crisis nerviosa que apenas menciona en el libro, me dijo, fingiendo molestia: “No debería haber escrito Los hechos… lo que tú quieres es The Dirt”.
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Era experto en esquivar las respuestas a preguntas personales. El psicoanálisis está en el centro o en la periferia de muchas de sus novelas. Le pregunté sobre su propia experiencia en la terapia, y me dijo que acudió una vez, a principios de los años 60, a una sola cita.
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—¿No quieres hablar de eso? —le pregunté.
—¿Qué quieres saber?
—Cuánto duró la terapia, con qué frecuencia ibas, y si el analista era freudiano.
—¿Cuántas veces a la semana vas tú? —me preguntó. Y luego quiso saber cuánto había pagado y si el analista hablaba con acento extranjero. Después de contestarle, me dijo que había pagado demasiado, sin revelar ningún detalle de sí mismo. Luego Roth me preguntó por las últimas dos novias que tuve, la frecuencia con que utilicé profilácticos y la historia de la vida de mi madre, revelando muy poco de sí mismo porque no quería hacerlo.
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Lo entrevisté de nuevo un par de años después, cuando publicó una novela que se llamó Engaño. La vida le había sorprendido en el tiempo intermedio: estuvo recuperándose de una cirugía de bypass quíntuple —el mismo desastre que, tres años antes, él había escogido para Nathan Zuckerman en La contravida.
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En Engaño, Roth se deshizo de Zuckerman y para su protagonista escogió a un novelista llamado Philip, que tenía un sinfín de semejanzas a él. La mayor parte del libro se trata del amorío entre Philip y una amante. Era imposible ignorar el factor chismoso: Roth estuvo casado con la actriz británica Claire Bloom, con quien se divorció unos años después. Cuando le pregunté porqué escogió “Philip” para el protagonista, con cara impávida me dijo que por más que lo intentó, no se le ocurrió otro nombre.
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Después de Engaño, Roth escribiría Operación Shylock, una novela en la que el protagonista, un escritor que se llama Philip Roth, encuentra a un impostor —espía en Israel— que también dice ser Philip Roth. Pero luego abandonó el juego de cajitas chinas, empezando un ciclo de libros que, en lugar de explorar la vida de un novelista, recalcan la desgracia y la hipocresía de la política y la sociedad de Estados Unidos. Entre ellos se encuentran Pastoral americana, La mancha humana, Me casé con un comunista y La conjura contra América. Algunos críticos los consideran sus mejores libros.
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También publicó El teatro de Sabbath, una obra maestra sobre un “rabo verde” impenitente, y una serie de novelas cortas sobre la humillación del envejecimiento. Muchos lectores creen que los jueces del Premio Nobel de la literatura le robaron a Roth por nunca galardonarlo. Pero ganó casi todos los otros premios literarios en el mundo, algunos varias veces. Se murió el martes con los 85 años, un par de semanas después de que anunciaron que no iba a haber Nobel de Literatura este año debido a un escándalo de acoso sexual.
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La primera vez que lo entrevisté, de forma elíptica me indicó que quería salir del mundo de los libros autorreferenciales. “Me he estado escondiendo y trabajando durante diez años”, dijo. “He trabajado mucho y eso es algo que te puede volver loco. Llevo una vida austera y solitaria”.
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“Estoy un poco perdido”, continuó. “Durante diez años he estado escribiendo los libros de Zuckerman y he estado totalmente absorto. Me da ansias el mundo no escrito. Quisiera redescubrir América”.
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En el transcurso de una carrera larga, creo que lo hizo.
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FOTO: Philip Roth en su casa de Connecticut. El lamento de Portnoy es un monólogo del protagonista con su psicoanalista. Roth confesó haber ido una sola vez a terapia, a inicios de los años 60. / AP
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