Pita Amor: “¡Y yo me llamé la diosa!”
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Para celebrar el centenario de la poeta Pita Amor, el dramaturgo Miguel Sabido cuenta la larga y cercana amistad que mantuvo con ella. Siempre deslumbrante, incluso en los momentos más ingratos de la vejez, la autora de Yo soy mi casa hizo de la generosidad un distintivo. En 1996, cuatro años antes de su muerte, Sabido le organizó un homenaje en vida en el Palacio de Bellas Artes, donde ella agradeció con uno de sus sonetos más queridos: “Shakespeare me llamó genial / Lope de Vega, infinita.”
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POR MIGUEL SABIDO
Conocí a Pita Amor en 1957, yo era un adolescente atolondrado de diez y nueve años y ella una diosa de treinta y ocho, en la cumbre de su belleza y de su gloria. Fue una noche en las Galerías Excélsior. Se inauguraba una exposición y estaba todo el México de la cultura. Pita llegó, pequeñita pero indeciblemente bella, envuelta en un abrigo de mink negro con un aderezo de rubíes que debe haber costado una fortuna. Avanzó hasta el centro de las galerías y se quitó de un golpe el abrigo dejándolo caer al suelo. Abajo traía una camisa como de hombre, cerrada hasta el cuello y de mangas largas… de gasa totalmente transparente. Se pudo escuchar como todo el mundo contenía la respiración ante el soberbio espectáculo de sus maravillosos senos firmes y erectos y apenas velados por la gasa. Giró hacia la derecha sonriendo y luego a la izquierda para que nadie se perdiera el asombroso espectáculo. Alicia Zendejas, inteligente siempre y con sentido del humor, se acercó hasta ella, le dio un beso mientras decía: “Ay, Pita, cada día estás más linda. Y cada día más genial. Si me das un martini te digo un soneto”. Y se soltó diciendo el maravilloso soneto, ése que que dice “Shakespeare me llamó genial”, y que termina con “Y yo me llamé la Diosa”.
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La mitad la adoramos, o yo por lo menos la adoré y me solté aplaudiendo. Muchos alzaron las cejas en señal de reprobación, lo que a ella pareció encantarle. “Es monísimo este chico”, le preguntó a Alicia. “¿Quién es?” “Miguel Sabido, un joven dramaturgo”. “No te vayas a enamorar de mí porque soy un verdadero demonio, ¿verdad, Alicia?” Pero me enamoré, por supuesto. Y hasta el domingo pasado que volví a hacerle un homenaje en la Sala Ponce he seguido enamorado de ella. Y hasta el día de hoy, sesenta años después de haberme deslumbrado su blusa de gasa y su soneto, he seguido enamorado de su poesía e infinita valentía. Veinte después de su muerte, a treinta años de su aterradora decrepitud, mucho tiempo después de haberse convertido en la caricatura terrible de sí misma. La veía en los vernissages de Lourdes Chumacero, de Alicia y de Inés Amor en sus galerías, siempre bellísima, lujosamente vestida, insolentemente genial. Hasta que un día desapareció. “Está embarazada de Carlos Illescas, un poeta que trabaja en la UNAM”, me dijo Alicia. Se reconcilió con su familia: Inés Amor, la gran promotora de Diego Rivera y Frida Kahlo, Rafael Tovar y de Teresa, Elena Poniatowska, Carito, casada con el doctor Fournier. Y varios años después me enteré que el niño había muerto ahogado en la alberca del jardín de la casa Fournier, a unos metros de la mesa donde ella platicaba y reía con sus hermanas.
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“¿Cómo está?”, le pregunté ansiosamente a Alicia. “Muy mal. Muy, muy mal… tiene síntomas de demencia senil”. Y llegó la catástrofe. Se convirtió en la burla de los meseros de la Zona Rosa y algún periodista miserable la bautizó como “el fantasma de la Zona Rosa”, cuando en realidad Pita vagaba por la colonia Juárez tratando de regresar a la maravillosa mansión de Abraham González a la que le dedicó dos libros: Yo soy mi casa (prosa) y Yo soy mi casa (poesía). Se acercaba, maquillada como cuarenta años antes, convertida en una especie de indigente demencial que desvariaba suplicando a los borrachos de la calle de Génova: “Si me invitas una copa, te escribo un soneto”, y se la invitaban muertos de risa, y ella escribía un deslumbrante soneto en una servilleta que el borracho arrugaba y botaba sin consideraciones: todo ese raudal de poesía extraviado para siempre.
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Vagando por la calle de Bucareli, dando bastonazos a los meseros que se negaban a servirle porque sabían que no podía pagar un café con leche y un bísquet. Presa de la incontinencia, iba dejando un rastro de orines por la calle de Dinamarca. Resultaba imposible entrar en su buhardilla de los departamentos Vizcaya porque había un aterrador tapete de sus propios excrementos. Pero cuando Pita estaba en el momento más abyecto de su vida tuvo la fortuna de encontrar dos amigos: la magnífica actriz Patricia Reyes Spíndola y el arquitecto Carlos Zahib. Ellos la rescataron del infierno —y lo digo literalmente— en el que vivía. Ellos la alimentaron física y espiritualmente, a un grado tal que pudo volver a dar recitales de su poesía en el Cícero de Estela Moctezuma. Empezó a escribir otra vez, pero su pluma estaba tan mellada como su cuerpo. Con todo el amor de sus amigos, la recuperaba poco a poco y tenía momentos de lucidez en que volvía a acuñar algún verso maravilloso. A tal grado que pudo aceptar una invitación al Museo Casa Estudio de Diego Rivera y Frida Kahlo en San Ángel para exhibir sus asombrosos dibujos, recopilados pacientemente por la directora Carmen Garduño. A la inauguración asistió Rafael Tovar y de Teresa —su sobrino—, que le prometió entregarle la medalla Bellas Artes en un homenaje en Bellas Artes. Entre ella y la directora del Museo pidieron que yo, que estaba junto a su silla de ruedas, lo diseñara y dirigiera. Empecé a visitarla todas las tardes en el pequeño pero limpísimo departamento que Zahib le había acondicionado en la planta baja de los Departamentos Vizcaya. Me daba cuenta que era el momento más importante de su vida y quería que fuera exactamente como ella lo deseara. Y lo quiso desorbitado y bello y tan excepcional como ella misma. “Quiero —me dijo con su voz estentórea— a cinco primerísimas actrices para que traten, solamente traten, de decir mi poesía”. Hablé con Ofelia Guilmáin, Alma Muriel, Patricia Reyes Spíndola, Martha Zavaleta y Gabriela Araujo. Les pedí que se vistieran de negro y diseñé una plataforma con los atriles firmemente atornillados para que en el momento del clímax la plataforma se partiera a la mitad y saliera sorpresivamente, y entrara, Pita. “Quiero salir vestida de zarina con una tiara imperial”, me dijo. Y su gran amigo Manuel Méndez le hizo el vestido de zarina con la tiara imperial. “Quiero salir en un carro triunfal con el tema de mi nombre: Amor”. Pedí que Alejandro Luna diseñara la escenografía y él le hizo un extraordinario carro alegórico. “Quiero ser acompañada por la grabación del vals más bello jamás escrito: ‘El Danubio azul’ y que cuando entre a escena me reciba una lluvia de pétalos de rosa”. “¿Estás segura, Pita?”, pregunté alarmado. “Yo siempre estoy segura”.
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Todo fue como ella quiso
El carro triunfal era tan alto que tuvimos que usar un montacarga para subir a Guadalupe. Lo primero que hizo fue quitarse los gruesos lentes que usaba por las cataratas. Sin ellos apenas veía sombras confusas. Al abrirse el telón negro del fondo, los tramoyistas empezaron a empujar inexorablemente el carro. Así que cuando empezó a sonar “El Danubio azul”, mientras caía la lluvia de pétalos de rosa y se incendiaba en luces el escenario, Pita se desconcertó y empezó a recitar pero olvidando que llevaba un micrófono en la solapa del vestido de zarina.
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Fue tan aterrador el contraste entre las plataformas que se partían a la mitad con las grandes actrices vestidas de negro y la irrupción de Pita en su enorme carro alegórico rodeado de corazones rojos, la enorme tiara de zarina, la música de Strauss y la lluvia de pétalos de rosa, que el público quedó unos segundos inmóvil y silencioso ante esta entrada que nadie se esperaba. Y la enorme sala se inundó con la voz gigantesca de Pita: “Shakespeare me llamó genial, Lope de Vega, infinita…”, y un soneto y otro y otro y luego las “Décimas a Dios”. De hecho en los periódicos me acusaron de que yo había hecho bajar peligrosamente a Pita en un columpio desde el telar de Bellas Artes y una reportera —bastante cursi, por cierto— escribió indignada: “Sabido ha profanado Bellas Artes, el altar de la cultura nacional”. Pero de pronto, las dos mil personas que repletaban el recinto empezaron a gritar, a aplaudir, a aventarle flores y —en muchos casos— a sollozar sin poderse contener ante la triunfal entrada de Pita. Algunos la habíamos visto en sus días de enorme gloria y todos en su período de aterradora decadencia, y nadie pudo jamás imaginar que aquella patética figura que vagaba por la Zona Rosa mendigando una copa fuera esta espléndida zarina, inundada de luz, coronada por la tiara del triunfo absoluto, bañada por el vals más bello del mundo, recibiendo con naturalidad una lluvia de pétalos de rosa, dominando no solamente el escenario suntuoso de Bellas Artes, sino el universo entero, al recitar sin detenerse uno de sus sonetos magníficos, y luego otro y luego otro y otro y otro, mientras el público le gritaba: “Bravo, Pita”, “eres una diosa”, “Dios te bendiga, Guadalupe”. El asombroso aplauso duró dieciocho minutos. Uno de los viejos tramoyistas de Bellas Artes me comentó: “Solamente con María Callas hubo un aplauso así”.
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Las actrices salieron no a recibir su aplauso, sino a aplaudirle ellas a Pita.
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Yo salí, no a recibir el aplauso del director, sino a deleitarme al ver el público delirante, mientras Pita —triunfante como una zarina el día de su coronación— seguía recitando su poesía, sumergida en un mundo de luces y de sombras y de locura jubilosa.
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No pude contener las lágrimas. Todas las humillaciones que había sufrido Guadalupe durante los últimos años de su vida, todas las hambres que había pasado, los insultos soeces, todo quedaba borrado frente a esos dieciocho minutos de aplausos.
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Cuando bajó el telón de cristal aquella noche gloriosa, las actrices se arremolinaban a su alrededor para felicitarla, besarla, abrazarla. Ofelia Guilmáin dijo conmovida: “Fue un homenaje maravilloso, Pita. Nunca había habido nada semejante”. Pita contestó tranquilamente: “Nunca ha habido nadie semejante a Guadalupe Amor”. Y tenía razón.
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Murió cuatro años más tarde. Discretísimamente su familia hizo un velorio privado. No pudimos velarla en Bellas Artes como le correspondía. A nadie se le ocurrió enterrar sus cenizas en la Rotonda de las personas ilustres —había sido la más grande poeta femenina desde sor Juana—. No hubo cataratas de flores en su desconocido velatorio. Pero no importa, su apoteosis fueron esos dieciocho minutos en el escenario de Bellas Artes.
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Su triunfo sobre la muerte y la locura.
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FOTO: Pita Amor en 1961. / Especial