Poemas desde una ciudad construida en el cielo
POR JORGE FERNÁNDEZ GRANADOS
Una fría mañana en Bogotá —hay que decir que en aquella ciudad casi todas las mañanas son bautizadas por vientos andinos que le dan a su clima una permanente frescura—, una mañana en Bogotá, decía, me encontré por primera vez con Federico Díaz-Granados (Bogotá, 1974). Se celebraba en la capital colombiana la muy concurrida Feria Internacional del Libro, la cual, aquel año de 2009, estaba dedicada a México. Las salas, los auditorios, los pasillos y prácticamente cada rincón del extenso recinto donde se llevaba a cabo la Feria eran una celebración del interés de aquella ejemplar ciudadanía por la lectura. Presidía el pabellón mexicano, visible desde la entrada, en un lugar central, un alebrije de cinco metros de altura. En algún momento, Federico se acercó con educada y agradable confianza, como es natural en él, a un pequeño grupo de escritores invitados de nuestro país. Su presencia animó de inmediato la conversación con saludos de cortés bienvenida, pero, sobre todo, con comentarios puntuales y pertinentes. El conocimiento que Federico Díaz-Granados tenía de la literatura mexicana, ya no digamos reciente, sino francamente novísima, me sorprendió. No era, sin embargo, un conocimiento superficial o puramente académico. Traslucía en sus comentarios un aire afable de familiaridad y pertenencia a aquellos libros, a aquellos autores evocados, como quien repasa con cuidado un álbum repleto de presencias y lugares entrañables. Casi de inmediato entró en nuestro diálogo un muy querido amigo común: el poeta Juan Felipe Robledo, a quien Claudia Posadas y yo habíamos conocido y tratado pocos años atrás, cuando Juan Felipe ganó el Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines. En cierta forma, este último había sido el Mercurio poético que había llevado, en años recientes, noticias y libros de Colombia a México y de México a Colombia. Poco después, durante aquellos breves pero intensos días, nos reencontramos varias veces Federico, Juan Felipe, Catalina González Restrepo, Claudia y yo. Fue así como el diálogo, que ya había nacido antes a través de la lectura y la amistad, ha ido ahondando entre nosotros sus fértiles raíces.
Ahora, al leer Las horas olvidadas, antología poética de Federico Díaz-Granados, me doy cuenta que precisamente aquel espíritu refinado y atento, fraternal y reflexivo, que yo había observado en la persona de Federico es el mismo que se escucha y parece ascender desde el vigilado lenguaje de sus poemas. Una voz aquietada pero estremecida, honda y amorosa que enumera con vocablos y pausas bien temperados los dones y las deudas en el inventario del alma, voz que se decanta a lo largo de estos 45 poemas escogidos para reconocer, tal vez, que “Entre tantos oficios el más difícil fue entender / que el mundo es tan solo una casa de dioses extraviados.”
Un tono se advierte en la poesía de Díaz-Granados. Un tono meditativo y elegíaco. Resonancia ancestral y recobrada de emociones intensas pero serenamente repasadas, emociones recobradas bajo la luz de una evocación que es también una invocación y un itinerario existencial, emociones como reavivadas brasas frente a la conversación de una fogata a mitad de la noche. Escuchemos, por ejemplo, en el siguiente fragmento del poema “Festín bajo el tiempo”, el tono al que me refiero:
Es lo vivo y lo pasajero
lo que nos regocija y nos conserva ante el instante y el miedo.
No regresemos a los cuerpos que fuimos
y olvidamos hace mucho tiempo.
Ya nos sabemos de memoria sus dictados y pronósticos
de aquellos días destilados en el alma
el amargo licor de algún exilio.
Calla,
la dicha no volverá a ser tardía,
nuevas voces serán la fiesta.
Esperemos lentos amaneceres,
la trunca resurrección y la palabra.
Algo en este espíritu de panorámica mirada melancólica nos transporta, por momentos, a los hexámetros homéricos, a los epigramas latinos y, más cercanamente, a las crepusculares líneas de Constantino Cavafis. Algo que Díaz-Granados no evita sino que, por el contrario, cultiva cuidadosamente. Creo que no son una casualidad, sino una discreta clave que reaparece en varios momentos de su escritura, las alusiones a los tópicos inagotables de Ítaca, de Ulises, del viaje y del retorno como metáfora del destino. Así, en el poema “La última noche del mundo”, afirma:
Me olvido de todo:
de las noches que desafiaban los vértigos
de la persistencia que demora la llegada del júbilo
de la vieja Ítaca y Ulises como mendigo.
Y me olvido de los viajes
de la guerra de Troya y sus traiciones.
Y no queda sino mirar hacia arriba
donde brilla esa luz que canta su eternidad.
Esa luz que padecemos en el corazón
y que nos hace sostener junto a los ángeles
el mundo.
Dos temas resultan preponderantes en esta antología. El primero es el tema amoroso. A veces para celebrar su llegada y a veces para lamentar su desintegración, la ya mencionada prosodia de sobrio tono clásico toma otros caminos y parece alumbrada por un vibrante arsenal de liberadas imágenes. Algo de los surrealistas, de Paul Éluard o de Vicente Aleixandre espejea entonces en sus líneas, como puede escucharse en el poema “Las sagas del viento”:
Muchacha que escribes con la tinta de la guerra
no enmudezcas por la prisa de los pájaros,
mira cuánta ceniza trae el cielo,
cuántas voces resucitan de tus heridas.
No le hables de nosotros a tus muertos,
dibuja un mapa de hojas secas
en el cuerpo de mi pesado otoño.
La vida es un breve navío de adioses y nostalgias.
Muchacha,
miramos la misma luna errantes y embrujados
pero a la sombra del relámpago eternos.
Muchacha,
yo tengo fletado mi equipaje
para morir en cada invierno
en los muelles que nacen de tu sangre.
El otro tema que aparece y reaparece es el del paraíso perdido de la infancia. En este caso, la mirada de Díaz-Granados parece concentrarse en ciertos objetos, lugares, películas y canciones que se abren de pronto como cofres arrumbados en el sótano de la memoria, los cuales fueran abiertos de nuevo por una mano involuntaria y fantasmal. La carga íntimamente simbólica de esos objetos y lugares opera como una llave que, a semejanza de la magdalena de Marcel Proust, conduce de lleno a una nostalgia cifrada por recuerdos revividos. Una de las piezas más originales de este libro es justamente un poema que hace referencia a esta nostalgia cifrada. Se trata de un poema de amor. Un poema de amor imposible y adolescente por un personaje de la mitología cinematográfica. El poema se llama “Princesa Leia, vestida de novia” y en sus líneas finales dice lo siguiente:
Si de niño
jugaba a encontrar tesoros en el centro de la tierra
o gigantes criaturas y grandes minerales en el espacio
y pintaba mapas en cuadernos cuadriculados
qué diré de este amor de lápices de colores y papel mantequilla
que nunca tuvo horóscopos, canciones ni peluches.
Qué diré de ese amor que pronuncia tu nombre y dibuja tu rostro
mientras me recoges una vez más,
como ayer, como en el cine matinal,
como en los sueños que nunca pude atrapar,
como la primera navidad o el último halloween.
Me recoges como antes y como hoy,
Leia Organa de Alderaán,
la primera, la única y la última de mis mujeres
siempre vestida de novia.
Esta antología va presidida de un “Ars poetica” escrito en prosa. Texto en el cual el autor apuntala un puñado de convicciones con respecto al oficio poético. Allí manifiesta, entre otras cosas, que: “La vida de los hombres está construida de pequeñas verdades, de fragmentos de muchas certezas que cuando se quiebran, como el espejo de Salvador Espriu, la poesía evidencia en astillas de luz todas esas verdades quebradas. / Por esas verdades quebradas escribo poesía.”. No cabe duda que aquí Díaz-Granados nos da otra clave para leer este conjunto de poemas. Su poesía no desea separar, sino compartir. Es una poesía de la fraternidad y la comunión. Está hecha desde la necesidad, genuina y central, del prójimo. Ahonda, por ello, hasta lo vertebral, hasta el diamante de la desnudez, para encontrar la moneda común, mutua y comunicativa, del idioma compartido, la moneda acuñada en lo más hondo y verdadero de la experiencia vital.
Colombia es un lugar hecho de lugares, una celebración de lo posible y lo imposible, un territorio que la imaginación no necesita inventar porque sucede, todos los días, desde la fértil imaginación del mundo. Pero Bogotá ocupa en esa legendaria geografía un sitio particular. Bogotá es la soledad de las cimas, una ciudad contra el cielo que hace siglos fue fundada en las minerales alturas andinas, un camino cuesta arriba para encontrar el viento helado y la transparencia de quien aspira a una conversación con los dioses.
Una imagen, inmejorablemente descrita para mí por Claudia Posadas desde una ventana en un doceavo piso, al amanecer, regresa, como un poderoso sueño que contiene una clave mayor, cada vez que pronuncio esta palabra: Bogotá. Era la primera vez que llegábamos allí. Era agosto y estábamos cansados de viajar, de equipajes, itinerarios y aeropuertos. Sólo algunas horas y de paso estaríamos en la capital colombiana. Claudia abrió la ventana al despertar y guardó silencio unos minutos. Le pregunté qué tenía frente a sus ojos y me describió aquella vista: Un sol difícil recortaba en el horizonte numerosas cumbres. Sobresalían, como islas de un archipiélago, en un océano de niebla. Parecía una ciudad construida en el cielo. Para mí, de algún modo, eso ha sido siempre Bogotá. Una manera de mirar la vida, una elegida y alta transparencia melancólica, un centro y una desintegración al mismo tiempo —como, en cierto modo, lo es también el Valle de México—, en fin, Bogotá, la tierra natal de Federico Díaz-Granados, es uno de esos lugares que marcan para siempre a quienes lo habitan.
Federico Díaz-Granados, Las horas olvidadas, Valparaíso, México, 2014, 88 pp.
* Fotografía: En la poesía de Federico Díaz Granados se percibe el espíritu fraternal y reflexivo / Especial