Poesía contra la atrocidad
POR DIEGO JOSÉ
Autor de la novela Un cuerpo (451 Editores)
Resulta difícil detenerse a pensar en poesía en estos tiempos sin aludir a la vieja advertencia de Theodor W. Adorno sobre la imposibilidad —¿o inutilidad?— de escribir poesía después de Auschwitz. Pero la perpetuación de la atrocidad humana no se ha detenido, como tampoco el atrevimiento del poeta de devolverle a las palabras su poder enunciativo, su más alta dignidad, su intención purificadora. Recordemos a Paul Celan:
Porque encontraste el fragmento de desamparo
en la devastación,
los siglos de sombras reposan a tu lado
y te escuchan pensar:
Acaso sea cierto
que, desde vasijas de barro,
la paz habló aquí
a dos pueblos.
Hoy, nuestro país padece una crisis de sentido humano propiciada por la exacerbación de los usos ilegítimos de la violencia y su consecuente impunidad. No solo el Estado ha perdido la exclusividad de los usos de la violencia —como pudo suponerse en el 68— sino que los está compartiendo y, al compartirlos empieza a concederlos al crimen organizado, cuya denominación sugiere por sí misma una forma de institucionalización del crimen y una variante de los usos del poder ejercido, tan solo en apariencia desde la clandestinidad, pero que en lo concreto ha generado una serie de impensables consecuencias como en los casos recientes de la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa.
¿Cuáles son las posibilidades de la poesía dentro de este contexto? Muchas y a la vez ninguna. La poesía no tiene por qué responder a las circunstancias sociopolíticas, pero la poesía en sí misma es respuesta anclada en el sentir humano, y por lo tanto, sin adoptar una postura ideológica, la poesía puede responder —desde su propio ethos— a las dolorosas circunstancias por las que atraviesa la identidad de toda una cultura. ¿Pero qué puede decir el poeta si sus armas son el lenguaje?
No es la tribuna ni la propaganda lo que incumbe al poeta, sino esa forma de la verdad que vislumbra en el vano acontecer de su época desde su perspectiva como poeta y desde la posibilidad que su voz hable por los silenciados por la violencia, eso a que se refiere Eliot cuando puntualiza en su ensayo “La función social de la poesía” que “en proporción a su excelencia y vigor, afecta al lenguaje y la sensibilidad de la nación entera”, puesto que tiene repercusiones en el sentir de los hombres y las mujeres que la conforman. López Velarde cambió la sensibilidad nacional con La suave patria en unas circunstancias alarmantes para el país. Su poema —y quizá la dimensión completa de su obra— construyó un imaginario distinto que con el tiempo fue impregnando la percepción y la comprensión del sentido de identidad. Esto no quiere decir que necesitemos nuevos poemas patrióticos; el deber que atañe al poeta radica en desarrollar su capacidad de verterse por completo en el lenguaje, responder con palabras de poeta a la conmoción de vivir a través de una lengua su mismidad y su alteridad, aquello que para Eliot significaba que “sólo indirectamente el deber del poeta, como poeta, es para con su pueblo; su deber directo es para con su lengua: consiste primero en preservarla, y segundo en extenderla y mejorarla”. Se trata, dice Seamus Heaney, de “la necesidad de ser al mismo tiempo socialmente responsables y creativamente libres”.
La memoria y la experiencia de los sujetos trascienden con mayor notoriedad en la poesía, por lo tanto, lo que toda sensibilidad cultural requiere es poesía capaz de reinventar y resignificar el sentir depositado en su arte. El reconocimiento de esta fuerza inmaterial que se asume portadora de una valentía que purifica y que salva se expresa con acierto en estos versos de Anna Ajmátova:
Soy vuestra voz, el calor de vuestro aliento,
soy el reflejo de vuestro rostro.
Es inútil el temblor de vuestras alas inciertas.
Igual estaré con vosotros hasta el final.
La herida, el temor y la impotencia están presentes en sus versos: es la madre del pueblo ruso quien se sirve de la voz de Ajmátova para proclamar su abatimiento. En la voz de su dolor arde la identidad desgarrada por la historia, pero su respuesta es un aliento que le devuelve una mínima porción de voluntad al estado de gracia que la desgracia le ha arrebatado.
En oposición a quienes suponen la insignificancia del decir frente a los crímenes de la sociedad y el Estado, la poesía siempre podrá decirnos algo y reconfortar el duelo, porque si la capacidad de decir es la diferencia específica de lo humano, tanto más lo es la poesía, un estado de gracia al que aspira la palabra ordinaria.
El silencio de Javier Sicilia es un acto poético y de resistencia pacífica que debiera llamar la atención, incluso por encima de su activismo. Simbólicamente nos está diciendo que la poesía, en tanto la única actividad capaz de restituir con alocuciones la desgracia humana y el sentido de pertenencia de un grupo, decidiera abandonarnos. Se trata de una advertencia: renunciar a la poesía significa claudicar ante la impotencia y reducir nuestra vital condición humana a la más precaria animalidad.
* Fotografía: Protestas en la ciudad de México por la desaparición de 43 estudiantes normalistas / Reuters