Poesía del instante y pensamiento transitivo
ADOLFO ECHEVERRÍA
1. Yves Bonnefoy no solo es el poeta en lengua francesa más importante de nuestro tiempo, es también el escritor que con más entusiasmo y consistencia ha tendido los puentes entre el lenguaje de una obra poética singular y la reflexión sobre la ontología y la historia de las artes. De este estrecho vínculo, que Bonnefoy ha sido capaz de materializar en una extensa obra, destacan, tanto por su hondura conceptual como por sus notables alcances líricos, dos títulos: El territorio interior y Las uvas de Seuxis.
2. El territorio interior (publicado por primera vez en su edición francesa en 1972) es una amalgama de registros literarios que van de la autobiografía al poema en prosa, pasando por el ensayo y el relato de viaje y de ficción. El texto va acompañado de 35 imágenes que aparecen aquí y allá, como de improviso, al darle vuelta a alguna página. Las ilustraciones que, por un lado, convidan al lector-espectador a una aproximación reflexiva y, por otro, le proponen una disposición de entrega a la contemplación, lo trasladan a comarcas vecinas o lejanas —Michoacán, Córcega, el Cáucaso, Nara, Ancona, Delfos—, a la vez que le descubren la pintura y la escultura que han dado cuerpo a la pasión del propio Bonnefoy: un retrato funerario de Fayum, Poussin, Piero della Francesca, Uccello, Masolino, Miguel Ángel, Leonardo, Domenico Veneziano, Giovanni Bellini, De Chirico, Degas o Mondrian.
Me parece que El territorio interior podría entenderse como la tentativa de elucidar un dilema. “A menudo —escribe Bonnefoy— un sentimiento de inquietud me invade en las encrucijadas. Me parece que en esos momentos, que en ese lugar o casi: ahí, a dos pasos sobre el camino que tomé y del que ya me alejo, sí, es ahí donde se abre un país de una esencia más alta, donde habría podido vivir y que ahora ya he perdido.” La “encrucijada” en el camino de Bonnefoy es el sino de una experiencia que, en un movimiento continuo de separación y alejamiento, surge como la disyuntiva de una existencia que afronta su separación radical y su necesidad de reconciliación con el mundo, lo que podría equivaler a decir que el hombre vive la vida como conciencia o como libertad.
Por ello, en su acepción simbólica, “el territorio interior” representa esa región que adivinamos o presentimos, pero que nos es imposible divisar en la distancia, un más allá que atrae nuestro deseo y lo conduce desde lo perceptible hasta la inminencia de algo indecible que se torna súbitamente manifiesto. El principio de realidad parece disiparse, pero, se pregunta Bonnefoy: “¿No es siempre lo evidente lo que primero escapa?” Acaso sea ese el motivo por el cual el autor le otorgue al ser una intensidad provista de una energía vital inmanente y, al mismo tiempo, de una hondura sustancial secreta: la alineación vertical de la metafísica en la unión tangencial con la naturaleza entrevista como un misterio para el pensamiento poético.
Para Bonnefoy el relato de viaje es, además, un relato de búsqueda, pues el itinerario que describe alude de manera constante a aquello que encuentra una razón de ser, precisamente, en su condición de incógnita, de silencio, de disimulo y, por lo tanto, en su advenimiento potencial, no solo geográfico, sino también estético. De tal suerte, de sus pasos por Umbría y Toscana, Bonnefoy confiesa haber recogido un valioso aprendizaje: “Comprendí al menos una o dos cosas que me permitieron sumar, a la Italia que abordé en sueños, el gran arte del que, tan a menudo, este país ha sido capaz. ¿El gran arte? Es no olvidar, en la lejanía, el aquí: el tiempo, el humilde tiempo de lo que aquí hemos vivido, entre las ilusiones de allá, esa sombra de lo intemporal.”
Detrás de las provincias que se extienden y ensanchan ante nuestra mirada se perfilan los confines de otras que desconocemos y que, paradójicamente, son la causa de un ensueño nostálgico. Pero no hay aquí una apología de la evasión, sino la añoranza de un arraigo que a ratos sospechamos quimérico. Y aunque sepamos que el trayecto hacia el lugar añorado está asediado por espejismos, es lícito reconocer que subsiste en el espíritu un puro anhelo del ser y del estar. Escribe Bonnefoy: “Diré que si el territorio interior ha permanecido para mí inaccesible —y aun si, lo sé bien, siempre lo he sabido, no existe— no es por eso completamente ilocalizable, basta con renunciar, por poco que sea, a las leyes de continuidad de la geografía ordinaria y al principio del tercer excluso.” En esta “teología de la residencia en el aquí y el allá” formulada por Bonnefoy, somos, con él, criaturas del exilio en medio de una realidad que, no obstante, se funda en su afirmación tangible, es decir, en su mera presencia.
El territorio interior tiene algo de ofrecimiento y de recompensa, pero no hay profetas que nos lleven hasta sus puertas, aunque quizá la cifra de su revelación final se halle en la expresión de una voluntad que, aun en la aceptación de nuestra finitud, pueda forjarse como destino: “¿Después de todo, no es el ser algo inacabado, y el canto oscuro de la tierra menos un esbozo por estudiar que por continuar, la clave faltante, menos un secreto que una tarea?”
3. Zeuxis fue un célebre pintor griego del siglo V a. C., nacido en la Heraclea Póntica, contemporáneo de Apolodoro, con quien revolucionó la pintura de su tiempo al introducir el efecto del claroscuro. Aunque su obra ha desaparecido del todo, el nombre de Zeuxis ha llegado hasta nosotros gracias a las abundantes referencias que de su arte han dejado registradas algunos escritores clásicos, como Luciano o Séneca. Es Plinio el Viejo quien, en su Historia natural, cuenta la anécdota más famosa del pintor. Se trata de la celebración de un concurso entre Zeuxis y Parrasios de Éfeso, con la finalidad de establecer cuál de los dos era el artista de mayor talento: “Se cuenta que Parrasios compitió con Zeuxis; éste presentó unas uvas pintadas con tanto acierto que unos pájaros se habían acercado volando a la escena, y aquél presentó una tela pintada con tanto realismo que Zeuxis, henchido de orgullo por el juicio de los pájaros, se apresuró a quitar al fin la tela para mostrar la pintura, y al darse cuenta de su error, con ingenua vergüenza, concedió la palma a su rival, porque él había engañado a los pájaros, pero Parrasios le había engañado a él, que era artista.” (Plinio, Naturalis historia, XXXV, 65.)
Este relato —que, por cierto, no está exento de un aura de fábula— le sirve a Yves Bonnefoy como telón de fondo para indagar, en las tres series de poemas en prosa que conforman Las uvas de Zeuxis, el valor de la palabra en su función poética. Esta indagación implica inevitablemente la crítica de un arte imitativo que somete a la sensibilidad a los efectos de una representación que ya no es del orden de la presencia, sino de la apariencia ilusoria. Porque el discurso poético es para Bonnefoy una vía de afirmación de la presencia en su dimensión más fundamental, y el acto creativo —mucho más próximo a la intuición reveladora del mito que a las pretensiones demostrativas del logos—, una apertura a un imaginario liberado de un sentido condicionante.
Zeuxis se insinúa, por tanto, como un héroe derrotado por su propia pericia imitativa: “Zeuxis pintaba protegiéndose con el brazo izquierdo de los pájaros hambrientos. Pero venían hasta debajo de su pincel, que empujaban para arrancar jirones de tela… Se le ocurrió sostener, siempre con la mano izquierda, una antorcha que escupiera un humo negro, de los más espesos. Y sus ojos se nublaban, no veía más, de seguro pintaba mal, sus uvas no debían evocar más nada que fuera terrestre —¿por qué entonces los pájaros se apretaban más voraces que nunca, más furiosos, contra sus manos, sobre la imagen, llegando incluso a morderle los dedos, que sangraban sobre el azul, el verde ambarino y el ocre rojo?”
Guardando todas las proporciones, creo que se impone aquí un obligado acercamiento a Mallarmé, de quien Bonnefoy ha sido un penetrante y sutil interlocutor. Para ambos, la poesía es un camino de conocimiento, pero en la medida en que ésta se sustente como un obrar cuyo objeto primordial esté fincado dentro de sí misma, y no como una producción que busque imitar a la naturaleza. La lección de Bonnefoy es de una belleza que se diría clásica: la poesía —en su significación más amplia— debe hacer justamente lo que la naturaleza no es capaz de hacer, y de ese modo encarnar una suprema soberanía que ha de situarse por encima de toda intención mimética: no un reflejo subordinado a la realidad material, sino un destello de la realidad transubjetiva; no una copia de lo general, sino una enunciación de lo singular.
Solo en la persistencia de su entusiasmo, y con los ojos cegados por las exhalaciones de su tea, Zeuxis logrará liberarse de la sujeción a lo aparente: “Zeuxis, a pesar de los pájaros, no lograba desprenderse de su deseo, ciertamente legítimo: pintar, en paz, algunos racimos de uva azul dentro de un cesto… Ensangrentado por los picos eternamente voraces, con las telas destrozadas por su impaciencia terrible, los ojos ardiendo por el humo que en vano les oponía, él no dejaba de proseguir su trabajo: podría creerse que percibía en los vapores cada vez más espesos, donde se dislocaba la forma, algo más que el color o la forma.”
4. En las páginas centrales de Las uvas de Zeuxis, al reescribir a su manera el legendario episodio en el cual se cuenta el origen de la pintura, sostiene Bonnefoy: “En cuanto a la hija del alfarero de Corinto, hace mucho que abandonó el proyecto de terminar de trazar con un dedo sobre el muro el contorno de la sombra de su amante. Recostada en su lecho, donde la vela proyecta sobre el yeso la cresta fantástica del pliegue de las sábanas, ella se vuelve, con los ojos rebosantes, hacia la forma que ha roto con su abrazo. ‘No, no te preferiré en imagen, dice ella. No te entregaré en imagen a las volutas de humo que se acumulan alrededor de nosotros. No serás el racimo de frutas que vanamente se disputen los pájaros que se llaman olvido.’” Así, tanto El territorio interior como Las uvas de Zeuxis dan prueba de que la gnosis poética de Yves Bonnefoy se funda en una verdad ontológica auroral, en la que se admiten las fronteras de lo humano y se confiere reconocimiento al carácter incompleto de toda creación. Pero esta limitación congénita es tal vez lo que engrandece el arte y hace de todo poema una elegía.
Yves Bonnefoy, El territorio interior, traducción de Ernesto Kavi, Sexto Piso, México, 2013.
——————, Las uvas de Zeuxis, edición bilingüe, prefacio y traducción de Elsa Cross, Era, México, 2014.
*Yves Bonnefoy, poeta francés/Archivo Notimex.
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