El 68 y la poesía
Testigo de la toma de Ciudad Universitaria por parte del Ejército y del mitin de la Plaza de las Tres Culturas, David Huerta hace un recuento de los poemas más notables que trajo consigo el Movimiento estudiantil, como el que escribió Eduardo Santos, alumno de la Facultad de Comercio de la UNAM, y que la Revista de la Universidad de México publicó en portada a fines de 1968
POR DAVID HUERTA
El 68 y la poesía
He oído contar, y creo que hasta he leído, a lo largo de este 2018 en que conmemoramos medio siglo del Movimiento estudiantil, el pequeño mito o leyenda de que Alcira Soust Scaffo, atrapada en la Facultad de Filosofía y Letras aquel 18 de septiembre, puso una grabación con poemas de León Felipe dedicados o dirigidos a los soldados invasores de Ciudad Universitaria para su ¿entretenimiento, recreación espiritual, advertencia moral, regalo estético? Por lo menos una vez escuché esa historieta de viva voz y quien me la contó agregó, con una mueca, algo que le molestaba e indignaba: la amistad de León Felipe, ese poeta al que todo se le rompía, con Luis Echeverría, ese político que nos mandó romper la madre a los estudiantes ese año “axial” (O. Paz). Lo de menos es la dudosa veracidad de lo que hizo Alcira, a quien todos queríamos bien durante las durísimas jornadas del movimiento y hasta mereció una novela, Amuleto, escrita por el chileno Bolaño —simpática narración que leí en inglés porque me la encontré en un hotel de Tepoztlán en enero de este año, y que prometo nunca leer en español. Lo que importa es una cierta idea de la poesía que rodea esa leyenda alcírica.
Poemas, poemas, poemas a lo largo y ancho de esos meses de estruendo y maravilla, de meca y tararira, como puede leerse en el Tolhausen. Ya he contado en El Universal que yo leía con auténtica fiebre y pasmo los poemas en prosa de Juan José Arreola —otro aniversario de 2018— en las jornadas nocturnas de la Facultad, a la que yo no había podido entrar ese año, que habría sido para mí el primero de la carrera, pues repetí el último año de prepa por razones que aquí no voy a contar. Mis amigos ya estaban en la Facultad y los que quedaron en la preparatoria (la 5, la de Coapa, inolvidable) no me hacían muy feliz; así que pasé el Movimiento en Ciudad Universitaria, principalmente en Filosofía, donde veíamos casi todos los días a Revueltas y a los demás compañeros del Comité de Lucha con irreprimible admiración (a Escudero, a González de Alba, al querido latinista Nacho Osorio, y algunas veces al turbulento Carlos Félix). Desde luego, también veíamos a Alcira, quien, al margen del mito que he contado, estaba empeñada en que leyéramos poemas, los suyos y los que a ella le gustaban; pero debo confesar con pena que no le hacíamos mucho caso: ante la acción de los brigadistas que éramos entonces y la de los granaderos que nos correteaban y gaseaban, ¿qué podían decirnos unos cuantos poemas contemplativos y más bien inertes? A esa manera de pensar y opinar le debemos algunos de los desastres de nuestra vida pública, de nuestra política y ya mejor no digo nada de nuestras tribus literarias y sus costumbres y usos.
Quienes leíamos (y hasta escribíamos) poemas, lo hacíamos discretamente; no digo que a escondidas, pues no era para tanto, pero sí como una actividad fundamentalmente privada, correlato del subjetivismo preceptivo de la poesía lírica. De la épica que acaso le hubiera podido corresponder a ese año, la verdad, poco nos ocupábamos. El ejército salió de Ciudad Universitaria a fines de septiembre —no quiero googlear la fecha exacta— y lo que siguió es de sobra conocido. Allí comenzaba a gestarse otra forma de poesía: la poesía de la tragedia, el sacudimiento y el desgarro ante el asombro que el 2 de octubre dejó en nuestros espíritus.
Los poemas sobre Tlatelolco son muchos, desde luego; es explicable, es comprensible: fue lo más llamativo que sucedió en 1968, pero no fue lo único, ni de lejos. Lo mejor que se escribió sobre “lo otro”, lo que no fue la matanza de la Plaza de las Tres Culturas, no está en los versos de los poetas sino en las crónicas de algunos testigos formidables, como el ingeniosísimo, vivaz y talentoso Carlos Monsiváis. Los testimonios compilados por Elena Poniatowska en el libro La noche de Tlatelolco ya son parte de nuestra historia moderna.
En la historia de nuestra poesía moderna, la del 68 tiene un protagonista notorio: el poema “La limpidez”, de Octavio Paz. También es explicable, pues la fama de Paz es enorme y a ella contribuyeron, en mala hora, sus apariciones frecuentes en la televisión comercial, que por un lado le dieron a las almas sencillas la sensación de acercarse a la “alta cultura” y por otro lado estropearon, ojalá que no para siempre, la lectura directa de los textos pacianos, en verso y en prosa. El poema tiene en el centro una cita de Karl Marx sobre la vergüenza y forma parte de una serie incluida en el libro Ladera este, de 1969, titulada “Intermitencias del oeste”; es la tercera parte de la serie. La brevedad y la fuerza del poema se aliaron para volverlo, muy pronto, una especie de emblema del año 1968, un símbolo fraguado por el poeta mexicano más conocido y celebrado.
“La limpidez” fue incluido —no podía ser de otra manera— en el espectáculo sonoro llamado “Memorial poético M68”, estrenado en los jardines de la Casa del Lago el viernes 10 de agosto de 2018. Ocupa un lugar destacado, central, en la selección de poemas hecha por Hernán Bravo Varela, a los que dio un orden para el espectáculo el productor Pablo Gav. Los otros poemas están firmados por Rosario Castellanos (“Memorial de Tlatelolco”), Guillermo Fernández (“Carta de Nonoalco”), Isabel Fraire (“2 de octubre en un departamento del edificio Chihuahua”), David Huerta (“Nueve años después”), José Emilio Pacheco (“Las voces de Tlatelolco”), Jaime Reyes (“Los derrotados”) y Jaime Sabines (“Tlatelolco 68”). Una frase de mi poema “Testimonio”, del libro El jardín de la luz, de 1972, se repite intercalada a lo largo de la lectura: “No hubo piedad para la luz”; la grabación-espectáculo dura alrededor de 40 minutos. Esa especie de florilegio sombrío representa cabalmente la poesía escrita a raíz del movimiento estudiantil de 1968. La vertiente que todos esos textos representan no está de ningún modo en la visión que tenía Alcira Soust Scaffo de la poesía dentro del movimiento estudiantil.
De las piezas escogidas por el curador del “Memorial poético M68” podrían desprenderse las líneas principales de los demás tipos de poemas del 68 mexicano. Escribe Bravo Varela:
Hacer constar en actas lo que no tiene nombre: [la] voluntad de cambio atrajo la primera —y, hasta hoy, más profunda— reforma política de la poesía mexicana. Una segunda, derivada de la guerra contra el narcotráfico iniciada en 2006, aún aguarda el veredicto no de sus incontables víctimas, sino de la propia poesía.
Este apuntamiento de un poeta ya maduro y que continuamente piensa y ensaya sus ideas, además de traducir y editar poesía, me parece singularmente valioso. De la “segunda reforma política de la poesía mexicana”, cuyo tema principalísimo es, por supuesto, la violencia de los últimos años, ya hay entre nosotros algunos textos notables, como los epigramas neolatinos de Víctor Cabrera agrupados en 2012 bajo el epígrafe titular de Filipo contra los persas: ¿adivinan ustedes quién es “Filipo”, quiénes son los “persas”? La respuesta está en todo lo que comenzó a suceder en 2006 en este país endemoniado. He aquí un tipo de poemas, los de Cabrera, que Alcira Soust Scaffo nunca habría, siquiera, imaginado o sospechado: sus horizontes poéticos eran un tercio uruguayos (Benedetti), otro tercio españoles del llanto exiliado (León Felipe), un último tercio líricos, utópicos, esdrújulos y sentimentales. Y además nadie podía adivinar o vislumbrar el horror del calderonato y sus decisiones criminales, su impudicia discursiva y su desdén por la vida; también lo digo en descargo de Alcira, desde luego.
El ejército se largó de Ciudad Universitaria, entonces, a fines de septiembre, y el 2 de octubre hubo un mitin, convocado apresuradamente, en la Plaza de las Tres Culturas. En cuanto se fue la soldadesca, los editores de la Revista de la Universidad de México, dirigidos por Gastón García Cantú, comenzaron a trabajar para publicar cuanto antes un número de esa publicación benemérita. Apareció con fecha de “septiembre de 1968”, dudosa por donde se le vea; creo que salió a fines de año. Contenía una “relación de los hechos”, es decir: una cronología del movimiento estudiantil. Lo que aquí importa es que para la portada de ese número, alguien (¿García Cantú mismo?) tuvo la idea de publicar un poema: una composición breve, sin título, “de Eduardo Santos, de la Facultad de Comercio de la UNAM”. (En ese número de la Revista de la Universidad aparecen también versos de Octavio Paz: un fragmento de “El cántaro roto” que releído a la luz del movimiento estudiantil es particularmente conmovedor.) Hasta donde sé, apenas se menciona este poema de un estudiante en los recuentos que he visto de la producción literaria de 1968. Es una lástima que así sea porque el poema es francamente bueno. Eduardo Santos formó parte del grupo de poetas bisoños que Juan Bañuelos se encargaba de orientar en el taller universitario de poesía que tuvo en Ciudad Universitaria por aquellos años.
Lo notable del poema de Santos es que no es un poema político; es un poema de amor, un puñado de hermosas palabras de consuelo para la amada. Ese solo hecho me llamó siempre la atención y me lo hizo entrañable. En letras cursivas estaba el centro afectivo del poema: acércate amor mío, no temas, ya pasará. Y más adelante: No temas ya llegará la aurora. Y también: Estréchate ya pasará el frío. Y concluía: Ya pasará amor mío no temas. ¿Qué era lo que iba a pasar, a dejar de ocurrir? El rumor de las cadenas “que lleva el torrente”, “el terror […] en aras de bayoneta”. Había en el poema dolor, cráneos rotos, cabellos desesperantes, negras raíces, serpientes verdesmeralda, cristal de gritos, voces acogotadas. Para un poema tan breve, menos de veinte líneas, era mucho, muchísimo. Para mí es una de las piezas maestras de la poesía de 1968.
Si no nos limitamos a elaborar un inventario de poemas del 68, sino que tratamos de ver en qué consistió esa “reforma política de la poesía mexicana”, según la feliz expresión de Hernán Bravo Varela —si es que en verdad ocurrió—, podremos quizás entender algunos rasgos de los horizontes más vivos y enérgicos de nuestra cultura literaria.
Allá muy lejos ha quedado el “tono crepuscular” de nuestros poemas; en un pasado que ahora se antoja remotísimo, quedan también las violentas querellas de nacionalistas y cosmopolitas en los años treinta; también lejos queda el magisterio de Octavio Paz y la influencia no menos magistral de Efraín Huerta. Es como si hace medio siglo hubiéramos entrado en otros ámbitos, acompañados de otras voces. Hay otro magisterio, más reciente: el de José Emilio Pacheco, cuyo poema sobre Tlatelolco recoge voces vivas, que él recogió a su vez del libro La noche de Tlatelolco y “editó” con fines poéticos, ejerciendo el arte de la “poesía encontrada”. Otro poeta apenas cinco años mayor que Pacheco, Gerardo Deniz, ha dejado una impronta profunda, y a medias secreta, en la poesía mexicana; más difícil es ver cómo esa huella está relacionada con 1968 y con el movimiento estudiantil: baste decir que algunos poemas, o mejor dicho, algunos versos de Deniz, han animado cierta militancia anarquista, anti-institucional, ésta sí, indudablemente vinculada con el 68.
Por mi edad (68 años: miren ustedes si los números pueden ser expresivos) y por haber sido yo brigadista durante el movimiento estudiantil —y también por haber sobrevivido a aquella tarde-noche terrible en la Plaza de las Tres Culturas—, los amigos y conocidos, así como algunos muchachos universitarios y un puñado de lectores y periodistas, suponen que soy una especie de experto en el tema de la poesía de esas jornadas imborrables. No soy experto en nada; apenas un lector de a pie y un profesor universitario, el más modesto (eso sí: muy esforzado). Lo que aquí he escrito es un punto de vista más bien indocumentado. A ver si en el centenario del movimiento estudiantil puedo hacerlo mejor. Si llego: ¿quién dice que no?
Memorial de Tlatelolco
(Fragmento)
Rosario Castellanos
La oscuridad engendra la violencia
y la violencia pide oscuridad
para cuajar el crimen.
Por eso el dos de octubre aguardó hasta la noche
Para que nadie viera la mano que empuñaba
El arma, sino sólo su efecto de relámpago.
¿Y a esa luz, breve y lívida, quién? ¿Quién es el que mata?
¿Quiénes los que agonizan, los que mueren?
¿Los que huyen sin zapatos?
¿Los que van a caer al pozo de una cárcel?
¿Los que se pudren en el hospital?
¿Los que se quedan mudos, para siempre, de espanto?
Tlatelolco, 68
(Fragmento)
Jaime Sabines
Habría que lavar no sólo el piso: la memoria.
Habría que quitarles los ojos a los que vimos,
asesinar también a los deudos,
que nadie llore, que no haya más testigos.
Pero la sangre echa raíces
y crece como un árbol en el tiempo.
La sangre en el cemento, en las paredes,
en una enredadera: nos salpica,
nos moja de vergüenza, de vergüenza, de vergüenza.
Las bocas de los muertos nos escupen
una perpetua sangre quieta.
Las voces de Tlatelolco
(2 de octubre de 1978: diez años después)
(Fragmento)
José Emilio Pacheco
—¿Por qué no me contestas?
¿Estás muerto?
—Voy a morir, voy a morir.
Me duele.
Me está saliendo mucha sangre.
Aquél también se está desangrando.
—¿Quién, quién ordenó todo esto?
—Aquí, aquí Batallón Olimpia.
—Hay muchos muertos.
Hay muchos muertos.
—Asesinos, cobardes, asesinos.
—Son cuerpos, señor, son cuerpos.
(Este poema es parte de los textos reunidos por Elena Poniatowska en La noche de Tlatelolco (1971). [Nota de J. E. P.]
Notas
El cuadernillo de Víctor Cabrera fue publicado con el sello Rosa Celeste en 2012. El título completo es Filipo contra los persas y otros cuantos epigramas. Tiene apenas 32 páginas y contó con la colaboración de Mario Roca. Una versión digitalizada puede leerse aquí:
La Revista de la Universidad de México puede consultarse ahora en línea. La portada del número de septiembre de 1968 con el poema de Eduardo Santos (volumen XXIII, número 1) se ve en el siguiente vínculo:
http://www.revistadelauniversidad.unam.mx/historico/10305.pdf
FOTO: Panorámica de la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco, durante el mitin de estudiantes del 2 de octubre de 1968. / Archivo EL UNIVERSAL
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